Desde el aplastamiento contrarrevolucionario de la Primavera árabe instigado por la deriva imperial prevalente en los diferentes regímenes, la excepcionalidad hecha regla, cristalizada en diversas formas de «necropolítica», ha tendido sus garras por casi todo el orbe planetario para hacer retroceder la nueva asonada de luchas populares. Pero su violencia y desparpajo no las ha neutralizado. Todo parece jugarse en dos campos íntimamente entrelazados, pero diferentes: por un lado, los actores geopolíticos y sus fuerzas molares; por otro, la superficie de los cuerpos danzando en múltiples potencias moleculares. La «guerra fría» regional protagonizada por Irán y la alianza israelí-saudí-egipcia se mantiene bajo el telón de fondo de la catástrofe siria e iraquí, pero las protestas populares resuenan «más acá» de dichas dinámicas: con ellas, pero más «acá» de ellas.
Las revueltas y sus procesos implican la sublevación de lazos, mutación de afectos y erotización de cuerpos, antes que traducirse inmediatamente en la transformación de grandes estructuras políticas. No por eso dejan de ser «políticas» ni dejan de ser cruciales en su acción. No asistimos aquí al intento de «toma del poder» por parte de un movimiento, partido o vanguardia, sino a la restitución de las potencias por parte de los cualquiera: todo «profesionalismo político» se desploma, y la República de Tahrir destituye al miedo transfigurándole en una dramática y multiforme fiesta de insurrección.
Frente al frenético avance del «desierto» que ha intentado hacer del común del mundo la desolación de un globo, las revueltas restituyen la capacidad imaginal de hacer mundo del mundo. Su acontecer no reivindica identidades locales, sino que devienen un tipo de ser-con que calificaremos bajo el término cosmopolitismo salvaje. Se trata de un «cosmopolitismo» porque se da en la mixtura de cuerpos, en la intersección de mundos, pero que no obedece ni al cosmopolitismo estatal-nacional enarbolado por la modernidad clásica, ni al cosmopolitismo neoliberal defendido por la retórica del «fin de la historia» y su globalización: «salvaje» subraya el carácter sucio, mundano y radicalmente histórico de un ser-con que no ha sucumbido al dispositivo «purificante» de la violencia sacrificial. «Salvaje» porque no se deja domesticar ni por la forma estatal-nacional ni tampoco por la articulación económico-gestional, sino que, irreductible, pervive topológicamente «más acá» del trazado cartográfico promovido por el paradigma representacional, acampando el mundo como un modo de habitarlo.
En este sentido, una revuelta deviene mixtura «antes» de cualquier confiscación identitaria, jamás reclama «pureza» para sí, sino nada más que mezcla, intersecciones, pasos plagados de selvas, jaurías tramadas de peligro, falta de toda garantía, de toda certeza posible: el cosmopolitismo salvaje no es más que el estallido poliforme de la imaginación popular desplegada por las calles del mundo. Como un oleaje exento de voluntad y, sin embargo, pletórico de deseo, una revuelta nos devuelve el lugar sin lugar de una experiencia –la in-fancia– en la que imaginar, actuar y pensar no son sino diversos nombres para designar la intensidad medial de una y la misma vida activa.
2
Sin lugar a dudas –escribe Giorgio Agamben– es verdad que, como Marx sugiere, las formas de producción de una época contribuyen de manera decisiva a determinar sus relaciones sociales y su cultura; pero respecto de toda forma de producción, es posible individualizar una «forma de inoperosidad» que, pese a mantenerse en estrecha relación con aquella, no está determinada por ella, sino que, antes bien, vuelve inoperosas sus obras y permite hacer de ellas un nuevo uso. Únicamente concentrado en el análisis de las formas de producción, Marx descuidó el análisis de las formas de inoperosidad, y esta carencia está, por cierto, en la base de algunas aporías de su pensamiento, en particular en lo que concierne a la definición de la actividad humana en la sociedad sin clases. Sería esencial, en esta perspectiva, una fenomenología de las formas de vida y de inoperosidad que procediera de igual manera a un análisis de las correspondientes formas de producción. En la inoperosidad, la sociedad sin clases ya se halla presente en la sociedad capitalista, así como, para Benjamin, los esbozos del tiempo mesiánico están presentes en la historia en formas eventualmente infames y risibles1.
El pasaje parece subestimar a Marx donde este último dio indicios de las formas de inoperosidad cuando, ya desde sus escritos en torno a La cuestión judía de 1843, comienza a pensar en el proletariado. Podríamos decir, incluso, que la crítica que Agamben dirige a Marx podría perfectamente ser dirigida contra él mismo, cuando su saga Homo sacer, al problematizar los orígenes y funcionamiento de las máquinas del poder en Occidente, no hace otra cosa que enfatizar las formas de operosidad en desmedro de las formas de inoperosidad que, solo hacia el final de su trabajo, remitirán al problema del uso de los cuerpos.
Sin embargo, nos parece que Agamben apunta a algo clave al subrayar el «descuido» de Marx, toda vez que, solo a partir de él –una interferencia en el continuum de su discurso–, es posible comenzar a pensar en las formas de inoperosidad que las diferentes formas de operosidad han podido dejar a su paso. Frente al «descuido» de Marx –y de la tradición filosófica a la que responde– nuestro ensayo se propone como una contribución a ese otro análisis de las formas de inoperosidad indagando en torno a una figura que, desde 1987, los palestinos nombraron bajo el término árabe intifada.
Si esta última puede ser vista como el «descuido» de la política (que a su vez, la reflexión no ha dejado de «descuidar») es porque la consideramos una de las formas privilegiadas por las que pueden vislumbrarse las posibilidades de una política acéfala o, si se quiere, del comunismo no entendido como régimen o partido, sino como una política de los cualquiera en la que irrumpe el mundo en común. Por ello, el fenómeno de las intifadas, ligado por una herencia sin tradición a las revueltas de otros tiempos, dejaron al discurso filosófico y a su régimen de saber-poder totalmente a la intemperie.
¿Qué es una intifada? Ante todo, una forma de la inoperosidad que, cristalizando una política acéfala, astilla como resto de las formas de la operosidad. Desecho, fisura, poca cosa en comparación con los grandes discursos poscoloniales que asolaron al mundo árabe durante el siglo XX, y que hoy permanecen en ruinas, la intifada o revuelta resulta ser la antimateria de las formas de operosidad vigentes: excedente de toda revolución, sobrante de toda representación, deviene inactual consigo misma en el instante en que, recientemente, ha lanzado su popular y radical consigna: ashab yurid isqat an nizam («el pueblo quiere la caída del régimen»).
No apela al futuro como lo hace la revolución, ni tampoco a un pasado estetizado como la reacción; no pretende aproximarse al futuro por etapas como el progresismo, pero tampoco mantener el actual orden de las cosas como la excesiva prudencia conservadora. La intifada juega con la historia, la burla cada vez que golpea sus puertas, abisma a la filosofía de la historia mostrando su vacío, el infundamento de su poder, la injusticia que le constituye donde deja entrever la acefalía de una política en la que nada ni nadie está para conducirnos –no hay ya pastores– aferrando para sí lo más inútil y, sin embargo, lo único que verdaderamente importa: el presente.
Un hombre maneja un automóvil por una carretera. No es cualquier carretera, pero tampoco sabemos con precisión qué carretera es. Podría ser alguna de las carreteras segregadas de Palestina o de alguna favela brasileña. Perdida, la carretera no tiene nombre, tan solo aparece como un continuum que pasa por detrás del conductor. Este último, en silencio y vestido de camisa gris –protagonizado por el propio director, Elia Suleiman–, comienza a comer un fruto mientras su mirada se enfoca fija en el ciego horizonte del trayecto que la cámara oculta al espectador. No hay palabra, tan solo el ininterrumpido sonido del automóvil centrado en un trayecto hacia algún lugar, donde el conductor come su fruto mientras devora el paisaje difuminado por la velocidad.
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