Peter Szendy
Bajo escucha
Estética del espionaje
Traducción de Hugo Alejandrez
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Índice
Bajo escucha. Estética del espionaje Peter Szendy Bajo escucha Estética del espionaje Traducción de Hugo Alejandrez
Entrada. Los espías de Jericó entrada los espías de jericó
Vigilar y escuchar vigilar y escuchar
Escuchas anteriores a la escucha
Sobreescucha y diafonía
Breve historia de los grandes oídos (hacia la panacústica)
Dominio y métrica de Fígaro
Las épocas del miedo
Teleescucha y televigilancia
Conversación secreta
Pasaje subterráneo. El topo en su madriguera
Tras los pasos de Orfeo
Los sabuesos, de ruido secreto
El oído mortal o el giro de Orfeo
Al teléfono: Papageno con Mabuse
El fantasma de la Ópera
Wozzeck, en el momento de su muerte
Adorno, el informante
Salida. El sueño de J. D.
Notas
Sobre este libro
Sobre el autor
Canta Mares
Créditos
A Jacques Derrida
Tan pronto como se siente vigilado,
se pone a cantar.
El Testamento del Dr. Mabuse
entrada
los espías de jericó
¿Me estarán escuchando? ¿Acaso me oyen? ¿Acaso me captan? ¿Me espían cuando hablo, confío secretos, cuando comparto un pensamiento o una opinión?
Claro que no, me digo tratando de entrar en razón, ¿qué motivo tendrían para vigilarme de esa manera? No hay nada —¿no es así?— que me haga creer que estoy bajo escucha.
En efecto, al leer los periódicos encuentro indicios recurrentes, y con frecuencia preocupantes, del desarrollo inaudito que parece tener la vigilancia auditiva en sus formas más violentamente arbitrarias. En particular las escuchas en el Eliseo, cuyo proceso está en su apogeo mientras escribo esto: luego, más recientemente, las que apuntaban al secretario general de la onu, Kofi Annan.[1] O incluso “Echelon”, el sistema de espionaje que —parece— podría interceptar todas las comunicaciones que circulan en el mundo: creado en 1947 por Estados Unidos y Gran Bretaña, Echelon es una red que nació durante la Guerra Fría y que la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense reorganizó con fines civiles y económicos en los años noventa.[2]
Sobre los radares y otros instrumentos de captación que constituyen esas tramas de escucha o esas redes auditivas en plena expansión, se dice —es una expresión que entró a la jerga periodística— que son “grandes oídos”. Ante ellos — sí, en ocasiones— me pongo a temblar al pensar que a mí también me escuchan. Y no soy el único ni mucho menos, puesto que cierto fantasma de escucha se ha instalado, alojado, tanto en los gestos cotidianos como en la actualidad política.
¿De dónde viene ese fantasma que se aparece en nuestros escenarios reales o de ficción? ¿De dónde obtiene fuerza para asediarnos, para irrumpir en la vida o en las historias que se cuentan por ahí?
Desde hace algún tiempo leo con avidez todo lo que me cae en las manos sobre espías. Y me siento un poco como el personaje encarnado por Robert Redford en Los tres días del cóndor,[3] quien, con ayuda de una computadora, pasa su tiempo en una oscura oficina de la cia analizando libros y novelas que le llegan del mundo entero con la esperanza de descubrir eventualmente un mensaje escondido, codificado. Hasta el día fatal en que él mismo se ve envuelto en el infierno de una trama que lo rebasa totalmente, al haber dado sin saberlo con un secreto que se cifró y disimuló en una cubierta literaria.
Al seguir a los espías por donde creo poder hallarlos representados o descritos (en las películas, las óperas, los libros), ¿terminaré por encontrarlos en la vida real?
Cierro la puerta con llave y me sumo de nuevo en la lectura.
En efecto, con una curiosidad febril desgarré la envoltura en la que llegó mi paquete: The Ultimate Spy Book, suerte de cómic del espionaje, acompañado por lo que podría ser un manual dirigido al aprendiz de agente secreto.[4] La portada es vistosa, llena de imágenes de objetos dignos de las peores películas del género. Más aún: al hojearlo, descubro dos prefacios enfrentados en una doble página, respectivamente firmados por un antiguo director de la cia y un general jubilado de la kgb.[5] Desde luego, así la obra gana en autoridad —el director estadounidense llega a calificar al autor, Keith Melton, como el “más grande coleccionista y experto mundial en material de espionaje”—. Pero la retórica tiene algo de indecente: con el fin de la Guerra Fría —podemos leer, “ahora que los Estados Unidos y Rusia ya no son enemigos”— se trataría de formar un frente común “contra los terroristas, contra aquellos que difunden el odio étnico o religioso, contra aquellos que hacen proliferar las armas nucleares y contra los capos del crimen o del tráfico de drogas”.
Confieso que me avergüenza un poco esta nueva adquisición de mi biblioteca. Pero es una de las raras fuentes de información que he podido encontrar sobre el mundo necesariamente secreto de los servicios secretos.
El general ruso me intriga cuando escribe: “Al espionaje […] se le ha calificado con frecuencia como el ‘segundo oficio más viejo’… La recopilación de información ha sido transformada por los satélites, el láser, las computadoras y otros dispositivos capaces de dar con los secretos de todos los rincones del mundo”. ¿Cuál será pues la edad de este oficio cuyo utillaje técnico, cuyas prótesis han tenido recientemente modificaciones tan asombrosas? ¿Hasta dónde hundirá sus raíces el espionaje, esta práctica de la escucha y de la vigilancia? Y en su antigüedad segunda, en su relación de consecución mítica o fantasmática con la que se cree es la profesión más vieja del mundo, ¿de qué secretos inmemoriales podría reservarnos la intercepción?
El autor del libro, el experto y coleccionista Keith Melton, consagra un breve capítulo a la historia antigua de dicho “oficio”. El “comercio del espionaje”, afirma, es “tan viejo como la civilización misma”. Y añade:
Hacia el año 500 antes de nuestra era, el antiguo estratega chino Sun Tzu trató sobre la importancia de las redes de información y espionaje en su obra clásica El arte de la guerra. La Biblia contiene más de una centena de referencias a espías y a la recopilación de noticias. Pero la mayor parte de los elementos del espionaje moderno aparecieron en la Europa de los siglos xv y xvi.[6]
Es todo cuanto dice acerca de esta prehistoria de los servicios secretos y se queda un poco corto pues Sun Tzu, por ejemplo, ya propone una notable tipología del espionaje cuando distingue “cinco tipos de agentes”, que forman en conjunto “la divina red” que constituye para el soberano su “más preciado tesoro”:[7]
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