–¡Coño, comisario! ¿Queda algo seguro en el país? Se supone que no estamos solamente para intentar averiguar dónde nos van a pegar la siguiente bofetada y luego llorar a las víctimas, sino para evitarlo y llevar a los culpables a los tribunales.
–Ya lo sé. Si pudiésemos realizar alguna operación preventiva, lo podríamos hacer porque tenemos casi toda la información necesaria para iniciarla y…
–No se le ocurra ni mencionarlo, comisario. Después de la chapuza de los GAL, ese tipo de opciones están totalmente desautorizadas; no sólo fallaron ellos, sino que nos cerraron cualquier posibilidad para el futuro. ¡Menuda cagada!
–Pues usted dirá qué es lo que podemos hacer.
El director se levantó de su sillón y paseó por la habitación de forma nerviosa, sin contemplar la magnífica marina que colgaba de la pared tras su escritorio, aunque los ojos parecían apuntar en aquella dirección. Después de tres paseos frente a su interlocutor, se paró para contestar la pregunta que le había lanzado el comisario jefe de información.
–Sólo podemos hacer lo único que podemos hacer –sentenció–. Circule esa información a la Guardia Civil, delegaciones del Gobierno, Ministerio de Defensa y Policías Autónomas para que adopten todas las medidas que estimen oportunas, y a las comisarías de las ciudades con más probabilidades, para que se pongan en alerta; yo informaré al ministro.
SANTA CRUZ DE TENERIFE
Carlos Catena se despertó sobresaltado cuando sonó el teléfono situado en la mesilla de noche, muy cerca de su cabeza. La noche anterior, cuando decidió retirarse a su habitación y tomarse una copa en el mini bar, viendo la televisión, había indicado en recepción que lo despertaran a las ocho de la mañana. Esa era la llamada que lo había sacado del plácido sueño en el que se encontraba.
Miró el reloj de forma rutinaria para comprobar la hora y vio que marcaba las nueve. ¿Cómo es posible que en este hotel no lo llamen a uno cuando lo pide?, pensó. Se dirigió al baño para darse una ducha y bajar a desayunar.
Como había salido de su anterior destino en la comisaría de San Sebastián de una forma tan repentina, no le habían dicho cuándo debería incorporarse a la de Santa Cruz de Tenerife, por lo que decidió que lo más correcto sería presentarse inmediatamente al comisario y que él se lo dijera. A lo mejor, pensó divertido, aquí no saben que me han mandado para acá.
Al mirarse en el espejo decidió que era el momento perfecto para cambiar de aspecto. Hacía tres años que se había dejado crecer la barba, porque en el País Vasco un barbudo pasaba más desapercibido, pero era algo que en realidad nunca le había entusiasmado. Con la determinación ya tomada, llamó por teléfono a recepción y pidió que le subieran a la habitación jabón, una brocha y una maquinilla de afeitar, y cuando salió de la habitación, parecía otra persona bastante más joven que la que se había acostado la noche anterior.
No dejó de mirarse de reojo en el espejo del ascensor mientras bajaba, como intentando acostumbrarse a la cara de aquel extraño de aire familiar que, a su vez, lo observaba desde el espejo.
En la recepción enrojeció como un colegial cuando, al preguntar al recepcionista por la confusión en la hora de despertarlo, el empleado le explicó, con guasa, que la hora de Canarias es una menos que en la península, pero que no debía preocuparse porque era algo que le ocurría a todos los peninsulares.
Después de informarse por la dirección de la comisaría, decidió ir paseando. El día era espléndido, con una temperatura de casi veinte grados, y en muchos de los palacetes que bordeaban las Ramblas, al igual que en el parque situado justo al lado del hotel, había macizos de flores brillantes. En el mismo paseo compró el periódico y, como todos los días, se fue derecho a buscar las noticias del País Vasco, lo que había sucedido en la calle y lo que habían manifestado los políticos. Aquello seguía igual que cuando él estaba allí, que ahora se le antojaba que había pasado mucho tiempo atrás aunque en realidad sólo habían transcurrido algo más de cuarenta y ocho horas. De todas formas, aunque lo intentó, no fue capaz de dejar la pistola en el hotel, sino que se la puso en la funda. Le resultaba inconcebible salir desarmado a la calle, aunque no estuviese de servicio.
Al llegar a la comisaría, después de identificarse unas cuantas veces, se encontró acompañado por otra secretaria ante la puerta de otro comisario.
–Adelante, Catena. Encantado de conocerlo –dijo el comisario tendiéndole la mano–. Lo esperábamos, pero sin saber cuándo.
«Ayer recibimos por correo electrónico, y luego por fax, una notificación sobre su traslado, añadiendo que la tramitación completa de la documentación llevaría unos días más.
–Me alegro de que todo haya funcionado bien. Como tampoco me han dado instrucciones de ningún tipo, quería preguntarle cuándo debo incorporarme.
–A mí tampoco me lo han indicado –respondió el comisario–, pero lo lógico es que no lo haga hasta que no esté oficialmente asignado a esta comisaría, es decir, hasta que haya llegado la documentación de su traslado, dentro en unos días. Así que, como es miércoles, tómese lo que queda de semana libre y preséntese el lunes, que a lo mejor para entonces ya han llegado sus papeles.
«Descanse estos días, instálese y visite la isla para empezar a conocerla. ¿Necesita algo que podamos hacer por usted?
–No, gracias, comisario.
De regreso al hotel entró en una peluquería que encontró en el camino dispuesto a completar el cambio de imagen y se cortó el pelo. Cuando volvió a salir a la calle, notó sensaciones no experimentadas en mucho tiempo, como el contacto de la brisa fresca en la cara y en el cuello.
Ya en el hotel, Carlos llamó desde su habitación a varias agencias inmobiliarias buscando un apartamento cómodo, amueblado y bien situado. Al tercer intento encontró lo que buscaba: un estudio amueblado en un edificio de reciente construcción en la zona de Tomé Cano, una zona donde viven muchísimos peninsulares, bastante próxima a la comisaría. Anotó la dirección que le dieron y tomó un taxi para ir a ver el apartamento. Media hora después firmó el contrato de alquiler y esa misma tarde se mudó a su nuevo hogar.
AUTOPISTA A 1. FRANCIA
Había poco tráfico en la autopista, pero de todas formas Iñaki conducía tenso, sin bajar la guardia.
Después de repasar todo lo que le había dicho el anciano del Historial de Péronne, había decidido conducir despacio, sin superar los 110 kilómetros por hora, y parar cada hora aproximadamente para permitir que se enfriasen los neumáticos. Además, cada vez que pudiera, orinaría en las ruedas para enmascarar cualquier resto de olor del explosivo. La velocidad moderada y las frecuentes paradas lo retrasarían un poco, pero resultaría más seguro, y de todas formas tenía suficiente tiempo para completar el viaje.
Se fijó en las señales que indicaban direcciones a otras ciudades próximas. Muchos de los nombres le eran muy familiares y rezumaban historia, casi siempre por hechos de guerra: Saint Quentin, Cambrai, Compiègne. Aquella región había sido disputada una vez tras otra, durante siglos, por los ejércitos más poderosos de cada época.
Cuando por fin se relajó algo, empezó a repasar mentalmente los hechos y hacer conjeturas para buscarle una explicación. La complejidad de la operación sin duda se debía a la actual carencia de recursos de la organización y a la represión de la Policía, tanto en Francia como en España; por eso la acción se le había encargado a un solo hombre.
El haber tenido que ir tan lejos a buscar el explosivo, según pensaba Iñaki, indicaba que otras zonas, como el País Vasco francés o Bretaña, ya no eran seguras. No sabía si el anciano de Péronne era un patriota de alguna otra organización afín, o eran simples delincuentes que actuaban por dinero. ¿Por qué había tenido que ir hasta tan lejos a por el explosivo si posiblemente también lo podían haber logrado mucho más cerca del objetivo, quizá incluso en las mismas Canarias? Sólo se le ocurría una explicación lógica: robar explosivos en Canarias, aunque sin duda sería factible, pondría en estado de alerta a los españoles y dar al traste con la operación al eliminar el factor sorpresa.
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