Peter Szendy - Bajo escucha

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Peter Szendy se interesa en la manera en que nos apropiamos de la música y en cómo «firmamos» lo que escuchamos. Su obra filosófica interroga la genealogía de nuestras escuchas musicales, su relación con la ley y el papel del oyente a través del tiempo.
En Bajo escucha, Szendy establece una topología del espionaje que nos lleva desde la Biblia a Derrida, pasando por Bentham y Deleuze, a partir de obras tan diversas como las óperas de Mozart y Monteverdi, el cine de Fritz Lang, Hitchcock o Coppola. El autor parte de una inquietud profunda, advierte un fantasma que habita tanto la actualidad política y mediática como nuestros comportamientos: un fantasma de escucha, de ser escuchado. De ahí la doble pregunta que este ensayo plantea: ¿de dónde proviene este fantasma?, ¿de dónde extrae su fuerza? Trazar la genealogía de las escuchas musicales otorga a su reflexión una dimensión política ineludible: «se trata de una nueva era del miedo que acompaña la expansión y el aparellaje de la escucha. Puesto que ser escuchado o escuchar ya no es un asunto de posición en una arquitectura precisa: la disimetría se encuentra en todas partes, ya no sólo se la puede localizar en lugares de poder o en puestos de control».

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Don Giovanni, como traté de mostrarlo en otro texto,[53] es una gran ópera sobre el oído: escuchamos a personas que están a su vez a la escucha, que nos relevan en el escenario —nosotros también somos oyentes— y que encarnan para nosotros tipos de audición. También es el caso de Las bodas de Fígaro, donde regularmente todos prestan oídos. Pero contrariamente a Don Giovanni, donde se oponen dos actitudes de oyente (Don Juan el distraído frente al Comendador y su ley de “la audición estructural”, incluso total), en Las bodas de Fígaro, vemos de alguna manera una serie infinita de variaciones sobre una sola y misma situación: la de sobreescucha.

De esta manera, en el primer acto, en el recitativo de la cuarta escena, Susana y Marcelina se escuchan y se espían a escondidas (Marcelina: “Finjamos no verla”; Susana: “De mí habla”). En la sexta escena, Cherubino se esconde detrás del sillón cuando llega el conde, del que escuchará todas las palabras dirigidas a Susana. En la séptima escena, para que Basilio no lo vea, el conde se esconde esta vez detrás del mismo sillón, mientras Cherubino, inadvertido en el otro lado, se acurruca una vez que Susana lo recubre con su vestido: así pues, son dos los que van a sorprender el diálogo de ésta con Basilio. El conde termina por levantarse y descubrirse para un Terzetto, en cuyo final levanta por azar el vestido de Susana y descubre a Cherubino. Estas son las entradas subsecuentes:

el conde (a Susana): ¡Oh, cielos! Luego, ¿ha oído (sentito) todo aquello que te decía?

cherubino: Hice por no escuchar (per no sentir) cuanto podía.[54]

En resumen, en Las bodas de Fígaro, unos a otros se espían para formar una red de oyentes y de relevos auditivos cuya complejidad desafía el análisis. Acaso también la locura de esta “loca jornada” (según el subtítulo de la pieza de Beaumarchais en la que se inspiró Da Ponte, el libretista de Mozart)[55] se deba ante todo a un entusiasmo general por el overhearing. Y en ello se condensaría de igual manera el tenor político de la ópera: en su exposición variada de manera constante de la escucha como sobreescucha. Es decir, como voluntad de dominio.

Se han hecho muchas interpretaciones acerca de la edulcoración, en cuanto a su alcance (pre)revolucionario, que ha sufrido la pieza de Beaumarchais en la adaptación de Da Ponte para Mozart. De hecho, las Memorias del libretista italiano tal vez han insinuado una atenuación dada la censura de José II, particularmente en el pasaje que relata su entrevista con el emperador:

Conversando un día con [Mozart] sobre esta materia, me preguntó si me sería fácil reducir a drama la comedia de Beaumarchais titulada Las bodas de Fígaro. Me gustó bastante la propuesta y se lo prometí. Pero había que superar una dificultad grandísima. Unos días antes el emperador había prohibido a la compañía del teatro alemán representar aquella comedia, escrita, decía él, demasiado libremente para un auditorio decente. ¿Cómo proponérsela entonces para un drama? […]. Me puse manos a la obra y, a medida que yo escribía las palabras, [Mozart] hacía la música. En seis semanas todo estaba en regla. […] Aprovechando la ocasión, me fui, sin hablar con nadie, a ofrecerle el Fígaro al propio emperador. “¿Cómo?”, dijo, “[…] pero esas Bodas de Fígaro se las he prohibido a la compañía alemana”. “Sí”, agregué, “pero, al componer un drama para música y no una comedia, he tenido que omitir muchas escenas, acortar muchas más, y he omitido y acortado cuanto podía ofender la delicadeza y decencia de un espectáculo presidido por vuestra Soberana Majestad.[56]

Es cierto que la versión de Da Ponte renuncia a varias escenas entre las más subversivas respecto al orden social del Antiguo Régimen. En particular, la tercera escena del acto v, en la que Napoleón verá más tarde “toda la Revolución”; en efecto, Fígaro declaraba:

¡Porque sois un gran señor os creéis un gran genio!... ¡Nobleza, fortuna, rango, cargos, todo eso anima vuestro orgullo! ¿Qué habéis hecho para merecer tantos bienes? Os habéis tomado la molestia de nacer, y nada más.[57]

Si tales entradas desaparecieron de la ópera, ésta contiene de igual manera añadidos en relación con la pieza, ejemplo de lo cual es una lección de baile impartida por Fígaro, que ciertamente no se queda atrás en la inversión de los valores. Pues esta Cavatina[58] no sólo hace pronunciar a Fígaro un discurso respecto al conde que roza la injuria, sino que maneja, ante todo, un código de figuras coreográficas que, más que las palabras, desestabiliza las jerarquías establecidas.

Escuchemos a Fígaro, quien se ha quedado solo en la alcoba nupcial y la está acondicionando. Parece estar soñando en voz alta con vengarse de su amo, de cuyas intenciones con Susana se ha enterado. La Cavatina comienza con su famosa melodía, Se vuol ballare:

Si quiere bailar, señor condesito, / el guitarrico le tocaré, sí. / Si quiere venir a mi escuela, / la cabriola le enseñaré.[59]

Es un ritmo de minueto que acompaña las palabras de Fígaro: un baile de carácter noble y ceremonial que un teórico como Johann Georg Sulzer, en la misma época, asociaba además a reuniones “que se distinguen por una manera refinada de vivir”.[60] Pero pronto ese minueto da un vuelco y se vuelve una contradanza que culmina con las palabras de Fígaro jurando “echar abajo todas las maquinaciones del conde” (tutte le macchine rovescierò).[61]

Por un lado, Mozart juega de manera consecuente con el código de los bailes de corte heredados de la época barroca —es el caso del minueto— y, por otra parte, con la contradanza, la cual, importada de Inglaterra hacia finales del siglo xvii, ocupaba un lugar singular en el paisaje coreográfico previo a la Revolución francesa. Contrariamente al minueto, la contradanza no tiene estructura rítmica fija; subvierte los usos anteriores al presentarse como lo que ha podido llamarse un “baile sin baile”, indiferente a los códigos característicos del Antiguo Régimen.[62] La contradanza —que se practica en salas de baile más que en la corte o en los salones— no es la expresión caracterizada de individuos singulares: es esencialmente un baile de grupos que pone el acento no en los pasos y gestos asociados a una emoción codificada, sino en las figuras mediante las cuales las parejas se asocian y se separan en el seno de una asamblea numerosa.[63]

La Enciclopedia metódica publicada por Nicolas Étienne Framéry en 1791 consigna esta dimensión social revolucionaria que la contradanza había terminado por adquirir: en el artículo que le corresponde, Framéry deriva el nombre de la expresión inglesa country-dance y recuerda que el número de participantes es indeterminado; de esta manera, escribe, este baile rompe con el “amor propio” que motivaba el antiguo minueto, bailado teatralmente por una pareja que la asistencia observaba, para expresar al contrario un “sentimiento de alegría” que crece proporcionalmente con el número de bailarines y que no necesita espectadores.[64]

Esas son las implicaciones de la Cavatina de Fígaro que, en una suerte de soñar despierto, lleva a su amo de la digna nobleza del minueto a los excesos de la contradanza revolucionaria de la multitud.

Pero la dimensión subversiva de la escritura mozartiana no se detiene en ese manejo genérico de los códigos de baile. En un contexto de tal característica coreográfica, lo que muestra las resonancias políticas de la ópera, hasta en los detalles más ínfimos de su trama musical, es la inscripción del dominio en la medición y la métrica.

De esta manera, inmediatamente después de la apertura, el Duettino entre Fígaro y Susana pone en escena una verdadera operación de geometría musical.[65] Fígaro es quien comienza ese primer dúo al cantar misurando (según la indicación de la partitura). Desde luego, en primer lugar mide su alcoba nupcial para asir paso a paso el espacio, mediante gestos de una amplitud creciente. Cuenta: “Cinco, diez, veinte, treinta, treinta y seis, cuarenta y tres”, y las dimensiones que consigna aumentan ante nuestros ojos hasta coincidir con las de la habitación. Ahora bien, mientras canta su medición (cinque, dieci, venti…), su línea vocal, en los intervalos crecientes que describe, se transporta y sigue literalmente la progresión ascendente de los números. Al escuchar ese comienzo de Las bodas de Fígaro también escucho cómo se abre y delimita un espacio sonoro. Espacio que con su voz Fígaro mide y expone paso a paso.

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