Lo que apreciaba de Tantor es que me hacía reír, lo cual, a esa edad, yo consideraba como un talento extraordinario más importante que ser el más fiel devoto religioso o de ser estudiante ejemplar. Además, coincidíamos con Tantor en jugar en el mismo equipo de fútbol en el cual él era el guardameta y yo me destacaba en el medio campo.
Mi asociación con él me generó problemas relacionados con amores infantiles. Había una niña vecina del colegio, que llamaba nuestra atención aunque nunca le hubiéramos hablado. Decidimos un día enviarle cartas de amor. Yo escribí una carta con sentimientos infantiles y Tantor tuvo la idea de escribirle una carta soez atribuyéndosela a otro de nuestros compañeros, quien según escuchamos, podría ser nuestro rival en amoríos. Tantor fue a dejar las dos cartas en la ventana. No pasó ni un día para que la familia llegara a quejarse con perico pelón. Dada que las misivas habían sido escritas con papeles pertenecientes a una libreta de la cual yo era propietario, fui injustamente acusado de escribir la carta soez sin otorgarme la posibilidad de defensa.
Fue un tiempo pleno de aventuras intensas como para llenar páginas insólitas de anecdotarios. Sin lugar a duda, uno de los momentos más álgidos era en las tarimas del Gimnasio Nacional, apoyando al equipo de baloncesto.
Dentro de este anecdotario, recuerdo la oportunidad en que lo habíamos planificado con dos meses de anticipación. En la final de baloncesto de nuestro querido y campeón colegio, con mis compañeros, saldríamos vestidos de las mascotas de los equipos rivales en los deportes: uno saldría vestido de gato, otro de alacrán, y otro, de mucho peso, tendría el honor de representar al león de nuestro colegio, y yo iría vestido de gallo. Habíamos sido exitosos en conseguir nuestros trajes deportivos. Tramamos el plan, saldríamos antes de la gran final a la cancha y enardeceríamos a las barras de los colegios, haciéndoles creer que representábamos sus estandartes. Después de este teatro barato, nos postraríamos ante el león y lo alzaríamos en hombros, dándole su corona y cetro de campeón.
Llegó el día esperado y salimos a la cancha del gimnasio, cada uno tratando de movilizar a su bando. Yo me acerqué a la barra que me correspondía, y con gesto de mis manos les incité a que aplaudieran, aunque alguien discernió que era una farsa y con mucho tino me lanzó un objeto que hizo impacto en mi cabeza, pero no pasó de dejarme una leve hinchazón. Todo nuestro plan marchaba de maravillas, cuando salió el león, continuamos la comedia y primero lo atacamos entre los tres, para que después reaccionara y nos subyugáramos al león campeón. Y aunque todo marchaba bien, había un detalle, que nuestro espíritu intempestivo y poco analítico no había previsto: el león pesaba más de doscientas libras. Cuando entre los tres, el alacrán, el gato y el gallo lo intentamos levantar y lo llevamos a casi un metro de altura, no pudimos resistir el peso y el león cayó en descenso libre en la tarima del gimnasio, por poco se fractura la columna vertebral. Nuestro colegio quedó campeón, pero nuestro aprendiz de león resultó sufriendo un profundo dolor de espalda.
Mis experiencias más intensas de esos años fue hacer paseos al volcán y observar Sivarnia y el mar no lejos de allí. El mar fue algo íntimo que me permitió, por primera vez, tener la sensación de una naturaleza enérgica que me ampliaba un espacio de libertad que no tenía en la cotidianidad. Fue mi tiempo de surfeador durante el colegio una experiencia maravillosa. Mi indumentaria, mi calzoneta de baño y mi tabla para las olas. Ni las experiencias más intensas en múltiples viajes, podrían sustituir esos pocos minutos y segundos de deslizarme en una ola. Segundos tan intensos como un éxtasis con olor de algas marinas. Grabados permanentemente en mi inventario de experiencias más intensas. Levantarnos temprano para entrar al mar con la primera claridad. Navegar hasta donde se originan las olas, evitando cortinas de olas como tsunamis, y después esperar con todos los sentidos alertas la pared de tres metros que nos permitirá el embelesamiento máximo de la felicidad. En el silencio insólito del mar, observar la costa desde el nacimiento de las olas. Momento sublime de libertad suprema. Integrado absolutamente con la naturaleza, movido por la fuerza vital de una ola gigante. Lo más lejano a la cotidianidad. Ninguna ola es igual ni llegará a serlo. Es Heráclito a la quinta potencia: ¡Si nadie se bañará en el mismo río, mucho menos en una ola traviesa en un mar majestuoso! Cada ola tiene su propia personalidad, su tipo particular de formación, velocidad y soltura. Y los olores y sabores, olor a fino musgo marino y a sal de vida. Es la experiencia sensorial más completa, ni siquiera la ópera ya que le falta lo papilar. Aquí, cada sorbo de agua sabe a todos los viajes marinos y a todos los animales más exóticos del fondo del mar. Definitivamente, jamás cambiaría mis años de surfeador. Experiencia altiva y máxima de amor por lo húmedo, por lo fugaz, o sea por la vida.
El acercamiento al mar fue mi refugio en años de confusión. Me escapaba por las mañanas para poder estar de regreso en Sivarnia. El mar me otorgaba plenitud y libertad en años de búsqueda de genuinidad. La dinámica con mis compañeros cercanos era interesante y cada uno de ellos, un planeta o una isla al estilo de Donne. Uno de ellos era alguien totalmente diferente a los demás. Interesado en estudiar y con un halo que presagiaba que sus años de juegos escolares ya habían pasado. En fin, diferente a nosotros, preocupados nada más por divertirnos y pasarla bien. Aunque Sivarnia era una olla de ebullición, y en el ambiente había como neblina, la certeza, más que presagio, que una hecatombe social como la erupción del volcán se acercaba. A nosotros no nos interesaba el futuro. Sin embargo, él tenía sus aspectos mundanos que hacían transparentar en esa áurea aparentemente hermética una naturaleza viva, que, a veces, entraba en contradicción con su rigidez de objetivos. Él me contaba su experiencia de cuando sirvió de edecán de un campeonato de softball femenino organizado por esas fechas en el país. Además de ser eficiente en su labor, tuvo romances furtivos con alguna de las jugadoras, quienes querían aprovechar también la experiencia de tener un muchacho exótico. Lo cual, él también aprovechó, botando todas sus barreras, como el profesor Fausto tocado por la tentación de la carne.
Tuvimos una educación universal y amplia y desde muy jóvenes leíamos a los clásicos universales y vernáculos, pero solo él, a sus escasos diecisiete años, fundó un periódico donde le dedicó unos artículos al genio checo Kafka. Estos intereses intelectuales, muy por arriba de las preocupaciones cotidianas de todos nosotros, siempre me generaron un gran respeto por él. Posteriormente, la vida nos juntó en ciudades más complejas y con historias vastas: México, Washington y Ginebra. Para esas fechas, yo ya había dejado mis juegos infantiles y tenía preocupaciones intelectuales más profundas. Él, al contrario, siempre tuvo una claridad indeleble de sus intereses por el pensamiento.
Sivarnia, como un volcán, estaba en erupción. Comenzaba una guerra civil que duró más de una década. En pleno año del inicio de la guerra civil, cuando el enfrentamiento era una situación de inercia que nada o nadie podía evitarlos, la suerte estaba decidida y los grupos de izquierda habían emprendido el camino de las armas, y el ejército y la derecha la decisión también con las armas de exterminar a la oposición. Los enfrentamientos eran cotidianos. Aunque siempre había existido la violencia, el país entró en una convivencia con la brutalidad y la muerte que persistió incluso después de la finalización del conflicto. Era como una avalancha de fuego desprendiéndose de las laderas del volcán y destrozando todo a su paso, llenando de fuego y dolor a Sivarnia.
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