Imagino que mi cara estaba para foto, pero él no hizo ningún comentario al respecto. Me dio un par de engargolados gordísimos y me dijo que mi tarea para el día era leerlos, entenderlos y “ponerme la camiseta”.
Lo peor de todo es que, al leer los documentos que me pasó, me di cuenta de que era verdad todo lo que me había dicho. En los engargolados había pruebas irrefutables de que una tormenta cósmica se acercaba a la Tierra desde otra dimensión y nuestras opciones eran solamente dos: que se reuniera suficiente gente adiestrada para generar un campo magnético que la rechazara o disolvernos en la nada. Lo que más me aterró fue que los textos estaban redactados de un modo tal que se tenía que creer en ellos incluso si uno no lo deseaba o si, como es mi caso, no sabía nada de ciencia. Leí todo y supe que era verdad. Supe que no dejaría de creer nunca.
Así, aterrorizada, fui al privado de Phil.
—¡Tenemos que difundirlo, llamar a los periódicos, que todo mundo sepa! —estaba yo histérica.
—Cálmate, niña. Si hacemos eso, vamos a tener millones de personas al borde del colapso, justo como estás tú. Eso no sirve de nada. Lo que tienes que hacer es ser discreta y confirmar a los asistentes de la siguiente reunión. Ése es tu granito de arena.
Vinieron días todavía peores. Encima de que tenía que estar haciendo llamadas desde las siete de la mañana hasta las once de la noche, me daba pavor que no consiguiéramos nuestra meta. Y me pesaba muchísimo no poder contarle nada a mi novio o a mis amigos. Aunque, claro, ni siquiera los veía.
El humor de Phil era otro problema: cada vez más voluble, se enojaba de todo y luego se contentaba como si nada. Me hacía la ley del hielo si desde su punto de vista me había equivocado en algo y cuando me perdonaba me dejaba algún regalo sobre mi escritorio, o me llamaba al teléfono de la oficina desde su extensión para contarme cualquier tontería.
—Tenemos mil doscientos confirmados, Phil. ¿Será suficiente?
—Para esta reunión necesitaríamos unos dos mil. Háblales aunque sea de madrugada. Y prepárate, la última va a estar más difícil.
Casi me mudé a vivir en la oficina.
Mi mamá me habló muy preocupada. Me dijo que temía que me hubiera metido en negocios sucios. Se enojó porque me tuve que despedir a los dos minutos.
—Ái me hablas cuando volvamos a existir para ti —dijo antes de colgar.
Toño me condicionó:
—Entiendo que eres responsable y que te importa tu chamba. Entiendo que viene un evento importante. Pero si después de eso sigues en las mismas, cortamos.
Con todo, logré que confirmaran dos mil doscientos. Pensé que Phil me invitaría a la reunión, pero no mencionaba nada, así que le pregunté.
—No estás lista; ya te dije que tu parte es otra.
Supongo que puse cara de decepción, porque añadió:
—Lo que haces es tan importante o más que lo que hace la gente que va. Y piensa que a la siguiente tenemos que ser cinco mil. Ve pensando en dónde podría ser.
A lo mejor no nací para ser heroína. La sola idea de tener que conseguir un lugar para cinco mil personas “barato, céntrico y discreto” (como me había encargado Phil) me pesaba. Eso por no hablar de todas las llamadas que habría que hacer. ¿Y si al final no conseguíamos salvar al mundo? Otra gente habría pasado sus últimos días a gusto, yendo a bailar, comiendo sabroso o cogiendo, mientras yo habría vivido colgada del teléfono, soportando a un jefe bipolar.
Cuando Phil me pasó el archivo con diez mil contactos y me dijo que teníamos un mes para confirmarlos, me pregunté si no sería mejor, de veras, que se acabara el mundo. Pero de inmediato me arrepentí. Tenía que sacrificarme por mi mamá, mi novio, mis amigos. Y también porque tenía el sueldo de varios meses acumulado en mi cuenta: a la fecha no había tenido tiempo de gastármelo en la ropa fina y los zapatos cucos que me habían profetizado.
—Oye, Phil, ¿y no estaría bien contratar a alguien más? Digo, entre dos lo haríamos más rápido… —me atreví a sugerir.
Me miró como si le hubiera mentado la madre.
—¿Qué tan difícil es agarrar el teléfono y hacer una llamada? Si te aplicaras, podrías hacer treinta o cuarenta en una hora. ¡Trescientas en un día, y sin quedarte hasta muy tarde!
Una matemática excelente, siempre y cuando cada vez me contestara de inmediato justo la persona a la que le tenía que llamar, que me escuchara con atención y no tuviera ninguna duda, que tuviera un lápiz y un papel a la mano y no me pidiera que le dictara más despacio la dirección de la sede de la reunión. También haría falta que nunca se me secara la garganta ni necesitara ir al baño ni estornudara…
La verdad es que me ofendió por insensible. Supongo que se me notó, porque de inmediato cambió el tono para ser otra vez el jefe amable y comprensivo:
—Mira, niña, te prometo que cuando salvemos el mundo todo va a cambiar. Lo haremos público y ganaremos un dineral. Claro, entonces habrá más trabajo, pero será mucho mejor pagado.
—Phil, si salvamos el mundo…
—¿Cómo que “si salvamos”? ¿No confías en mí? Di “cuando salvemos” —me interrumpió.
—Bueno. Cuando salvemos. Cuando salvemos el mundo… yo voy a renunciar. No puedo seguir haciendo esto.
Mi jefe soltó una carcajada larga.
—¿Estás loca? ¿No te acuerdas del contrato que firmaste? Te comprometiste a trabajar de por vida en esto. Nuestra misión es demasiado delicada como para dejarte ir.
Cuando llegué a mi casa leí por primera vez mi copia del contrato. Era verdad. Decía que yo trabajaría para siempre con Phil y que si algo me pasaba, él no sería responsable. Estaba redactado del mismo modo que los documentos que probaban el fin del mundo: quien lo leyera sabría que yo era, de hecho, propiedad de Phil, y no lo dudaría nunca. Yo no lo dudaba. Era una pesadilla.
Pasé los siguientes días haciendo llamadas telefónicas como sonámbula. Casi lograba las trescientas diarias.
Cuando llegaba a casa sólo quería dormir, pero al acostarme se me espantaba el sueño y pasaba horas mirando el techo, pensando en qué nuevos arranques habría que aguantarle a Phil al día siguiente. Mis ojeras ya eran imposibles de disfrazar con maquillaje.
La noche antes de la reunión, Phil me llamó a su privado.
—Querida, estamos a punto de hacer historia. Mañana a las cinco de la mañana crearemos una nube energética a través de la mente colectiva de todos los invitados. A las diez de la mañana seremos héroes. Te acabo de mandar un correo con nuestros contactos de prensa, para que en cuanto termine la reunión les llames y programes entrevistas…
Yo ya estaba decidida. Hacía días que había armado mi plan, y también era perfecto. Asentí como si me encantara la idea y le serví un último café. Se lo tomó sin darse cuenta del refractil ofteno que vertí en la taza antes de dársela.
Mientras él se quedaba dormido, tomé su celular, salí de su privado y cerré por fuera con doble llave. Bajé el switch de la electricidad y abandoné la oficina. También cerré la puerta de afuera con doble llave. No había forma de que él pudiera salir para estar a tiempo en la reunión, incluso si despertaba antes de lo previsto. Tiré el teléfono de Phil en un basurero afuera del metro. Luego fui al lugar que había conseguido para la reunión y pegué en las puertas los carteles que imprimí temprano en la oficina: HUBO UN ERROR EN LOS CÁLCULOS: SE POSPONE LA REUNIÓN.
Ya que estuve lejos de ahí le llamé a Toño. Fuimos a un centro comercial, me compré un vestido de marca y unos zapatos cucos. Luego nos metimos al cine y lo invité a cenar en nuestro restaurante favorito. De ahí nos fuimos a su departamento. Reímos, vimos tele, hicimos el amor. Me quedé dormida en sus brazos.
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