Arthur Doyle - Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes

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Las aventuras y misterios de Sherlock Holmes: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro consta de doce cuentos: doce asuntos en los que Sherlock Holmes se valdrá de su deslumbrante inteligencia para dejar boquiabierto a su ayudante Watson —y también al lector— con su lógica implacable y sus certeras deducciones. Tabla de contenidos: 1. Escándalo en Bohemia. 2. La Liga de los Pelirrojos. 3. Un caso de identidad. 4. El misterio del valle Boscombe. 5. Las cinco semillas de naranja. 6. El hombre del labio torcido. 7. El carbunclo azul. 8. La banda de lunares. 9. El dedo pulgar del ingeniero. 10. El aristócrata solterón. 11. La corona de berilos. 12. El misterio de Copper Beeches. Sir Arthur Ignatius Conan Doyle (1859 – 1930) fue un médico y escritor escocés, creador del célebre detective de ficción Sherlock Holmes. Fue un autor prolífico cuya obra incluye relatos de ciencia ficción, novela histórica, teatro y poesía.

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-¿Que se acabó?

-Sí, señor. Y eso ha ocurrido esta mañana mismo. Me presenté, como de costumbre, al trabajo a las diez; pero la puerta estaba cerrada con llave, y en mitad de la hoja de la misma, clavado con una tachuela, había un trocito de cartulina. Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.

Nos mostró un trozo de cartulina blanca, más o menos del tamaño de un papel de cartas, que decía lo siguiente:

Ha Quedado Disuelta

La Liga De Los Pelirrojos

9 Octubre 1890

Sherlock Holmes y yo examinamos aquel breve anuncio y la cara afligida que había detrás del mismo, hasta que el lado cómico del asunto se sobrepuso de tal manera a toda otra consideración, que ambos rompimos en una carcajada estruendosa.

-Yo no veo que la cosa tenga nada de divertida -exclamó nuestro cliente sonrojándose hasta la raíz de sus rojos cabellos-. Si no pueden ustedes hacer en favor mío otra cosa que reírse, me dirigiré a otra parte.

-No, no -le contestó Holmes empujándolo hacia el sillón del que había empezado a levantarse-. Por nada del mundo me perdería yo este asunto suyo. Se sale tanto de la rutina, que resulta un descanso. Pero no se me ofenda si le digo que hay en el mismo algo de divertido. Vamos a ver, ¿qué pasos dio usted al encontrarse con ese letrero en la puerta?

-Me dejó de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entré en las oficinas de al lado, pero nadie sabía nada. Por último, me dirigí al dueño de la casa, que es contador y vive en la planta baja, y le pregunté si podía darme alguna noticia sobre lo ocurrido a la Liga de los Pelirrojos. Me contestó que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross, y me contestó que era la vez primera que oía ese nombre. «Me refiero, señor, al caballero de la oficina número cuatro», le dije. «¿Cómo? ¿El caballero pelirrojo?» «Ese mismo.» «Su verdadero nombre es William Morris. Se trata de un procurador, y me alquiló la habitación temporalmente, mientras quedaban listas sus propias oficinas. Ayer se trasladó a ellas.» «Y ¿dónde podría encontrarlo?» «En sus nuevas oficinas. Me dió su dirección. Eso es, King Edward Street, número diecisiete, junto a San Pablo.» Marché hacia allí, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales, y nadie había oído hablar allí del señor William Morris, ni del señor Duncan Ross.

-Y ¿qué hizo usted entonces? -le preguntó Holmes.

-Me dirigí a mi casa de Saxe-Coburg Square, y consulté con mi empleado. No supo darme ninguna solución, salvo la de decirme que esperase, porque con seguridad que recibiría noticias por carta. Pero esto no me bastaba, señor Holmes. Yo no quería perder una colocación como aquélla así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta aconsejar a la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted.

-Y obró usted con gran acierto -dijo Holmes-.

El caso de usted resulta extraordinario, y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado, deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece.

-¡Que si se juegan cosas graves! -dijo el señor Jabez Wilson-. Yo, por mi parte, pierdo nada menos que cuatro libras semanales.

-Por lo que a usted respecta -le hizo notar Holmes-, no veo que usted tenga queja alguna contra esta extraordinaria Liga. Todo lo contrario; por lo que le he oído decir, usted se ha embolsado unas treinta libras, dejando fuera de consideración los minuciosos conocimientos que ha adquirido sobre cuantos temas caen bajo la letra A. A usted no le han causado ningún perjuicio.

-No, señor. Pero quiero saber de esa gente, enterarme de quiénes son, y qué se propusieron haciéndome esta jugarreta, porque se trata de una jugarreta. La broma les salió cara, ya que les ha costado treinta y dos libras.

-Procuraremos ponerle en claro esos extremos. Empecemos por un par de preguntas, señor Wilson. Ese empleado suyo, que fue quien primero le llamó la atención acerca del anuncio, ¿qué tiempo llevaba con usted?

-Cosa de un mes.

-¿Cómo fue el venir a pedirle empleo?

-Porque puse un anuncio.

-¿No se presentaron más aspirantes que él?

-Se presentaron en número de una docena.

-¿Por qué se decidió usted por él?

-Porque era listo y se ofrecía barato.

-A mitad de salario, ¿verdad?

-Sí.

-¿Cómo es ese Vicente Spaulding?

-Pequeño, grueso, muy activo, imberbe, aunque no bajará de los treinta años. Tiene en la frente una mancha blanca, de salpicadura de algún ácido.

Holmes se irguió en su asiento, muy excitado, y dijo:

-Me lo imaginaba. ¿Nunca se fijó usted en si tiene las orejas agujereadas como para llevar pendientes?

-Sí, señor. Me contó que se las había agujereado una gitana cuando era todavía muchacho.

-¡Ejem!-dijo Holmes recostándose de nuevo en su asiento-. Y ¿sigue todavía en casa de usted?

- Sí, señor; no hace sino un instante que lo dejé.

-¿Y estuvo bien atendido el negocio de usted durante su ausencia?

-No tengo queja alguna, señor. De todos modos, poco es el negocio que se hace por las mañanas.

-Con esto me basta, señor Wilson. Tendré mucho gusto en exponerle mi opinión acerca de este asunto dentro de un par de días. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión allá para el lunes.

II

Veamos, Watson -me dijo Holmes una vez que se hubo marchado nuestro visitante-. ¿Qué saca usted en limpio de todo esto?

-Yo no saco nada -le contesté con franqueza-. Es un asunto por demás misterioso.

-Por regla general -me dijo Holmes-, cuanto más estrambótica es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Los verdaderamente desconcertantes son esos crímenes vulgares y adocenados, de igual manera que un rostro corriente es el más difícil de identificar. Pero en este asunto de ahora tendré que actuar con rapidez.

-Y ¿qué va usted a hacer? -le pregunté.

-Fumar -me respondió-. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.

Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla apuntando fuera, igual que el pico de algún extraordinario pajarraco. Yo había llegado a la conclusión de que se había dormido, y yo mismo estaba cabeceando; pero Holmes saltó de pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución, y dejó la pipa encima de la repisa de la chimenea, diciendo:

-Esta tarde toca Sarasate en St. James Hall. ¿Qué opina usted, Watson? ¿Pueden sus enfermos prescindir de usted durante algunas horas?

-Hoy no tengo nada que hacer. Mi clientela no me acapara nunca mucho.

-En ese caso, póngase el sombrero y acompáñeme. Pasaré primero por la City, y por el camino podemos almorzar alguna cosa. Me he fijado en que el programa incluye mucha música alemana, que resulta más de mi gusto que la italiana y la francesa. Es música introspectiva, y yo quiero hacer un examen de conciencia. Vamos.

Hasta Aldersgate hicimos el viaje en el ferrocarril subterráneo; un corto paseo nos llevó hasta Saxe-Coburg Square, escenario del extraño relato que habíamos escuchado por la mañana. Era ésta una placita ahogada, pequeña, de quiero y no puedo, en la que cuatro hileras de desaseadas casas de ladrillo de dos pisos miraban a un pequeño cercado, de verjas, dentro del cual una raquítica cespedera y unas pocas matas de ajado laurel luchaban valerosamente contra una atmósfera cargada de humo y adversa. Tres bolas doradas y un rótulo marrón con el nombre «Jabez Wilson», en letras blancas, en una casa que hacía esquina, servían de anuncio al local en que nuestro pelirrojo cliente realizaba sus transacciones. Sherlock Holmes se detuvo delante del mismo, ladeó la cabeza y lo examinó detenidamente con ojos que brillaban entre sus encogidos párpados. Después caminó despacio calle arriba, y luego calle abajo hasta la esquina, siempre con la vista clavada en los edificios. Regresó, por último, hasta la casa del prestamista, y, después de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en el acto un joven de aspecto despierto, bien afeitado, y le invitó a entrar.

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