El colegio de la orden de la azucena era un estandarte de pensamiento conservador, inclusive, en un año, habíamos tenido una inmigración de estudiantes de otros colegios, porque sus padres alarmados estaban preocupados por el supuesto adoctrinamiento ideológico que recibían. Con mis amigos cercanos, sentíamos que existían situaciones y partes de la historia que no nos habían contado. Los hermanos de la orden de la azucena no tenían elementos para explicar lo que estaba sucediendo en los asfaltos de Sivarnia. La mayor parte de nuestros compañeros no tenían mayor capacidad de entendimiento y eran permeados por la ideología anticomunista prevaleciente en sus hogares de clase media, situación digna de los mejores días de las casacas negras del Duce. Otros seguían la marea por limitaciones o por complejos sociales.
Con algunos de mis amigos, decidimos que había una explicación que no estaba allí y que existía en la inmensa miseria del país un murmullo que había pasado de ser callado a tener voz. Definitivamente, que no teníamos todas las claves para entender lo que estaba sucediendo y funcionábamos más con la sensibilidad. Tuvimos la oportunidad de conocer a un arzobispo, quien, dejando las comodidades y las taras eclesiásticas, había tomado un camino diferente de búsqueda de justicia y denuncia. Nos rebelamos contra el maniqueísmo de nuestros compañeros y la pasividad llegando a cobardía de nuestros educadores. Esto nos trajo enemistades y odios y si no hubiéramos salido del país, lo más seguro es que hubiéramos engrosado la lista de la innumerable cuenta de los privados de mundo que pronto pasarían a un anonimato extremo y se convertirían en el olvido, no sin antes dejar una cicatriz imborrable de dolor en los cercanos a ellos. Años después, nos dimos cuenta lo cerca que estuvimos del peligro, más de lo que imaginábamos. Algunos de nuestros compañeros del colegio fueron miembros de los grupos de exterminio de derecha y uno de ellos tuvo la deshonra de participar en el asesinato del famoso arzobispo. Otro terminó en prisión acusado del caso de desfalco al gobierno más grande en la historia del país.
Nosotros reivindicábamos, no solamente sensibilidad social, sino también una búsqueda espiritual, misma que fue resentida con mucho odio por nuestros compañeros. Lo irónico es que muchos de los que se burlaron de nuestra ingenuidad espiritual son los que después de muchos años, se hicieron miembros activos de todo el espectro de sectas religiosas estrambóticas.
Siempre me he preguntado cómo ha sido posible que se hubiere engendrado en mi promoción personajes extremadamente infames, más allá de la normal desfachatez. La única respuesta que tengo es que fuimos la generación de la explosión volcánica. Fue a mi generación que le tocó exactamente la línea divisoria de otra erupción social en el país y las erupciones siempre generan dolor y sangre. El magma de lo más profundo agota toda su paciencia y tiene que brotar. Nos tocó vivir sin opción, arrebatados como por un torrente de lava en un conflicto que nosotros no los originamos, pero éramos víctimas que necesitábamos tomar posición. Arrasó a algunos a hechos abominables como involucrarse en asesinatos de opositores y los que no tomaron partido también fueron afectados y los que pudieron migrar lo hicieron y los que se quedaron vivieron años de temores, inseguridades y peligros.
En el año memorable del inicio del conflicto armado el dolor y la violencia, como lava sin control, estaba en nuestras aceras. La irracionalidad abundaba rampante en todos los sitios. Los jóvenes inquietos e irreflexivos fueron sumados a la inercia de dicho torbellino social. Diariamente, aparecían cadáveres de las ejecuciones sumarias del régimen militar, el cual bajo la consigna anticomunista eliminaba a sus oponentes. Por el lado de los grupos de izquierda, había también irracionalidad, resentimiento y dogma. Hubo secuestros de hombres de negocios que no tenían ningún involucramiento con la guerra. De estos grupos, tampoco había esfuerzos por detener la pérdida de vidas; al contrario, tenían la certeza de que más mártires a su favor, lejos de amedrentar aumentaban los simpatizantes en sus filas.
En un momento, me di cuenta de que yo no pertenecía a dicho medio. Me sentía tan distante, era una realidad que no podía aceptar y quería ser diferente. Las cosas no tenían sentido si continuaban así. El único escape que tuve fue por medio del estudio. Mis plegarias fueron escuchadas y en esas circunstancias en la cual todos peligrábamos salí del país. Lo dejé en sus peores momentos, con olor a sangre y sufrimiento. Salí como muchos otros, huyendo de un conflicto irracional y buscando prepararme mejor.
En ese tiempo tenía una visión fatalista primitiva, creía que aun con el libre albedrío, el universo y las fuerzas del azar eligen a algunos para participar en el engranaje exacto de causas y efectos. A estos se les da la oportunidad de convertirse en esta historia del universo y depende de su inteligencia y visión de justicia si serán parte del dispositivo o si se quedarán al margen. Muchas veces, estuve cerca de morir, pero una mano celestial intervino en los momentos precisos para librarme del peligro. Pensaba que, aunque es inescrutable la dirección de la historia, la actitud sabia de cumplir el destino hace que la historia se realice y que uno sea parte de ella.
Me establecí en una ciudad en proceso de industrializarse en un desierto del noreste, cercana a la frontera con Estados Unidos. Una ciudad con la pretensión de representar el máximo avance económico, pero atrapada en la desigualdad, violencia y corrupción características. Sin embargo, fue en las librerías de esta ciudad en donde tuve mi encuentro con los clásicos latinoamericanos y universales. Fue allí donde compré mi primera música de la nueva trova cubana.
En la universidad tomé el estudio como una religión y me separaba los fines de semana para estudiar en uno de los salones en el cual observaba a un cerro en forma de silla para versarme en los libros de mi carrera y mi alta dotación de lecturas propias. De los autores que me poseyeron a mis diecinueve años fueron Tolstoi, Hesse y Dostoievski. Leí sin tregua las principales obras de esos grandes maestros. Estas lecturas penetraron en mi sangre y en mi espíritu. Y fue allí también donde hice mis primeros esbozos de poemas, mismos que con excepción de mucha pasión, no tenían mayor profundidad o musicalidad.
La carrera que elegí estaba orientada al servicio comunitario. Sentí que eso era lo que más me acercaba a servir a los demás. Esto fue un cambio radical de lo que inicialmente había manifestado intención de estudiar: sistemas computacionales. No muy tarde, descubrí que la carrera elegida no me gustaba y la mayoría de los profesores no eran ilustrados. Hice dos buenos amigos que se salían de lo convencional. Ambos estaban completamente compenetrados con el estudio y con una visión inmensa de ayudar a los demás. La vida vindicó mi apreciación temprana, una de mis amigas fue, posteriormente, una de las principales sociólogas de la frontera norte, una de las autoridades en los aspectos de violencia en las fronteras y de las mayores líderes para que se esclarecieran los crímenes de mujeres en la frontera.
Traté de hacer ligera mi travesía por dicha ciudad. De los mejores recuerdos que me llevaría, fue mi experiencia de trabajo con un movimiento de posesionarios de tierra. Estaban organizados políticamente y el gobierno les temía. En mi trabajo con ellos pude conocer bien la vida de los suburbios pobres, sus necesidades, el olvido del gobierno de proveerlos de los servicios básicos.
Desde ese tiempo, pude percibir que, tarde o temprano, vendrían manifestaciones de violencia, producto de las pestes sociales que dicho medio poseía, compuesta por una clase política corrupta que abusaba del poder sin límites, y de policías judiciales y federales a los que nada envidiaría los más famosos gánsteres del periodo de la prohibición en Chicago. Por eso, cuando la industria del narcotráfico se fortaleció, fue fácil incorporar a sus filas a miembros de los cuerpos de seguridad y a los políticos.
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