—¿Te podemos invitar a un café? —dijo el tipo.
Nunca digo que no a un café, pero ya había estado mucho rato sentado, así que acepté solo café para llevar. Podíamos beber el café y hablar mientras andábamos. Paramos en el siguiente Starbucks que vimos, que como en la mayoría de las ciudades estaba a medio bloque de distancia. Pasé por alto todos los cafés sofisticados y pedí un café de filtro americano de la casa, grande, negro, sin margen para crema. Mi pedido estándar, en Starbucks. Un buen grano, en mi opinión. No es que me importe realmente. Para mí lo único que importa es la cafeína, no el sabor.
Salimos y seguimos por la Octava. Pero cuatro personas formaban un grupo incómodo para una conversación móvil y el tráfico era ruidoso, así que terminamos diez metros hacia el interior de una calle transversal, estáticos, conmigo en la sombra, apoyado en una baranda, y los otros tres al sol enfrente de mí e inclinados hacia mí como si tuviesen que marcar algunos puntos. A nuestros pies de una bolsa de basura rota brotaban sobre la acera animadas secciones del diario del domingo. El tipo que hablaba dijo:
—Nos estás subestimando seriamente, no es que queramos empezar a ver quién mea más lejos.
—Vale —dije.
—Eres exmilitar, ¿no?
—Ejército —dije.
—Todavía tienes el porte.
—Vosotros también. ¿Fuerzas Especiales?
—No. No llegamos hasta ahí.
Sonreí. Un hombre honesto.
El tipo dijo:
—Nos contrataron como sección local para una operación temporal. La mujer muerta llevaba un objeto de valor. Está en nuestras manos recuperarlo.
—¿Qué objeto? ¿Qué valor?
—Información.
—No les puedo ayudar —dije.
—Nuestro jefe estaba esperando unos datos en soporte digital, en un chip de ordenador, como una memoria externa USB. Nosotros le dijimos que no, que eso es demasiado difícil de sacar del Pentágono. Dijimos que tendría que ser verbal. En plan leer y memorizar.
No dije nada. Volví a pensar en Susan Mark en el metro. El balbuceo. Quizás no estaba ensayando súplicas o justificaciones o amenazas o argumentos. Quizás estaba repasando los detalles que se suponía que tenía que entregar, una y otra vez, así no se los olvidaba o los confundía a causa de su estrés y su pánico. Aprendiendo por repetición. Y diciéndose a sí misma: estoy obedeciendo, estoy obedeciendo, estoy obedeciendo . Tranquilizándose a sí misma. Esperando que todo terminara bien.
—¿Quién es vuestro jefe? —pregunté.
—No lo podemos decir.
—¿Con qué la presionaba?
—No lo sabemos. No lo queremos saber.
Bebí un poco de café. No dije nada.
El tipo dijo:
—La mujer habló contigo en el metro.
—Sí —dije—. Así es.
—Por lo que ahora la presunción operativa es que lo que fuera que ella sabía tú lo sabes.
—Es posible —dije.
—Nuestro jefe está convencido de ello. Lo cual supone un problema para ti. Unos datos en un chip de ordenador, no implican gran cosa. Podríamos darte un golpe en la cabeza y vaciarte los bolsillos. Pero algo en tu cabeza habría que extraerlo de alguna otra manera.
No dije nada.
El tipo dijo:
—Así que de verdad nos tienes que decir lo que sabes.
—¿Para que parezcáis competentes?
El tipo asintió con la cabeza:
—Para que tú sigas de una sola pieza.
Tomé un poco más de café y el tipo dijo:
—Te lo estoy pidiendo de hombre a hombre. De soldado a soldado. No se trata de nosotros. Volvemos sin nada, y sí, seguro que nos despiden. Pero el lunes por la mañana estaremos trabajando de nuevo, para alguna otra gente. Pero si nosotros nos quedamos al margen de esto, tú te quedas al descubierto. Nuestro jefe trajo todo un equipo. Ahora mismo están a raya, porque no encajan aquí. Pero si nosotros desaparecemos, ellos pasan a estar sueltos. Sin alternativa. Y en serio que no los quieres hablando contigo.
—No quiero a nadie hablando conmigo. Ni a ellos, ni a vosotros. No me gusta hablar.
—Esto no es una broma.
—Exactamente. Murió una mujer.
—El suicidio no es un crimen.
—Pero lo que sea que la haya llevado a hacerlo lo podría ser. La mujer trabajaba en el Pentágono. Eso es seguridad nacional, ahí mismo. Deberíais ser más listos y adelantaros. Deberíais hablar con el Departamento de Policía de Nueva York.
El tipo asintió con la cabeza:
—Iría a la cárcel antes que involucrarme con esta gente. ¿Escuchas lo que estoy diciendo?
—Te escucho —dije—. Os habéis acostumbrado a los cazadores de autógrafos.
—Nosotros somos los guantes de seda aquí. Deberías aprovechar.
—Vosotros no sois guantes de ningún tipo.
—¿Qué fuiste, cuando prestabas servicio?
—Policía militar —dije.
—Entonces eres hombre muerto. Nunca viste nada como esto.
—¿Quién es?
El tipo simplemente negó con la cabeza.
—¿Cuántos son?
El tipo volvió a negar con la cabeza.
—Dame algo.
—No estás escuchando. Si no hablo con la policía, ¿por qué demonios hablaría contigo?
Me encogí de hombros y me terminé el vaso y con un empujón me separé de la barandilla. Di tres pasos y arrojé el vaso en un cubo de basura. Dije:
—Llama a tu jefe y dile que él tenía razón y que vosotros estabais equivocados. Dile que la información de la mujer estaba toda en un USB, que ahora mismo está en mi bolsillo. Después renunciad por teléfono, iros a casa y alejaros de mi camino.
Crucé la calle entre dos coches en movimiento y me dirigí hacia la Octava. El líder me llamó, con un grito. Dijo mi nombre. Me di la vuelta y lo vi sosteniendo el teléfono con el brazo extendido. El teléfono apuntaba hacia mí y él estaba mirando la pantalla. Después lo bajó y los tres tipos se alejaron y una camioneta blanca pasó entre nosotros y se perdieron de vista antes de que me diera cuenta de que me habían fotografiado.
Los locales de Radio Shack tienen una décima parte de la presencia que tienen los Starbucks, pero nunca están a más de unos bloques de distancia. Y abren temprano. Entré en el primero que vi y un chico del subcontinente indio se acercó a atenderme. Parecía entusiasmado. Quizás yo era el primer cliente del día. Le pregunté por móviles con cámara. Me dijo que prácticamente todos tenían cámara. Algunos incluso tenían vídeo. Le dije que quería ver cuán bien salían las fotos. Cogió un teléfono cualquiera y yo me paré al fondo del local y él me fotografió desde la caja. La imagen resultante era pequeña y le faltaba definición. Mis rasgos estaban borrosos. Pero mi tamaño y mi silueta y mi postura en conjunto estaban captados bastante bien. Lo suficientemente bien como para ser un problema, en todo caso. Lo cierto es que mi cara es común y corriente. Muy olvidable. Mi suposición es que la mayoría de la gente me reconoce por mi silueta, que no es común.
Le dije que no quería el teléfono. Intentó venderme en lugar de eso una cámara digital. Estaba llena de megapíxeles. Iba a sacar fotos mejores. Le dije que tampoco quería una cámara. Pero le compré una memoria extraíble. Un USB, para datos de ordenador. De la menor capacidad que tenía, el precio más bajo. Era solo para aparentar, y no quería gastar una fortuna. Era una cosa diminuta, en un paquete grande de plástico duro. Hice que el chico me lo abriera con unas tijeras. Con cosas como esas te puedes romper los dientes. El dispositivo venía con dos fundas distintas de neopreno suave para elegir, azul o rosa. Usé la rosa. Susan Mark no había tenido particularmente el aspecto de ser una mujer de las que usan rosa, pero la gente ve lo que quiere ver. Una funda rosa equivale a una propiedad de mujer. Me guardé el USB en el bolsillo junto a mi cepillo de dientes y agradecí al chico su ayuda y dejé que él se deshiciera de la basura.
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