1 ...7 8 9 11 12 13 ...22 —Kinko’s es un lugar maravilloso —dije—. ¿No? Quizás me haga unas tarjetas en las que ponga John Smith, Rey del Mundo.
—La tarjeta es fiable —dijo el tipo—. Y nosotros somos legales.
—¿Para quién trabajan?
—No se lo podemos decir.
—Entonces no les puedo ayudar.
—Mejor que hable con nosotros antes que con nuestro jefe. Podemos mantener las cosas civilizadas.
—Ahora de verdad tengo miedo.
—Solo un par de preguntas. Eso es todo. Ayúdenos. Somos simples trabajadores, intentando que nos paguen. Como usted.
—Yo no soy un trabajador, soy un caballero del ocio.
—Entonces mírenos desde las alturas de su elevada posición y ténganos piedad.
—¿Qué preguntas?
—¿Ella le dio algo a usted?
—¿Quién?
—Usted sabe quién. ¿Recibió usted algo de ella?
—¿Y? ¿Cuál es la siguiente pregunta?
—¿Ella dijo algo?
—Dijo de todo. Estuvo hablando todo el viaje de Bleecker a Grand Central.
—¿Diciendo qué?
—No escuché mucho de lo que decía.
—¿Información?
—No escuché.
—¿Mencionó nombres?
—Puede que sí.
—¿Dijo el nombre Lila Hoth?
—No que yo escuchara.
—¿Dijo John Sansom?
No respondí. El tipo preguntó:
—¿Qué?
—Escuché ese nombre en algún lugar —dije.
—¿De ella?
—No.
—¿Ella le dio algo?
—¿Un algo de qué tipo?
—Cualquier cosa.
—Dígame qué importa.
—Nuestro jefe quiere saberlo.
—Dígale que venga a preguntarme en persona.
—Mejor hablar con nosotros.
Sonreí y seguí andando, por el callejón que habían formado. Pero uno de los tipos de la derecha dio un paso al lado e intentó hacerme retroceder. Le di con el hombro en el pecho y lo saqué girando de mi camino. Me vino a buscar de nuevo y me detuve y seguí y amagué a la izquierda y a la derecha y me puse detrás de él y le empujé fuerte por la espalda para que se tropezara delante de mí. Su americana tenía una sola abertura central. Sastrería francesa. Los trajes británicos tienden a las aberturas laterales y los trajes italianos tienden a la ausencia de aberturas. Me incliné y agarré un faldón con cada mano y tiré y rompí las costuras de abajo arriba a lo largo de la espalda. Después le volví a empujar. Se tropezó hacia delante y giró bruscamente hacia la derecha. La americana le colgaba del cuello. Desabotonada por delante, abierta por atrás, como una bata de hospital.
Después corrí tres pasos y me detuve y me di la vuelta. Habría tenido mucho más estilo simplemente seguir andando despacio, pero habría sido también mucho más tonto. La despreocupación es buena, pero estar preparado es mejor. Los cuatro quedaron atrapados en un momento de verdadera indecisión. Querían venir a buscarme. Eso estaba claro. Pero estaban en la calle 35 Oeste al amanecer. A esa hora prácticamente todo el tráfico serían policías. Así que al final simplemente me miraron mal y se fueron. Cruzaron la 35 en fila india y se dirigieron hacia el sur en la esquina.
Ya terminó.
Pero no había terminado. Me di la vuelta para irme y un individuo salió de la comisaría del distrito y corrió hacia mí. Camiseta gris arrugada, pantalón deportivo rojo, pelo canoso desparramado para todos lados. El miembro de la familia. El hermano. El policía de un pueblo pequeño de Jersey. Llegó hasta donde estaba y me agarró fuerte del codo y dijo que me había visto dentro y que había imaginado que yo era el testigo. Después me dijo que su hermana no se había suicidado.
Llevé al individuo a una cafetería en la Octava Avenida. Hace mucho tiempo me mandaron a un seminario de la Policía Militar de un día en Fort Rucker, para aprender sensibilidad en torno a las personas en duelo. A veces los policías militares tienen que llevar malas noticias a los parientes. Los llamamos mensajes de la muerte. Se admitía ampliamente que mis capacidades eran deficientes. Yo solía entrar y simplemente decirles. Pensaba que eso era lo natural de un mensaje. Pero aparentemente estaba equivocado. Así que me mandaron a Rucker. Aprendí cosas importantes ahí. Aprendí a tomarme las emociones en serio. Por sobre todas las cosas aprendí que los cafés y los restaurantes y las cafeterías eran buenos ambientes para las malas noticias. La atmósfera pública limita las probabilidades de que alguien se desmorone, y el proceso de pedir y esperar y beber puntúa el flujo de información de un modo que lo vuelve más fácil de asimilar.
Nos ubicamos en una mesa con butacas al lado de un espejo. Eso también ayuda. Uno se puede mirar con el otro en el reflejo. Cara a cara, pero no realmente. El sitio estaba casi medio lleno. Policías de la estación del distrito, taxistas camino a los garajes del West Side. Pedimos café. Yo quería comida también, pero no iba a comer si él no comía. No es respetuoso. Dijo que no tenía hambre. Me quedé sentado en silencio y esperé. Déjalos que hablen primero, habían dicho los psicólogos de Rucker.
Me dijo que se llamaba Jacob Mark. Originalmente Markakis en los tiempos de su abuelo, en aquella época en que un apellido griego no era bueno para nadie, salvo si estabas en el negocio de los ultramarinos, caso que no era el de su abuelo. Su abuelo estaba en el negocio de la construcción. De ahí el cambio. Dijo que le podía decir Jake. Yo le dije que me podía decir Reacher. Me dijo que era policía. Le dije que yo también lo había sido en algún momento, militar. Me dijo que no estaba casado y que vivía solo. Le dije que yo igual. Establece intereses comunes, habían dicho los profesores en Rucker. De cerca y mirando más allá de su desaliño físico era un hombre normal que estaba bien. Tenía el lustre cansado de cualquier policía, pero por debajo de eso había un hombre suburbano normal. Con un asesor vocacional distinto podría haber sido profesor de ciencias o dentista o gerente de un negocio de repuestos para coches. Tenía entre cuarenta y cincuenta años, estaba ya muy canoso, pero su rostro era juvenil y sin arrugas. Sus ojos estaban oscuros y grandes y fijos, pero era temporal. Unas horas antes, cuando se había ido a acostar, debió haber sido un hombre apuesto. Me agradó al verlo, y su situación me daba pena.
Tomó aire y me dijo que su hermana se llamaba Susan Mark. En algún momento Susan Molina, pero divorciada hacía muchos años y desde entonces Mark de nuevo. Ahora viviendo sola. Hablaba de ella en presente. Estaba muy lejos de la aceptación.
Dijo:
—No se puede haber matado. Es que no es posible.
—Jake, yo estuve ahí —dije.
La camarera nos trajo el café y por un momento lo bebimos en silencio. Pasando el tiempo, dejando que la realidad surtiera efecto un poco más. Los psicólogos de Rucker habían sido explícitos: las personas que acaban de perder a un ser querido de manera repentina tienen el coeficiente intelectual de un perro labrador. Poco delicados, porque eran del Ejército, pero precisos, porque eran psicólogos.
—Cuéntame entonces qué fue lo que pasó —dijo Jake.
—¿De dónde eres? —le pregunté.
Mencionó un pueblo pequeño en el norte de Nueva Jersey, dentro del área metropolitana de Nueva York, lleno de personas que hacen el viaje de ida y vuelta a diario y de dedicadas madres de clase media, gente próspera, segura, contenta. Dijo que el departamento de policía tenía un buen presupuesto, estaba bien equipado y era por lo general tranquilo. Le pregunté si su departamento tenía una copia de la lista israelí. Dijo que después de lo de las Torres Gemelas a todos los departamentos de policía del país los habían atiborrado de documentos, y que a todos los oficiales les habían obligado a aprenderse todos los puntos de todas las listas.
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