Jesús Mallol - Cuenta atrás desesperada

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Año 2001. En el País Vasco, ETA no deja tregua. Carlos Catena, inspector de policía en San Sebastián, se siente en peligro y pide su traslado a Tenerife.
Iñaki Izaguirre, perteneciente a un comando de ETA, atraviesa Francia y la península con diez kilos de explosivo en las ruedas de su coche. Su objetivo es actuar en Tenerife y demostrar así que las islas no son impenetrables.
El Gobierno sospecha de un posible atentado en las Islas Canarias, aunque desconoce en qué isla será. Mientras Iñaki y los explosivos se acercan, Carlos será el único que puede descubrirlo y evitar la tragedia.

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Mientras regresaba hacia el hotel bajo la llovizna, después de cenar, decidió que antes de acostarse tomaría una ducha caliente y larga, sin prisas. Eso sería una magnífica ayuda para descansar de verdad.

SANTA CRUZ DE TENERIFE

Llevaba casi todo el día andando y, aunque se había calzado unas zapatillas deportivas para caminar, Carlos sentía los pies calientes y doloridos. Lo único que había podido hacer, de todo lo que pretendía realizar aquella mañana, era empadronarse en el Ayuntamiento de Santa Cruz para poder acreditar su condición de residente.

Ahora estaba en la terraza de una cafetería, cerca de su casa, con una temperatura increíble para aquella época del año, saboreando una enorme jarra de cerveza muy fría y repasando las imágenes del día para disfrutarlas.

Una de las cosas que le habían llamado la atención por la mañana, cuando fue a un kiosko de prensa a comprar el periódico, fue la cantidad de periódicos locales que había en Canarias: La Gaceta, El Día, Diario de Avisos, Canarias 7, La Opinión, La Provincia, además de otras publicaciones de las islas menores o de contenido deportivo, y de la prensa nacional; y todo en una comunidad de menos de dos millones de habitantes.

Sonrió al recordar el episodio del primer barrendero que encontró en su camino. Como en todas partes, el barrendero municipal llevaba un carrito con sus herramientas, pero en lugar de barrer con una escoba, más o menos sofisticada, lo hacía con una hoja de palmera con la que barría fácilmente debajo de los coches aparcados. Luego había encontrado más barrenderos por las calles de la ciudad y había comprobado que la hoja de palmera era el instrumento de trabajo normal.

El tráfico de Santa Cruz le resultó caótico. Los coches se paraban en medio de la calle para que subieran o bajaran viajeros sin ninguna prisa, sin apartarse lo más mínimo para no estorbar, y los demás coches se limitaban a pararse detrás hasta que podían seguir, sin dar un solo bocinazo. ¡Increíble! Además, las obras municipales que se veían en muchas calles contribuían no poco al caos general; y por supuesto, había coches aparcados en las aceras, en los pasos de peatones, en los espacios reservados para la parada del autobús, en los sitios más insospechados.

En la calle del Castillo, la zona comercial y peatonal del centro de la ciudad, le llamó la atención la cadencia del andar de los canarios. No se veía a nadie corriendo, ni siquiera caminando apresurado; todos iban como de paseo, como si no tuviesen nada que hacer en toda la mañana, aunque había muchas personas que llevaban portafolios y que, por lógica, debían estar trabajando o haciendo gestiones.

En la misma zona vio algo que se le antojó insólito: grupos de trileros habían instalado sus improvisadas mesas de cartón en plena calle y engañaban a todo viandante que picase, normalmente extranjeros, según comprobó. Lo curioso es que a diez metros escasos estaba la Policía Municipal y no resultaba creíble que no tuviesen ni idea del casino clandestino montado a plena luz y en plena calle del centro de la ciudad.

El centro de Santa Cruz, la zona de la plaza de España al final de la calle del Castillo, le recordó muchísimo a Málaga. En unas vacaciones, varios años atrás, se había ido de camping con dos amigos por la Costa del Sol malagueña y tenía grabado, como una imagen vívida, el final de la calle Larios y la Alameda, frente al puerto. Ahora, la imagen de Santa Cruz casi se superponía a la de Málaga.

En la plaza de España, frente al puerto, llamó la atención de Carlos un monumento feo y medio oculto por el desnivel tras el que estaba erigido, con una estatua de una mujer informe y aspecto desagradable en la parte superior de un pedestal. Sin acercarse, porque el monumento en su conjunto no invitaba a dedicarle más de un vistazo casual, el conjunto escultórico le pareció horrible.

En todo el centro observó Carlos la actuación de piratas, de marginales que exigen a los conductores dinero por aparcar en su zona, a pesar de que se tratase de una zona de aparcamiento controlado por el Ayuntamiento en la que había que pagar además en los expendedores de tickets por estacionar, so pena de multa. Espero que nunca se le ocurra a uno de esos acercarse y pedirme dinero por aparcar, pensó Carlos, porque le pego un susto que se le pasan las ganas. ¿Cómo es posible que ni los vigilantes municipales de la zona de aparcamiento, ni los agentes de la Policía Municipal, que charlaban tranquilamente al sol a pocos metros de los piratas, hicieran nada?

Los trámites para empadronarse habían resultado fáciles y rápidos. Ahora, con el documento municipal, ya podría acreditar su condición de residente con los beneficios que eso representaba, aunque ya le habían advertido que esos beneficios, tales como descuentos en las líneas regulares de barcos y aviones, eran cada vez más ridículos.

Le faltaba poco para dar cuenta de la jarra de cerveza, cuando vio acercarse por la acera a una criatura preciosa y cargada como una mula. Se trataba de una chica morena, con el pelo en media melena y la cara pecosa, que ya había visto aquella misma mañana al salir de su casa, y ahora bajaba por la acera con dos enormes bolsas de un centro comercial en las manos que amenazaban con reventar en pedazos. Por la mañana, Carlos ya se había fijado en ella por su atractivo, en su cara bonita y graciosa, en su cuerpo menudo, en su forma de andar, y la había retenido en su memoria; ahora volvía a toparse con la misma criatura.

Cuando la chica alcanzó la altura de la terraza donde Carlos disfrutaba tanto de la cerveza como de la sensación de seguridad, una de las bolsas que llevaba cumplió su anunciada amenaza y se rasgó, desparramando por la acera una colección abigarrada de objetos: tela, un cojín o almohadón, algunos paquetes menores, y dos cajitas de plástico llenas de clavos o algo así. No era el peso lo que había terminado con la bolsa, sino el volumen del contenido.

Carlos saltó de su silla como si lo hubiese activado un resorte y se dispuso a ayudar a la joven a recuperar el contenido de la bolsa estallada que, sorprendida por el hecho en sí, se había quedado como paralizada mirando sus compras correr por la acera abajo sin poder reaccionar. Carlos se agachó y comenzó a coger paquetitos con una mano mientras que los conservaba en la otra, ya que no tenía donde ir colocándolos; algunos se los alargaba a la chica que los guardaba en la otra bolsa. Cuando la acera volvió a quedar recogida, Carlos, sujetando bajo un brazo todo cuanto podía contener, se levantó hacia la chica con una sonrisa.

–No se preocupe por estos, que ya están –dijo refiriéndose a los paquetes que había recogido–. ¿Lo tiene todo?

–Sí, ya está, gracias. ¡A ver cómo me las arreglo yo ahora para recogerlos y seguir!

–Con la bolsa estallada no va a poder con todo. Si me deja terminar mi cerveza, la acompaño, porque creo que va hacia la plaza de Tomé Cano, ¿no?

La chica lo miró con un aire de suspicacia. No le gustaba que un desconocido supiese dónde iba o qué hacía, y a aquel chico que se había comportado de una forma tan amable, con marcadísimo acento peninsular, no lo conocía de nada. Se quedó quieta, plantada frente al intruso, mientras decidía qué hacer.

–¿Cómo sabe que voy hacia Tomé Cano?

–Porque esta mañana, cuando salía de mi casa, del edificio Constelación en la plaza Heliodoro no sé qué, salía usted también. Así que si ahora vuelve a la misma dirección, como también es la mía, no me cuesta nada acompañarla y ayudarle a llevar algunos de estos chismes.

La respuesta arrancó una sonrisa luminosa de la cara de la chica, que comenzó a moverse hacia la mesita de Carlos y a soltar bolsas y paquetes en una silla vacía.

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