Aspiró una rápida bocanada del largo cigarro y volvió a mirar en el visor holográfico frente a él, donde aparecía el rostro cansado y sin afeitar de Petri, su compañero de viaje que, al otro lado de la nave, estaba reparando el sistema de control de los conductos de descarga. Se entretuvo un rato distorsionando la imagen, soplando el humo apenas aspirado en el centro, creando así un efecto ondulante que le recordaba mucho a los movimientos sinuosos de las sensuales bailarinas, a las que solía ir a ver cuando finalmente regresaba a su ciudad de origen y podía disfrutar de un poco de descanso bien merecido.
Petri, su amigo y compañero de aventuras, tenía ya casi treinta y dos años y era la cuarta misión de este tipo en la que participaba. Su imponente y maciza complexión inspiraba siempre, a todos aquellos que se lo encontraban, un profundo respeto. Ojos negros como el espacio exterior, cabellos oscuros, largos y desordenados que le llegaban hasta los hombros, casi dos metros treinta de altura, tórax y brazos poderosos capaces de levantar a un Nebir 2adulto sin esfuerzo y, aun así, tenía el espíritu de un niño. Era capaz de emocionarse viendo florecer una flor de Soel 3, podía permanecer horas mirando extasiado las olas del mar mientras rompían en las ebúrneas costas del Golfo de Saraan 4. Una persona increíble, fiel, leal, dispuesta a dar su vida por él sin dudarlo. Nunca habría partido si no hubiera tenido a Petri a su lado. Era el único en el mundo en el que confiaba ciegamente y al que no traicionaría nunca.
Los motores de la nave, configurados para la navegación dentro del sistema solar, transmitían el clásico y tranquilizador zumbido bifásico. Para sus oídos expertos, ese sonido confirmaba que todo estaba funcionando a la perfección. Con su sensibilidad auditiva habría sido capaz de percibir una variación en las cámaras de intercambio, incluso de tan solo 0,0001 Lasig, mucho antes de que el sofisticadísimo sistema de control automatizado se diera cuenta. Otra razón por la que se le había permitido, desde muy joven, dirigir una nave de categoría Pegasus.
Muchos de sus compañeros habrían dado un brazo por estar ahí, en su lugar. Pero ahora estaba él.
El implante intraocular O^COM materializó frente a él la nueva ruta recalculada. Era increíble cómo un objeto de pocas micras podía desempeñar todas aquellas funciones. Introducido directamente en el nervio óptico, era capaz de visualizar todo un puente de control, superponiendo la imagen a la realidad que se tenía delante. Al principio, no había sido fácil acostumbrarse a aquella maldita cosa y más de una vez las náuseas habían intentado tomar el control. Sin embargo, ahora no sería capaz de vivir sin él.
Todo el sistema solar giraba a su alrededor con su fascinante majestuosidad. El pequeño punto azul, cercano al gigantesco Júpiter, representaba la posición de su nave y la sutil línea roja, ligeramente más curvada que la anterior ya desvanecida, indicaba la nueva trayectoria de aproximación a la Tierra.
La atracción gravitacional del planeta más grande del sistema era impresionante. Definitivamente, debían mantener una distancia de seguridad y solo la potencia de los dos motores Bousen permitiría a la Theos huir de aquel abrazo mortal.
«Azakis», graznó al comunicador portátil apoyado en la consola ante él, «tenemos que comprobar el estado de las juntas del compartimento seis».
«¿Aún no lo has hecho?», respondió con tono divertido, convencido de que iba a hacer enfadar a su amigo.
«¡Tira ese apestoso cigarro y ven a echarme una mano!», gritó Petri.
Lo sabía.
Había conseguido ponerlo nervioso y eso le encantaba.
«Ya vengo, ya vengo. Estoy llegando, amigo mío, no te cabrees».
«Date prisa, llevo cuatro horas rodeado de esta porquería y no estoy de humor para juegos».
Cascarrabias como de costumbre, pero nada ni nadie habría podido separarlo de él.
Se conocían desde la niñez. Fue él quien, en más de una ocasión, lo salvó de una paliza asegurada (era mucho más grande que los demás niños), interponiéndose con su respetable tamaño entre su amigo y la habitual banda de matones de la que casi siempre era objetivo.
Durante la adolescencia, Azakis no era precisamente la clase de chico por el que las agraciadas representantes del otro sexo se habrían peleado. Siempre vestía demasiado desaliñado, pelo rapado, complexión delgada, constantemente conectado a la Red 5de la que absorbía millones de datos a una velocidad diez veces superior a la media. Ya con dieciséis años, gracias a sus notables resultados en los estudios, obtuvo un acceso de nivel C, con la posibilidad de alcanzar conocimientos vetados a casi todos sus coetáneos. El implante neuronal N^COM, que le garantizaba ese tipo de acceso, tenía, sin embargo, alguna pequeña contraindicación. Durante las fases de adquisición, la concentración debía ser casi absoluta y, dado que la mayor parte de su tiempo lo pasaba así, tenía prácticamente siempre una expresión ausente, con la mirada perdida, totalmente ajeno a lo que sucedía a su alrededor. De hecho, todos pensaban que, al contrario de lo que proclamaban los Ancianos, era un poco retrasado.
A él no le importaba.
Su sed de conocimiento no tenía límites. Incluso durante la noche permanecía conectado y, aunque durante el sueño las capacidades de adquisición se redujeran a un triste 1%, precisamente por la necesidad de concentración absoluta, no quería desperdiciar ni siquiera un solo instante de su vida sin tener la posibilidad de aumentar su bagaje cultural.
Se levantó esbozando una leve sonrisa y se dirigió hacia el compartimento seis, donde su amigo lo estaba esperando.
Planeta Tierra - Tell el-Mukayyar - Iraq
Elisa Hunter estaba intentando por enésima vez secar aquella maldita gotita de sudor que, desde la frente, se obstinaba en descender lentamente hacia su nariz, para después zambullirse en la ardiente arena bajo sus pies. Hacía ya varias horas que estaba de rodillas, con su inseparable Trowel Marshalltown 6raspando delicadamente el terreno intentando sacar a la luz, sin dañarla, lo que parecía ser la parte superior de una lápida. No obstante, esta idea no le había convencido desde un principio. En las inmediaciones del Zigurat de Ur 7, donde desde hace casi dos meses, gracias a su fama de arqueóloga y de experta conocedora del idioma Sumerio, le permitieron trabajar, se habían encontrado muchas tumbas desde las primeras excavaciones realizadas a principios del siglo XX, pero nunca, en ninguna de ellas, había aparecido un artefacto de ese tipo. Dada la particular forma cuadrada y el importante tamaño, más que un sarcófago, parecía la «tapa» de alguna clase de contenedor sepultado ahí hace miles de años, para proteger o esconder quién sabe qué.
Por desgracia, al haber desenterrado, hasta el momento, solo una porción de la parte superior, aún no había sido capaz de establecer la altura del supuesto contenedor. Las incisiones cuneiformes, que recubrían toda la superficie visible de la tapa, no se parecían a nada que jamás hubiese visto.
Para traducirlas habrían sido necesarios varios días y otras tantas noches insomnes.
«Doctora».
Elisa levantó la cabeza y, apoyando la mano derecha justo encima de los ojos para protegerse del sol, vio a su ayudante Hisham venir hacia ella a paso ligero.
«Doctora», repitió el hombre, «hay una llamada para usted de la base. Parece urgente».
«Ya voy. Gracias Hisham».
Aprovechó el parón forzado para tomar un sorbo de agua, ya casi hirviendo, de la cantimplora que llevaba siempre sujeta a la cintura.
Una llamada de la base... Solo podía significar problemas.
Se levantó, sacudió sus pantalones levantando una nube de polvo y se dirigió decidida hacia la tienda que funcionaba como campamento base para la investigación.
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