Rodrigo Karmy Bolton - Intifada

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Hasta ahora, las revueltas que conmocionaron al mundo árabe contemporáneo han sido vistas a la luz de un prisma que, al criticar su falta de obra o finalidad, no hizo más que obliterar la singularidad de su potencia y, con ello, desestimar la pulsación de sus fuerzas subterráneas que trastornan las categorías de la filosofía política moderna y pone entre paréntesis nociones como Estado, Pueblo y Revolución. La apuesta de Intifada es distinta: busca pensar la singularidad de la revuelta como potencia destituyente –si bien necesaria a la Revolución, siempre residual por su inoperosidad– y contemplar en ella su peculiar actividad. Si usar es imaginar, como apunta Rodrigo Karmy, y liberar es equivalente a exacerbar el potencial de la imaginación, en la insurrección de la revuelta se juega, en último término, la potencia de lo viviente y la posibilidad de hacer mundo en medio de su profunda devastación.

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El carácter inoperoso de la intifada impugna dos modos de entender la política. Por un lado, el carácter «planificado» y, por otro, el carácter «espontáneo». Si el primero visibiliza a la razón por sobre la voluntad, el segundo exhibe a la voluntad por sobre la razón. Sin embargo, ambos remiten al mismo paradigma sacrificial sobre el cual se funda la moderna y universalista noción de revolución –o contrarevolución, que es casi igual–. Más allá de dicha dicotomía, la intifada nos abre el terreno de una vida activa en la que no se juega ni una planificación ni tampoco un simple espontaneísmo26.

¿Cómo habría que entender esta singular vida activa, cómo comprender su estatuto si no es bajo la enigmática noción de los medios puros? Como dijimos, la intifada no es nada más que un sinfín de quehaceres que tienen lugar bajo la forma del uso que van a contrapelo de las formas de la propiedad impuestas por el capital. No hay simple «improductividad», como ocurre en la frecuente imagen que se tiene de la «huelga general», sino actividad inactiva que se traduce afirmativamente en la capacidad (o no) del uso común. Es aquí donde alcanzamos a esbozar el problema de la libertad que, a diferencia de la concepción habitual legada por la economía política moderna, ella solo podrá advertirse donde toda forma de propiedad experimente su disolución. Lanzar piedras, rayar paredes, acampar en una plaza, organizar un mitin o apropiarse de las calles a través de disfraces, expresiones artísticas, asaltar una comisaría, golpear a la policía, entre otros movimientos, constituyen modos de esa vida activa. Se pueden o no «hacer» cosas durante la intifada, y he aquí la fórmula de la cuestión, asumiendo, claro está, que el término «hacer» se define por la puesta en juego del uso (ni por la producción ni por la acción).

De hecho, su estallido palestino de 1987 articuló formas específicas de disciplina y de formación de organizaciones políticas que implicó el desenvolvimiento de una vida activa que transformó enteramente la imagen de los palestinos de los Territorios Ocupados y, a su vez, la imagen que los demás actores (Israel, EE.UU.) tenían sobre ellos27. Los palestinos de los Territorios Ocupados adquirían una visibilidad inédita de la que habían sido despojados después de los Acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel (1978), cuya fuerza irrigará la celebración del Consejo Nacional Palestino celebrado en Argelia, cuyo trabajo habría sido un «resultado directo de la intifada»28. Desde la constitución de diversos comités en plenos Territorios Ocupados, organización de una política de boicot contra el dominio político y económico israelí, hasta la celebración de dicho Consejo en Argelia, en el que se redactará un documento a partir del cual la voz palestina de dichos territorios volverá a irrumpir en la escena internacional, la intifada no consistirá en una inactividad pura y simple, sino más bien en un levantamiento popular cuyo «hacer» no estará circunscrito a los ritmos del capital (la imagen del mundo). En este sentido será inoperosa. No porque «no haga nada» y consista en un simple «cruzarse de brazos», sino porque, tal como señalábamos, su gesto consistirá en afirmar un uso libre y absolutamente común. En la intifada volvemos al uso libre, en el capital nos volcamos a la apropiación, en la intifada tiene lugar un mundo imaginal que –cual vampiro, según nos ofrece la imagen de Marx– el capital pretenderá clausurar en la imagen del mundo.

La intifada no nace ni muere, más bien está siempre a punto de estallar. Es eterna en este sentido muy preciso: como potencia de una irrupción aún no acontecida, convive con nosotros pero en silencio. Necesitamos de una cierta violencia para desatar su furia, «sacudir» los castillos erigidos y «agitar» las desesperanzas para desprender sus hábitos, sus formas estereotipadas y, sobre todo, sus laberintos que aún no han podido encontrar salida. Su eternidad contrasta con la contingencia de su irrupción. Pero en medio de su estallido, la eternidad será indistinguible de su contingencia. No conoce del principio ni del final, sino que, como el fuego, emerge y desaparece a la vez.

No se somete a algún télos histórico preciso, sino que, como una vida que inútilmente se consume en la llama que, según los místicos, arde desapareciendo y desaparece surgiendo29. Como tal, la intifada funciona como excedente, reducto aneconómico que resta a la filosofía de la historia y su dinámica sacrificial.

Según vimos, no hay cálculo que la soporte, predicción que la gobierne, causa que la determine. Irrumpe con una violencia inusitada, con una carne palpitante, su intervención no deja intacto lo que toca, sino que lo desplaza levemente, fragmentándolo, incluso, al punto de llevarlo a su contingencia constitutiva30. Su paso muestra que nada ni nadie habrá tras las máscaras del poder, puesto que la intifada revela a este último nada más que en la insustancialidad de lo que Benjamin Arditi llama una «pérdida afirmativa» en la que descubrimos que nadie ni nada se escondía tras la máscara31.

Arca de Noé

Sihaboddin Yahya Sohrawardi, filósofo «oriental» del siglo XII, relata por boca del «sabio» que conduce a un hombre hacia la iniciación espiritual: «Todos nosotros venimos del país del “no donde”»32. Provenir de un lugar sin lugar no define a una cartografía geopolítica, sino a una verdadera topología imaginal. Antes de todo espacio-tiempo, en sus intersticios, en el sin lugar que da lugar. El «país del no donde» define a la in-fancia de la humanidad; marca de la antigua figura platónica de la khorá que, como receptor absoluto, puede definirse como «(…) el medio en el que demoran las formas posibles»33. Ni formas preconstituidas ni una completa falta de formas, sino «formas posibles» que habitan en el médium que las demora, amasija y, eventualmente, las hace devenir. Isla perdida, sitio exento de cartografía, fragmento que habita por fuera de los mapas, el «país del no donde» traza una topología de lo imaginal desde la cual la intifada es capaz de incendiar la totalidad del planeta.

La cartografía siempre fue la ciencia nomística por excelencia. Articuladora de fronteras, rutas y horizontes para viajeros, mercenarios y empresas coloniales, la cartografía fue el ojo imperial que impuso su señalética, sus puntos de referencia y sus territorios. Más allá arden los bárbaros. Más acá reposa, dulce, la civilización. La cartografía es por eso la tecnología del amurallamiento, la violencia imperial desbocada hacia la «lucha por los grandes espacios» y la sucesiva y universal territorialización del planeta34. Pero toda cartografía lleva consigo puntos ciegos. No puede jamás captar el leve pulso por el que respira una intifada, no es capaz de escuchar la voz singular de la potencia porque su propio desocultar el mundo en la forma de un globo –precisamente queriendo convertir al mundo en globo– le oculta al «país del no donde», El Dorado o la isla del tesoro que los imperios no pudieron leer sino de manera cartográfica, ubicados en un continuum espacial y temporalmente identificable. No se trata de viajeros, mercantes ni de empresas coloniales; menos, de la violencia cartográfica sobre la cual se funda todo imperialismo: la topología imaginal desde la que podemos rastrear la minoridad intifadista abre al globo como mundo revocando al nómos estatal-nacional y sus enclaves identitaristas. La topología resta a la cartografía como el mundo imaginal resta respecto de la imagen del mundo: la intifada es el instante de cognoscibilidad en el que una multitud experimenta el éxtasis de un sueño que, revelado por dioses, habla desde el pretérito.

Fuera de lugar, la intifada no se cifra en orden a la representación, sino que se (des)compone enteramente de imaginación. En otros términos, imaginación no es una facultad sino un lugar. Otra vez: no se trata de la imagen del mundo consumada en la forma de la «sociedad del espectáculo» y sus dispositivos de separación, sino del mundo imaginal que deviene tal solo donde el no-lugar de un cuesco logra chocar con el metal vacío de un viejo tanque. No respeta territorios, muros ni fronteras, la intifada es la sangre de los desposeídos, el sudor de los que jamás tuvieron territorio, muro ni frontera.

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