Carl Gustav Jung nació y murió en Suiza. Desde pequeño padeció una religiosidad anquilosada, desconectada de la experiencia de lo sagrado, aunque tuvo algunos sueños que habrían funcionado como una suerte de compensación de este vacío espiritual. Estudió medicina en Basilea pero, desde joven, sus intereses fueron vastos y delatan su cosmovisión: leía los clásicos, Paracelso, Mesmer, Swedenborg, Kant, Schopenhauer, Eduard von Hartmann y, sobre todo, a Goethe y a Nietzsche. En 1900 ingresó en Burghölzli, la clínica psiquiátrica de Zúrich dirigida por Eugen Bleuler. En 1902 publicó su tesis en la que sostiene que los fenómenos ‘ocultos’ merecen atención, pues dan cuenta del carácter autónomo y creador de lo inconsciente. A partir de 1904, publicó trabajos relacionados con sus experimentos de asociación de palabras que le permitieron acuñar el concepto de ‘complejo’. En 1907 comenzó su colaboración con Freud, quien pronto lo consideró su ‘heredero’, que duró hasta 1913. En 1912 Jung publicó Transformaciones y símbolos de la libido (reelaborado en 1952) que determinó su separación definitiva del psicoanálisis. Allí se lee que los símbolos funcionan como transformadores: transfieren la libido de una forma ‘inferior’ a una ‘superior’. La libido no es meramente sexual y demuestra carácter prospectivo, orientador y creativo:
“…hacía falta un hombre que primero experimentara, en sí mismo, el doble aspecto de la psique, y tomara conocimiento, en sí mismo, de la legitimidad de la totalización (o individuación)”. ( 40)
En ese sentido, El libro rojo no es stricto sensu una obra científica, pero en sentido amplio (y profundo) es un “experimento científico”, como el mismo Jung lo llama, que le sirve para fundamentar empíricamente su teoría, pues él mismo debía llevar a cabo la experiencia originaria y esforzarse por fijarla sobre un fondo de realidad; de no ser así, se hubiera quedado en meras especulaciones subjetivas incapaces de cobrar vida. Por eso insiste en que toda su obra proviene de las imaginaciones y sueños iniciales.
Quizá, una primera aproximación a la génesis de El libro rojo pueda hacerse, a partir de aquel primer sueño que Jung recuerda y que lo iniciara en “los secretos de la tierra”. Se encontraba en un prado y descubrió un hoyo tapiado, rectangular, por cuyas escaleras descendió titubeando. Tras unas cortinas divisó un suntuoso trono real. Allí había una figura elevada de carne y piel, llena de vida, pero sin rostro ni cabello y con un solo ojo que miraba fijo hacia arriba. Luego escuchó el grito de su madre: “Sí, mírale. ¡Es el ogro!”. ( 41) El encuentro con esta figura vital del inframundo, tal vez podría considerarse in nuce lo que más tarde aparecería como el “espíritu de la profundidad”, cuyo símbolo prístino, la serpiente, será el leitmotiv del libro. Pero, sin duda, lo que preparó el terreno para El libro rojo fue el profundo y comprometido estudio que Jung le dedicó a la mitología y que, de alguna manera, quedó plasmado en la obra recién mencionada Transformación y símbolos de la libido. De aquella época, Jung cuenta:
“Me parecía que estaba viviendo en un asilo para enfermos mentales que yo mismo había creado. Andaba con todas estas figuras fantásticas: centauros, ninfas, sátiros, dioses y diosas, como si ellos fuesen pacientes que yo estuviese analizando. Leía un mito griego o negro como si un alienado me estuviese contando su anamnesis”. ( 42)
Es importante tener en cuenta que no está psicopatologizando la mitología, sino que, desde un punto de vista psicológico, descubre y experimenta el ámbito donde es posible establecer el diálogo con lo inconsciente a través de figuras míticas. Esto lo llevó a preguntarse por su propio mito, en pocas palabras, cuál es el sentido de su propia existencia dentro de su comunidad y en el lugar y tiempo que le tocó vivir. Quien cree que vive sin un mito o fuera de él:
“…es un desarraigado que no se halla sinceramente vinculado con el pasado, con lo ancestral (que siempre vive en él), ni con la sociedad humana actual. No habita en una casa como los demás, ni come y bebe como los demás, sino que lleva una vida para sí, embrollado en un delirio subjetivo fraguado por su entendimiento, convencido de que ese delirio es precisamente la verdad descubierta”. ( 43)
En estas elocuentes palabras, escritas en el prólogo de la reedición de esta obra cuarenta años después de ser publicada, se encuentra una descripción del hombre actual y, además, —lo que es más lamentable— se mantiene el eco profético. Con todo, continúa diciendo:
“Me sentía acosado a preguntarme muy en serio: ‘¿Qué es el mito que tú vives?’ No podía dar una respuesta a esa pregunta, sino que tenía que confesarme que yo no vivía propiamente con un mito ni dentro de él, antes bien en una insegura nube de posibilidades de opinión que, en todo caso, yo consideraba con creciente desconfianza. No sabía que vivía un mito, y aun cuando lo hubiera sabido, no por eso habría conocido el mito que disponía de mi vida prescindiendo de mi mente”. ( 44)
Ciertamente, era necesario participar de su mito, vivirlo, para conocerlo realmente:
“De ahí resultó naturalmente la resolución de aprender a conocer ‘mi’ mito, y consideré que esa era la misión por antonomasia, pues —me dije— ¿cómo podría tener en cuenta frente a mis pacientes mi factor personal, mi ecuación personal, tan indispensable para el conocimiento del otro, si no tuviera consciencia de él?”. ( 45)
En ese entonces, ya estaban dadas las condiciones para la profunda indagación a la que se dedicó como un verdadero pionero que se dispone a explorar tierras ignotas.Por cierto, no podemos seguir la evolución de la obra junguiana que se reelabora y amplía permanentemente. Los desarrollos teóricos se consignan en los volúmenes
6, 7, 8 y 9/1; su lectura de la cultura, en los volúmenes 9/2 a 15; las cuestiones psicoterapéuticas, en el volumen 16; las cuestiones de psicología evolutiva, en el 17. En realidad, cada tema supone el resto y los 220 trabajos de la Obra Completa deberían integrarse con la lectura de sus seminarios, cartas, memorias, con el estudio de sus fuentes filosóficas, científicas, religiosas y mitológicas y, sobre todo, con las experiencias cuidadosamente anotadas de El libro rojo. La importancia de este último trasciende el ámbito de lo subjetivo. Jung comprendió que las intuiciones conquistadas allí no están destinadas solo para él, sino que son una respuesta al Zeitgeist, al espíritu de este tiempo, constelado sobre el polo de la justificación, la utilidad y el valor, como se señala en su comienzo. Retrospectivamente, varios años más tarde, diría: “Cuando hoy vuelvo la vista atrás y medito sobre el sentido de lo que me sucedió en la época de mi trabajo sobre las fantasías me parece como si hubiese presentado ante mí una embajada con plenos poderes. En las imágenes, había cosas que no solo me afectaban a mí, sino también a muchos otros. De ello resultó que ya no pudiera considerar que me pertenecían a mí nada más. A partir de entonces, mi vida pertenecía a lo universal”. ( 46) Ante el embate de lo inconsciente, a diferencia de Nietzsche, supo asirse a la vida cotidiana mediante tres anclas: la vida familiar, su profesión de psicólogo clínico y el ejercicio físico de navegar a vela por el lago de Zúrich. Eventualmente practicaba yoga, aunque solo hasta conseguir serenarse y poder continuar el diálogo con el espíritu de la profundidad.
Pero en aquel entonces se abría un abismo entre él y su prójimo. Necesitaba encontrar la forma de elaborar el material y emprender el camino de vuelta:
“Mi ciencia fue el medio y la única posibilidad de salir de aquel caos”. ( 47)
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