Me interesaba el cultivo de flores y verduras, pero me atraían más las plantas silvestres que se encontraban esparcidas por el césped y el bosque —e incluso como migrantes indeseadas en el jardín. Ellas parecían ser las intrusas: desenfrenadas y descuidadas, prolíficas y poco pretenciosas. Cada una era tan diferente de la otra y, sin embargo, todas parecían cohabitar inesperadamente bien. En retrospectiva, éstas son las plantas que me gustan incluso cuando las llevo al interior de mi casa —silvestres, desenfrenadas, un poco desaliñadas y colaborativas. Me han enseñado mucho sobre cómo aquellas personas que en un principio parecen escandalosas, molestas y caprichosas pueden ser apreciadas por su vitalidad, vigor y persistencia si se entiende su naturaleza, se las trata con amabilidad y se les imponen límites amorosos.
También aprendí, luego de estudiar las anchas y amarillentas páginas del ejemplar de 1974 que mi madre tenía del The Rodale Herb Book , que prácticamente todas las plantas a mi alrededor podían utilizarse para curar, calmar y nutrir. Plantas como el tusilago ( Tussilago farfara ), la verdolaga ( Portulaca oleracea ) y la jabonera ( Saponaria officinalis ) ya no sólo eran hierbas que arrancar, sino plantas que estudiar. Jugaba a ser farmacéutica, cocinera y química; hervía hojas de tusilago, comía verdolagas y trituraba las hojas de la jabonera para liberar las saponinas burbujeantes de las cuales toma su nombre. Incluso antes de que existiera equipo de laboratorio de lujo para aislar alcaloides y esencias de plantas, alguien lo notó; alguien observó y experimentó con plantas para revelar sus propiedades únicas. Los secretos de la sanación y otros poderes potenciales de la naturaleza están al alcance de nuestras manos. Sólo tenemos que estar dispuestos a buscarlos.
Fue difícil dejar atrás esos hermosos bosques, campos, huertos y jardines. Me mudé a la ciudad de Nueva York para trabajar. Es el lugar donde me imaginaba experimentando con la vida y alcanzando mi “máximo potencial” —al menos desde el punto de vista profesional. Además, el trabajo que he realizado aquí hubiera sido más difícil de lograr viviendo en el campo de mi infancia. Pasé alrededor de quince años en el mundo de la moda, produje películas e incursioné en la escena de las startups con mis propios negocios. Al trabajar con otros creativos y emprendedores, viviendo una vida acelerada en la ciudad, descubrí que alcanzar tu “máximo potencial” a menudo conlleva sacrificios.
Cuando era niña, en la década de los noventa, recuerdo haber escuchado un reporte en la radio que decía que dentro de poco tiempo las personas que vivían en ciudades superarían en número a aquellas que residían en áreas rurales y suburbanas. En efecto, hace unos diez años esa predicción de migración masiva se hizo realidad: en Estados Unidos casi 81 por ciento de la población ahora vive en zonas urbanas, incluyéndome.¹ Y de la población general, 66 por ciento de nosotros, los millennials —o gente nacida entre 1980 y 2000, de acuerdo con muchos psicólogos, se ha mudado a las ciudades y áreas metropolitanas periféricas como insectos que revolotean alrededor de faroles de la calle al anochecer.² Como resultado, por primera vez desde la década de 1920, el crecimiento en las ciudades estadunidenses supera el crecimiento de las zonas rurales. En la actualidad, 55 por ciento de la población mundial considera los centros urbanos su hogar,³ una estadística que crecerá 13 puntos porcentuales para 2050. Esto significa que tanto las ciudades pequeñas como las de mayor tamaño se expanden con rapidez, al menos parcialmente, debido a que la gente de mi generación se ha mudado a ellas.
Un sinnúmero de estudios y opiniones ha circulado sobre las tendencias de los millennials. Vivimos de forma distinta a las generaciones previas. Solemos posponer el matrimonio porque queremos permanecer en la bienaventuranza de la soltería. También postergamos las hipotecas; no porque no queramos ser dueños de nuestro propio hogar, sino porque no podemos pagarlas, sobre todo si estudiamos la situación de los bienes raíces en nuestras amadas ciudades. Sin embargo, ninguna de estas tendencias explica el éxodo desde nuestras espaciosas e idílicas tierras natales.
Mis amigos citan algunas razones clave para su migración: más gente, más ideas, más innovación. En la ciudad puedes crear y reinventarte una y otra vez. Es un ecosistema antropocéntrico vivo. Las oportunidades, por lo general, se presentan por estar en el lugar indicado, conociendo gente y exponiéndote. Teóricamente, esto ocurre más en las ciudades porque, al igual que los electrones del sol, nos encontramos con mayor frecuencia. Y quieres tener más oportunidades de este tipo porque cuando entras en la edad “productiva” se vuelve un mandato “ganarte la vida” (en vez de sólo “vivirla”), necesitas claridad para decidir en qué lugar encontrarás empleo. Si tienes que hacer algunas concesiones en el camino, que así sea.
Con frecuencia digo que sería maravilloso tener un patio trasero otra vez. ¿O acaso me atrevería a soñar con un bosque en donde pasear? Me detuve en una tienda de plantas de mi localidad y compartí la noticia de que buscaba un terreno a las afueras de la ciudad. La joven cajera detrás del mostrador suspiró y dijo:
—Ése es el sueño de todos los que trabajan aquí.
Claro que me encontraba con personas que seguro amaban convivir con la naturaleza, y aunque sé que mucha gente no siente lo mismo, también sé que otra sí lo hace. Nunca pensé mudarme a la ciudad antes de entrar a la universidad, y una vez que lo hice, nunca preví que permanecería ahí durante tanto tiempo. Pero mi anhelo de espacio, de naturaleza y de esas bendiciones silenciosas que la acompañan tuvieron que ser relegadas por otros proyectos que consideré de mayor importancia que un huerto.
Los sacrificios no siempre terminan con una mudanza. La búsqueda de la satisfacción laboral y la satisfacción personal son metas que muchos perseguimos, vivamos en una ciudad o no. Muchos de mis compañeros han abandonado sus empleos porque el trabajo no era suficientemente satisfactorio o atractivo. Una encuesta de 2016 de Gallup lo confirma: 71 por ciento de los millennials se siente desconectado o desmotivado en el trabajo, lo cual nos convierte en la generación más desmotivada de Estados Unidos.⁴ Esta falta de motivación se traduce en la búsqueda y cambio frecuente de trabajo. Los millennials cambian de trabajo mucho más que las generaciones previas y un reporte muestra que son tres veces más propensos a renunciar a su trabajo que los empleados de otras generaciones. Pese a que otros reportes muestran que la diferencia no es tan dramática, la tendencia a largo plazo revela que en definitiva cambiamos de trabajo mucho más de lo que nuestros padres y abuelos lo hicieron a nuestra edad, aunado a las presiones de una menor seguridad laboral y jornadas más largas de trabajo.
Estas estadísticas podrían sugerir que los millennials dejan su trabajo con gran facilidad, pero en mi experiencia no es el caso. El “cambio de carrera” es uno de los principales temas de estudio en grupos de meditación y discusión con amigos. Casi todos mis amigos que cambiaron de trabajo —o dejaron su trabajo en busca de una nueva carrera— sienten inquietud, incertidumbre, estrés e incluso culpa.
A esto hay que agregar el hecho de que la mayoría de nosotros tiene una vida ajetreada; estamos tan ocupados que apenas nos damos permiso de tomar una pausa. Cuando lo hacemos, socializamos sobre la marcha y no necesariamente en persona. Hemos reemplazado nuestro tiempo de convivencia social con las redes sociales —más del 90 por ciento de nosotros las utiliza y algunas investigaciones muestran que pasamos horas al día revisando, comentando y dando “likes”. Sí, las redes sociales pueden resultar útiles (mi consejo es involucrarte únicamente con grupos enfocados en cosas que te gustan —como las plantas— y dejar de revisar tu feed ), pero también pueden causar depresión. En 2016, un estudio de gran escala en adultos jóvenes de entre diecinueve y treintaiún años reveló que los participantes que utilizaban múltiples redes sociales eran mucho más propensos a desarrollar un aumento en los síntomas de depresión y ansiedad.⁵ Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos sido capaces de ver y conocer tantas cosas. Eso es maravilloso cuando se trata de investigar sobre tu materia favorita, pero no a nivel emocional. Lo que es más, el “miedo a perderse de algo” o FOMO ( fear of missing out ) nos lleva a expandir el círculo de personas que nos ofrecen un vistazo a su vida, lo cual provoca que sintamos que la nuestra de alguna manera es inferior. Las imágenes curadas y poco realistas asociadas con las redes sociales pueden derivar en lo que mi amiga Nitika Chopra llama “síndrome de la comparación y desesperación”.
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