Abrió la cremallera que cerraba la tienda de campaña y entró. Hicieron falta unos segundos para que sus ojos se acostumbraran al cambio de luminosidad, pero esto no le impidió reconocer, en el monitor, las facciones del coronel Jack Hudson que, con aire siniestro, miraba al vacío esperando su respuesta.
El coronel era oficialmente el responsable de la escuadra estratégica antiterrorismo destinada en Nassiriya, pero su misión real era la de coordinar una serie de investigaciones científicas contratadas y controladas por un misterioso departamento. ELSAD 8. Dicho departamento estaba rodeado del usual misterio que envuelve todas las estructuras de ese tipo. Casi nadie conocía exactamente el objetivo y la finalidad de todo el tinglado. Solo se sabía que el cuartel general de la operación respondía directamente ante el Presidente de los Estados Unidos de América.
En realidad, a Elisa no le importaba demasiado todo esto. El verdadero motivo por el que había decidido aceptar la oferta, y participar en una de las expediciones, era que finalmente podía volver al lugar que más amaba del mundo, haciendo un trabajo que le encantaba y en el que, a pesar de su relativa corta edad (treinta y ocho años), era una de las mejores y más cotizadas del sector.
«Buenas tardes coronel», dijo exhibiendo su mejor sonrisa, «¿A qué debo este honor?»
«Doctora Hunter, déjese de formalidades. Conoce perfectamente el motivo de mi llamada. El permiso que se le ha concedido para realizar su trabajo caducó hace dos días y usted no puede seguir allí».
Su voz era firme y decidida. En esta ocasión, ni siquiera su indiscutible atractivo iba a ser suficiente para conseguir una nueva prórroga. Así que decidió jugarse su última carta.
Desde que la coalición encabezada por los Estados Unidos decidiera, el 23 de Marzo de 2003, invadir Iraq con el propósito de destituir al dictador Saddam Hussein, acusado de poseer armas de destrucción masiva (acusación que resultó ser infundada) y de apoyar al terrorismo islámico, en Irak todas las investigaciones arqueológicas, ya bastante complicadas en tiempos de paz, habían sufrido un estancamiento. Solo el cese oficial de las hostilidades, el 15 de Abril de 2004, había reavivado la esperanza de los arqueólogos de todo el mundo de poder acercarse a uno de los lugares desde donde, supuestamente, las civilizaciones más antiguas de la historia se habían desarrollado y habían difundido su cultura en todo el mundo. La decisión de las autoridades iraquíes, a finales de 2011, de abrir nuevamente a las excavaciones algunos lugares de valor histórico inestimable para «continuar valorando el propio patrimonio cultural», había finalmente transformado la esperanza en certeza. Bajo el amparo de la ONU y con numerosas autorizaciones firmadas previamente y refrendadas por un incalculable número de «autoridades», algunos grupos de investigadores seleccionados y supervisados por comisiones específicas, podían operar, con carácter temporal, en las principales áreas de interés arqueológico del territorio iraquí.
«Querido coronel», dijo, acercándose todo lo posible a la webcam para que sus grandes ojos verde esmeralda obtuvieran el efecto que esperaba, «tiene usted toda la razón».
Sabía muy bien que dar inicialmente la razón a su interlocutor lo predisponía de forma más positiva.
«Pero...estamos tan cerca».
«¿Cerca de qué?», gritó el coronel levantándose de la silla y apoyando los puños sobre el escritorio. «Hace semanas que me repite la misma historia. No estoy dispuesto a seguir confiando en usted sin ver con mis propios ojos algo sólido».
«Si me concede el honor de acompañarme esta noche durante la cena, estaré encantada de mostrarle algo que le devolverá la esperanza. ¿Qué le parece?»
Sus blanquísimos dientes, brillando en una espléndida sonrisa, y el jugueteo con su rubio y largo cabello hicieron el resto. Estaba segura de que lo había convencido.
El coronel frunció el ceño intentando mantener una mirada enfurecida, pero incluso él sabía que no se podía resistir a aquella propuesta. Elisa siempre le había gustado y una cena para dos le intrigaba muchísimo.
También él, a pesar de sus cuarenta y ocho años, aún era un hombre atractivo. Físico atlético, rasgos marcados, pelo corto canoso, mirada firme y decidida sostenida por ojos de un color azul intenso, con una excelente cultura general que le permitía mantener discusiones sobre innumerables temas, todo ello junto al indiscutible atractivo del uniforme, lo convertía en un hombre considerablemente «interesante».
«Vale», resopló el coronel, «pero si esta noche no me trae algo impresionante, ya puede comenzar a recoger toda su chatarra y a hacer la maleta». Intentó utilizar el tono más autoritario que pudo, pero no le salió demasiado bien.
«Esté preparada a las 20:00 horas. Un coche le recogerá en el hotel», y cortó la comunicación algo arrepentido de no haberse, ni siquiera, despedido de ella.
Tengo que darme prisa. Me quedan solo algunas horas hasta que oscurezca.
«Hisham», gritó asomándose a la tienda, «rápido, reúne a todo el equipo. Necesito toda la ayuda posible».
Recorrió, a paso ligero, los pocos metros que la separaban de la zona de excavación, dejando tras ella una serie de nubes de polvo. En cuestión de minutos, todos se reunieron alrededor de ella a la espera de órdenes.
«Tú, por favor, quita la arena de aquella esquina», ordenó indicando el lado de la piedra más alejado de ella. «Y tú, ayúdalo. Por favor, tened mucho cuidado. Si es lo que creo, esta cosa nos salvará el culo».
Nave Espacial Theos – Órbita de Júpiter
El pequeño, pero extremadamente cómodo, módulo esférico de transferencia interna estaba recorriendo, a una velocidad media de 10 m/s, el conducto número tres, que conduciría a Azakis a la entrada del compartimento, donde lo esperaba su compañero Petri.
La Theos, también con forma esférica y con un diámetro de noventa y seis metros, contaba con dieciocho conductos tubulares, cada uno con una longitud de unos trescientos metros que, como meridianos, fueron construidos a una distancia de diez grados el uno del otro y cubrían toda la circunferencia. Cada uno de los veintitrés niveles, de cuatro metros de altura, excepto por la cabina central (nivel undécimo) que medía el doble, era fácilmente alcanzable gracias a las “paradas” que cada conducto tenía en cada planta. En la práctica, para recorrer la distancia entre los puntos más alejados de la nave, se tardaba como máximo quince segundos.
El frenazo del módulo fue casi imperceptible. La puerta se abrió con un ligero silbido y tras ella apareció Petri, de pie con las piernas separadas y los brazos cruzados.
«Hace horas que te espero», dijo con un tono claramente poco creíble. «¿Has terminado de saturar los filtros del aire con esa porquería maloliente que siempre llevas encima?». La alusión a su cigarro fue muy sutil.
Ignorando, con una sonrisita, la provocación, Azakis sacó del cinturón el analizador portátil y lo activó con un gesto del pulgar.
«Aguántame esto y démonos prisa», dijo pasándole con una mano el aparato, mientras con la otra intentaba colocar el sensor dentro del conector de su derecha. «La llegada está prevista para dentro de unas 58 horas y estoy muy preocupado».
«¿Por qué?», preguntó ingenuamente Petri.
«No lo sé. Tengo la sensación de que nos espera una desagradable sorpresa».
El instrumento que Petri tenía en la mano empezó a emitir una serie de sonidos de diferentes frecuencias. Lo observó sin tener ni idea de lo que indicaban. Levantó la mirada hacia el rostro de su amigo buscando alguna señal, pero no la encontró. Azakis, moviéndose con mucho cuidado, movió el sensor a la otra conexión. El analizador emitió una nueva serie de sonidos indescifrables. Después, solo silencio. Azakis cogió el instrumento de la mano de su compañero, observó atentamente los resultados y a continuación sonrió.
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