Summer Rayne Oakes - Cómo despertar el amor de una planta

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Las plantas no sólo engalanan tu casa y te ayudan a respirar un aire más limpio: está comprobado que tenerlas reduce tu nivel de estrés, mejora tu estado de ánimo y te da la enorme alegría y satisfacción de cuidar a otro ser vivo.Cuando la científica ambientalista Summer Rayne Oakes se mudó a Brooklyn, desde Pensilvania, sabía que traer la naturaleza al interior de su vivienda era la única forma de no perder la cabeza. Así que encontró plantas a la orilla de la calle, en cajas olvidadas, en los mercados de agricultores y en las tiendas locales de jardinería, y les dio un nuevo hogar en su departamento, que pronto convirtió en una verdadera jungla en miniatura. Ahora, Summer comparte sus conocimientos sobre el cuidado de plantas en ambientes urbanos en esta guía definitiva con la que aprenderás a:• Observar las flores y la vegetación a tu alrededor, incluso la que brota valientemente entre el pavimento agrietado.• Ver el mundo desde la perspectiva de una planta, cambiando el consumismo moderno por la sustentabilidad.• Identificar las especies adecuadas para tu hogar y crearles un ambiente similar a su hábitat natural.

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—Sarah Solange

Resultaba absurdo pensar que algún día viviría en una ciudad Todo ese concreto - фото 10

Resultaba absurdo pensar que algún día viviría en una ciudad. Todo ese concreto y vidrio apilado, los ruidos fuertes, el cielo sin estrellas. Apuesto a que las ranas que dispuse cuidadosamente en cubetas para llevar a casa cuando era niña tampoco habrían imaginado que algún día abandonaría el campo.

Caminé por el sendero del bosque con paso ligero y rápido. Leí en alguna parte o tal vez escuché de un amigo de la infancia que los nativos americanos que vivían y cazaban en Pennsylvania eran tan silenciosos que cuando corrían por el bosque, apenas podían ser detectados por cualquier animal o enemigo. Me maravillé ante esta idea y aspiré a ser igualmente silenciosa.

Resultaba más fácil viajar en silencio por la mañana, después de un fuerte rocío o de una lluvia. Entonces los sonidos del lecho forestal se atenuaban y con frecuencia era el momento en que el canto de las aves llegaba a su punto máximo. Pasé zumbando por las cicutas, inhalando su aroma a pino y limón. Los helechos húmedos me hacían cosquillas en las espinillas con su tacto plumoso. El lecho forestal centelleaba con esteras de musgo color esmeralda y las hojas cerosas y perennes de las enredaderas: la baya de perdiz ( Mitchella repens ) y la gaulteria ( Gaultheria procumbens ). De vez en cuando, algo llamaba mi atención, lo cual requería una mayor inspección: una flor que no había notado antes, un insecto bañado en el rocío matinal arrastrándose por el envés de una hoja o un hongo de gelatina color naranja brillante que supuraba de la herida de la rama caída de un árbol. Si quería continuar estudiándolos, entonces los recolectaba. Luego escalaba el muro de piedra que separaba el bosque de nuestro césped recién podado.

A menudo conservaba plantas entre las páginas de un libro, las colocaba en pequeños hábitats interiores parecidos a un diorama y me apropiaba de algunas secciones del refrigerador para mis experimentos científicos. Antes de cumplir cinco años, desaparecí con un regalo de cumpleaños para mi hermano que nunca utilizó, un hermoso microscopio elaborado en Alemania que venía equipado con cautivadoras diapositivas de vidrio que contenían finas rebanadas de piel de cebolla, células de una hoja de musgo y diatomeas, así como una caja con portaobjetos vacíos que podía llenar con mis propias muestras. Le saqué todo el provecho posible a lo largo de una década durante mi infancia. Incluso ahora desearía tener un microscopio de buena calidad, ya que ofrece una oportunidad única de acercarse a la naturaleza —en sentido literal y figurado.

Aprendí a amar el bosque y todo lo que se hallaba en su interior. Tanto así que mis padres a menudo batallaban para hacerme volver a casa. Durante mi adolescencia, disfrutaba pasar casi todos los días del verano en el bosque y rara vez veía a mis amigos de la escuela. Pero nunca me sentí sola.

Además de aprender a amar la cualidad salvaje de la naturaleza, crecí observando la hermosa comunión que ocurre cuando los humanos y las plantas colaboran. Fuera del bosque, mi madre se enorgullecía del mantenimiento de sus inmaculados jardines florales. Las forsitias ( Forsythia × intermedia ) color amarillo brillante, que resplandecían como rayos solares en primavera, bordeaban nuestro terreno; las alceas ( Alcea sp.) biflorales en tonos blancos, rosas y borgoñas aparecían erguidas como la guardia real de una reina y emergían de los suelos más rocosos; los tulipanes ( Tulipa sp.) ataviados alegremente y las azucenas ( Hemerocallis sp.) —portando los colores del atardecer africano— abundaban; el aroma almizclado de las flores de cempasúchil ( Tagetes sp.) y zanahoria silvestre ( Daucus carota ) era notorio al agacharse para deshierbar; y el olor de los jacintos, las lilas y las peonias suaves como una almohada ( Hyacinthus sp., Syringa sp., Paeonia sp.) y del tamaño de coles moradas llenaba el aire y se adhería al fondo de la garganta con los perfumes más embriagadores.

El jardín y el huerto, cuidados tanto por mi madre como por mi padre, eran igualmente impresionantes. Con poco más de dos mil metros cuadrados, este terreno poseía suficientes maravillas para complacer los sentidos, como la profunda acidez de los tallos de ruibarbo ( Rheum rhabarbarum ) y las brillantes grosellas rojas ( Ribes rubrum ) que mi madre utilizaba para preparar tartas y crepas. Cómo olvidar mi sabor preferido —la grosella ( Ribes hirtellum ), cuya piel rojiza y sabor a pectina se asemeja a una uva dulce pero agria. Fue en este espacio cultivado que aprendí a ser paciente, respetar y confiar en el reloj interno de otros seres vivos. Las plantas se desarrollan cuando se les proporcionan las condiciones adecuadas para alcanzar su potencial a su propio tiempo. Al inicio de la temporada, transportábamos estiércol de vaca compostado de la granja de mi tía, ubicada a un costado de casa, y lo esparcíamos generosamente por el terreno hasta que prácticamente nos cubría las espinillas. Las fresas, calabacitas, pepinos, espárragos, lechuga, melones, chícharos, frijoles y jitomates amaban este fertilizante natural y siempre obteníamos muchas más frutas y verduras de las que podíamos comer los cuatro integrantes de la familia. Siempre resultaba divertido esperar a que la próxima cosecha estacional rindiera frutos o preguntarse si habría más frambuesas que en la temporada anterior. Anticipar su recompensa parecía aumentar mi curiosidad por las plantas que cosechábamos.

Quizás esta dulce anticipación es la razón por la cual aún me alimento de manera estacional lo más posible, algo que implica hacer una peregrinación al mercado local todos los sábados para comprar frutas y verduras frescas para las comidas de la semana (y para desechar los restos de comida compostada, producto de las compras de la semana previa). De cierta manera, la intencionalidad de este ritual me conecta con un eje de tiempo más amplio y menos apresurado que el horario de veinticuatro horas al que todos estamos sujetos.

En mi departamento tapizado de plantas me encanta preparar la comida entre el abundante follaje, pues me da la sensación de “acampar” al interior. Incluso en los meses invernales en el frío noreste, cuando todo al exterior parece gris y austero, la mayoría de mis plantas de interior aún exhiben mucha energía y vida —incluso ostentan alguna que otra flor clandestina, lo cual siempre es un regalo. El invierno pasado, mi Kleinia fulgens , también conocida como senecio coral o kleinia escarlata, me sorprendió gratamente con copiosos pompones color carmín, un contraste deslumbrantemente hermoso contra sus hojas de tenues tonos grises y verdes, y las ventanas congeladas detrás de ella. Una vez que empiezas tu travesía con las plantas, te das cuenta de que esta afirmación entre botón y flor te ayuda a saborear la relación de largo plazo que estableces con tu planta, sobre todo después de meses de darle una dosis diaria de cuidado, amor y atención.

Hablando de cuidado, amor y atención, mis padres pasaban mucho tiempo en el jardín; limpiando las malas hierbas, recolectando las calabacitas o cortando los espárragos o el ajo, dos plantas que parecían extenderse de forma espontánea una vez establecidas. Al ver a mis padres me daba la impresión de que había muchas cosas por hacer, pero no era un trabajo oneroso. En todo caso, pasar tiempo en el jardín y comer los frutos de nuestra labor durante la cena era lo más natural. De hecho, todo el proceso parecía ser de lo más placentero. Ensuciarse las manos de tierra era una forma de vida y había mucho que saborear en esos rituales sin adornos.

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