Javier Tenorio - Matando al amor

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La otrora locuaz y simpática Laura cierra los ojos para recordar aquellos lejanos días cuando su felicidad era plena; cuando conoció por primera vez el amor, antes de que todo cambiara de repente en su pueblo y en su propia vida.
Una novela corta en donde el autor narra las vicisitudes de un país en guerra con el narcotráfico como protagonista. Un pueblo dominado por la delincuencia que toca la puerta de niños y adolescentes que ignoran lo que sucede a su alrededor y son víctimas de la misma.
Un relato con altibajos emocionales y cambiantes, que puede hacer enamorar, emocionar y llorar en tan pocas páginas.

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En ese momento, Adrián se llevó la mano a la frente y, con fuerza, se retiró el vendaje. De manera intencionada, tropezó contra el borde del piso y cayó al suelo con fuerza, lo que distrajo la atención de los compañeros y permitió que Laura se escabullera sin que su maestro se percatara.

La estrategia funcionó. Al observar su herida, el profesor Belarmino dijo:

—A la enfermería, Gómez.

4

Pasaron unas cuantas semanas desde el inapropiado manoseo que había generado un beneficio inesperado en la incipiente relación. En Adrián emergió un instinto de protección sobre Laura, transmitiendo una necesidad de seguridad que tan solo él podía proveer. Había unas escasas cuatro cuadras desde la escuela hasta la entrada al gran portón de la posada, sin embargo, la cómplice curiosidad de ambos, lograba extender el tiempo mínimo que se requería para llegar hasta su destino. Habían evitado tocar en profundidad el tema de sus respectivos padres... hasta este día.

Durante su camino, debían cruzar el parque principal de Songo, que permanecía en constante construcción. De esa forma los gobernantes de turno pagaban los favores a los comerciantes que financiaban sus campañas. Durante algunos meses podían verse grandes palmeras y guayacanes que no habían llegado a su esplendor cuando eran remplazados por ceibas y samanes. El lugar se encontraba en la zona más céntrica del pueblo, donde también estaban los principales edificios administrativos y la iglesia, al antiguo estilo urbanístico español.

Adrián interpuso el brazo en señal de peligro al sentir un ambiente tenso y enmudecido, solo semejante al silencio sepulcral. La visibilidad se tornó húmeda y borrosa, algo atípico en ese pueblo tropical en donde no existían las estaciones y no se conocía la lluvia. Incluso los perros callejeros habían detenido la búsqueda de sobras de alimentos en las bolsas de basura dejadas a las afueras de las viviendas para prestar total atención a los acontecimientos. Las torcazas habían dejado de revolotear para posarse en la catenaria más próxima y presenciar la escena.

—Ven, ocultémonos —dijo Adrián con pánico.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Es Diego Remigio, mi hermano; el de la camisa de cuadros.

Laura quedó expectante al notar la reacción de Adrián y de inmediato siguió sus indicaciones. Se ocultó detrás de las ramas de un árbol y agudizó todos sus sentidos para analizar en detalle la situación.

Desde la seguridad de la distancia pudo observar que era un desaliñado sujeto que imponía respeto a través del miedo. Se encontraba con los brazos cruzados, observando la escena al detalle desde un par de metros de distancia. Lucía desafiante gracias a su lánguido cuerpo y tez brillante; llevaba una incipiente y descuidada barba que le cubría parte del rostro; usaba una camisa de cuadros rojos con negro de manga corta y un pantalón azul ajustado, y en su cintura se alcanzaba a ver brillar la cacha de un arma. Estaba tranquilo, mirando la escena: dos de los secuaces que siempre lo acompañaban estaban rompiendo una de las vitrinas de un tendero de abarrotes y alimentos empaquetados como señal de advertencia, pues no había logrado reunir el dinero suficiente como aporte semanal a su causa.

—Pero ¿qué es eso? ¿Qué están haciendo? —preguntó Laura anonadada mientras observaba la terrible escena a distancia.

—Ahora te cuento. Viene alguien, ¡mira! —respondió Adrián con evasivas.

Desde su posición, observaron la escena.

—Aprovecha tus últimos días —dijo un voluminoso hombre que caminaba despacio y con seguridad a cada paso.

Diego Remigio viró su cabeza hacia otro lado, para indicar su pasividad a aquellas palabras.

—Por fin te conozco en persona —dijo en voz alta, para que lo escuchara la muchedumbre—. He oído muchas cosas de ti, y por lo visto son ciertas, aunque por suerte eso no va a durar mucho tiempo.

—No te conozco, pero es mejor que sigamos así. ¡Esta parte de Songo es mía!

—Está bien. Me puedes decir Rodríguez. Recuérdalo, porque cuando ganemos las elecciones voy a quitarte todo, el pueblo va a ser del alcalde, ¡no tuyo! —dijo también en voz alta.

—Así que tú eres el famoso Rodríguez, el guardaespaldas de Medardo; el que pretende retomar el pueblo —respondió Diego Remigio con sarcasmo colocándose de frente, a unos diez pies de distancia.

—¡Así es! —respondió Rodríguez con soberbia.

—Todo el pueblo sabe que el alcalde volverá a ser Roberto y, por ende, yo seguiré mandando, así que dile a Medardo que ni lo intente.

—Eso lo veremos.

—De cualquier forma, en caso de que la remota probabilidad se cumpla y tu jefe gane la alcaldía, te espero igual para que vengas por mí, ¡de aquí no me voy!

—Te voy a tomar la palabra.

—No tienes las agallas.

—¡Eso lo veremos! —dijo Rodríguez mientras partía despacio con gesto desafiante.

Tras presenciar la escena, Adrián y Laura continuaron charlando.

—Bueno, Adrián, ya se fue. Ahora sí, cuéntame —dijo Laura seria, con un tono algo fuerte—. ¿Qué hace tu hermano? ¿Por qué le estaban dañando todo el negocio a ese pobre señor? ¿Y quién era ese otro que parecía desafiarlo?

—Está bien —respondió Adrián con resignación al ver que no tenía otra salida más que decir la verdad—. Cálmate, te voy a responder una por una tus preguntas, o al menos las que puedo responderte.

—No entiendo —respondió Laura con ansiedad.

—A ese señor de bigote no lo conozco, pero según alcancé a escuchar, es el jefe de seguridad de Medardo, el que se está postulando para ser alcalde en las elecciones del próximo mes. Si llega a ganar, mi hermano es el primer perdedor, pues el poder que él tiene se lo debe a Roberto.

—Pero, no entiendo. ¿Qué poder tiene? ¿Qué hace tu hermano?

—La mitad de Songo es de mi hermano y el alcalde le deja hacer lo que le da la gana mientras cumpla ciertas órdenes.

—¿Qué órdenes?

—Órdenes de seguridad. Mi hermano tiene que controlar a los ladrones, que no se pasen para el barrio de los niños ricos, así, los que patrocinaron al alcalde están tranquilos; la percepción de seguridad se mantiene alta; el alcalde puede gobernar tranquilo y mi hermano puede hacer lo que le plazca.

—Claro, entiendo, es muy inteligente.

—Sí, así es, aunque me pareció extraña la forma de hablar de ese señor. Nunca había visto a nadie que se enfrentara a mi hermano con tanta seguridad.

—Pero ¿a qué te refieres?

—Mi hermano ya sabe cómo se ganan las elecciones. Los candidatos no solo dan órdenes a mi hermano, sino que ellos mismos suplican su respaldo para ganar la alcaldía. Pero este señor habló con mucha seguridad; es como si ya supiera el ganador.

—¿Cómo es eso? Yo pensaba que ganaba el que más votos tuviera. ¿A qué te refieres?

—En parte es cierto, pero los votos que sacan son los votos que mi hermano consigue, por las buenas o por las malas.

—¿Cómo?

—Sencillo, por las buenas quiere decir que reciben dinero y por las malas quiere decir que son amenazados de muerte.

—¡No puedo creer esto! —respondió Laura asombrada por esas palabras.

—¿Y entonces por qué crees que va a ser diferente ahora?

—En realidad no creo, mi hermano es muy hábil, no creo que ahora se vaya a dejar quitar el poder que ha conseguido.

—Sí, es verdad, entiendo. Bueno y aparte de seguir órdenes del jefe, ¿qué más hace tu hermano?

—Distribuye droga en todos los colegios y el sector en general; así mismo, se encarga de las cobranzas y todo el dinero que consigue se lo gasta en drogas, mujeres y licor.

—¿Y entonces por qué estaba dañándole todo el negocio a ese pobre señor?

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