Esta suspensión en imágenes sucede contra el fondo de la ciudad de Sevilla, un monstruo que pocas veces ha sido mejor comprendido que en la pluma cervantina. Paradigma de la ciudad devoradora en una era en la que el campo se desvanecía, epítome del laberinto urbano que todo lo engulle y mata, Sevilla es la ciudad de Lope de Rueda y de los rufianes más queridos por Cervantes; es la urbe de don Juan y de Guzmán de Alfarache, la urbe de los sueños truncos y los cautiverios breves, quién sabe si injustos. Sevilla es Babel, el paraíso bello aunque por dentro putrefacto de la simulación; es la ilusoria plenitud del siglo xvi, gomia y tarasca, espejo cóncavo donde se reflejan los auténticos rostros de la represión imperial y eclesial. Allí vivió y estuvo preso Cervantes; a esta ciudad y a su máquina grande dedicó el melancólico soldado un satírico poema; en Sevilla se intoxicaron la Camacha y el rufián Lugo, allí se embozaron las Españas corrompidas y vencidas y se encerraron para aniquilarse el viejo celoso Cañizares en vano intento de proteger a su amada esposa del donjuanesco Loaysa. Espantado y atraído como sus personajes, Cervantes ve en Sevilla una atroz casa de espejos donde mundo y ultramundo son más semejantes de lo que uno buenamente pudiera desear. Esta ciudad habría sido descrita por Teresa de Ávila en su Libro de las Fundaciones como un lugar donde "los demonios tienen más o menos mano allí para tentar". Pues bien, Cervantes encontró esos demonios, se dejó tentar por ellos y puede que hasta se haya convertido en uno de ellos para luego escribirse, escribirlos. Al reflejarse en el espejo cóncavo del mundo hampesco, la mascarada de la ciudad suntuosa muestra las verdaderas miserias de la humanidad. Así como dos números negativos al multiplicarse se traducen en un número positivo, la realidad espeluznante de la España habsbúrgica del arriba y el abajo se convierte en arte. En el dédalo sevillano hay otros dédalos, pero en el centro de todos ellos no está el rey sino Monipodio, rufián, ordenador, transformador, regidor, él sí, de las vidas y las almas. Monipodio, demoníaco, es providente y justo y digno por simple contraste con la deshonestidad simulada y simuladora de las autoridades filipinas. Corte de milagros, agitanada distopía negra, la de Monipodio es ciertamente la verdadera arcadia de un Cervantes furibundo, emponzoñado y harto de la sociedad que lo derribó hace tiempo en su propia quijotada. Los marginados como él, si bien parecen miserables, son los únicos que pueden entenderlo, y son también los únicos a quienes podemos entender quienes nacimos con él a la modernidad. Aunque las caras de Dios sean poco conocidas y las buenas gentes sean ladrones, prostitutas y delincuentes, la libertad pura en Sevilla no existe porque nada existe sin matices en la tierra. Aquí la piedad está al alcance de los impíos, aquí Satanás es servidor de la divinidad, su aliado más caro, su demiurgo. En este lugar algo queda de la belleza luciferina y paradisíaca, Monipodio es tan digno de educar e impartir justicia como los alcaldes que le temen. Sólo ante este juez pueden los hombres de la España quinientista ser hijos de sus obras.
Ignacio Padilla
Santiago de Querétaro, 2014
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