Carlos Cortés - Cruz de olvido

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Publicada por primera vez en México, en 1999, la novela
Cruz de olvido anticipó la corrupción, violencia, crimen organizado y crisis de identidad que caracterizarían el mundo latinoamericano en el siglo XXI. A partir de la masacre de Alajuelita, el fin de las ideologías y la perversa complicidad entre la democracia moderna y los poderes ocultos, la novela se interna en un mundo que no por subterráneo es menos verosímil, y que mezcla la sátira corrosiva con el género negro y la indagación política y moral.Como escribió el crítico peruano Julio Ortega: «Cortés logra con esta novela una verdadera proeza literaria: darle una imagen política al fin de siglo latinoamericano. Se trata de una entrañable y severa versión de la desintegración de las ilusiones revolucionarias en la América Central… la novela diseña el desastre del futuro. Y nos entrega una poderosa fábula vital de la profunda irracionalidad que ha dominado nuestro tiempo, entre la retórica y la corrupción, entre el poder y el suicidio moral».

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Esa larga noche diurna ni siquiera se presentó un recuerdo agradable a ayudarme a dormir, pero me dormí de pura desolación, de pura consolación. Soñé, me imagino, pero no me acuerdo de nada. A las dos de la tarde desperté y bajé a grandes zancadas las escaleras del segundo piso hasta el vestíbulo. En el parqueo el jeep seguía ahí, desbordado con las poquísimas cosas que quise conservar, pocas, muy pocas, pero que de cualquier forma formaban un buen montón. Un buen montón de mierda nostálgica. Dos negros me ayudaron a descargar el jeep y lo dejaron todo en cajas y en desorden. Pude ver entonces en esas cuatro cosas el amontonamiento de la vida: no demasiada ropa, libros, fotografías, mi diario de Managua, una pistola, la pistola con la que maté a Laura, afiches, discos de larga duración, de los viejos, como agujeros negros de música desperdiciada. Ni siquiera pude sacar una colección de victrolas que me habían heredado unos burgueses finqueros de Granada, que me habían tomado cariño, antes de marcharse a Miami. ¿Y todo para qué? ¿Uno es realmente aquella disminuida o pretenciosa acumulación de chunches sin destino?

En una maletita de metal, verde olivo, del ejército, estaban mis viejos enseres revolucionarios: bandera, la primera cinta grabada de No pasarán, pañoleta, el silabario de Carlos Fonseca Amador, una antología manoseada de los escritos de Sandino, fotos de la última campaña de alfabetización. Todo lo demás lo había dejado atrás, como acostumbraba hacer cada vez que cambiaba de lugar, de mujer, de vida, de oficio o de mundo.

Por eso nunca había logrado reunir una biblioteca. Los restos de mi biblioteca universitaria, en 25 cajas marcadas por una X, se habían podrido en el patio trasero de la casa de July. Hace unos años me escribió y me lo dijo: limpiaron el patio y cuando alzaron los paquetes todo se despedazó y en vez de libros lo que quedaba era una pulpa viscosa y negra, podrida, devorada por el tiempo.

Nadie sabía o nadie debía saber que había vuelto a San José. Al menos, eso creía yo. La ilusión, sin embargo, duró muy poco. Fui al Bank of America y descubrí que en vez de los 500 dólares de la venta de un automóvil de segunda mano, hace más de una década, la cuenta registraba un millón de dólares. La felicidad ja, ja, ja, ja. Hasta entonces pensaba que aquellos 500 dólares eran el único territorio de mi vida que quedó fuera de la Revolución, aguardando mi regreso.

En el momento del triunfo lo dejé todo y salí corriendo, en busca de los compas y del futuro que había dejado de ser una tentación. El millón de dólares era la mejor explicación de por qué había vuelto a Costa Rica. Alguien me estaba pagando, por adelantado, un trabajo pendiente, pero en ningún momento me hice la ilusión de que ese inmenso botín fuera para mí sino para un pez grande. En realidad, no era un millón, sino casi 20 o 19 y pico, pero a mí solo me correspondía uno, un millón de dólares, como una cifra simbólica. Ahora sabía, al menos, por qué debía de volver a Tiquicia.

Al triunfo de la Revolución era un viejo de 28 años y tenía cualquier cosa menos un punto donde apoyarme. Tenía un hijo que casi no conocía y dos exmujeres que nunca llegué a conocer del todo. Después de mi pleistoceno sexual en el diario popular La Hora, y de su clausura, había transcurrido por muchos de los diarios y de las corresponsalías de Centroamérica y en espera del triunfo mis días languidecieron como copy en una agencia de publicidad de mierda. Ahí, en la agencia, donde aprendí lo único que sé del sentido práctico de la vida –todo lo demás es utópico– me había dejado enrolar por dos cosas que al menos una vez en la vida uno debe de mezclar: el amor y la revolución.

Lucía Reyes, Lucía Re, era sandinista, era el enlace con un hospital de guerra que estaba en Liberia, en el norte del país, y además cantaba, cantaba y cantaba. Ambos éramos copy –el negro que le pone las palabras a los spots publicitarios–, ganábamos muy mal y nos enamoramos locamente y para toda la vida. Pero la vida es muy corta. Lucía conocía a todo el mundo en Nicaragua y yo a nadie, salvo a los pocos que habían vivido clandestinamente en Costa Rica. Nuestro amor eterno duró apenas lo necesario como para instalarme después de la insurrección. Unos seis meses.

Quizás yo era demasiado poco avispado para el atronador furor revolucionario y ella, como yo esperaba, se escapó con un comandante. No con uno de los nueve, que eran los únicos que tenían el grado de Comandante de la Revolución y tenían el derecho de usar las mayúsculas. Pero su comandante era un comandante de verdad, un comandante comandante. Yo nunca he sido parte del red-set y mi afición por los héroes era, ya desde entonces, muy limitada. Pero la realidad es que cuando se fue solo hizo confirmarme dos hechos que yo ya conocía: mi incapacidad para la acción práctica y la certeza de saber que yo no la amaba a ella sino a un sueño. El sueño de la revolución. Y después descubrí, quizá muy tarde, que tampoco amaba la revolución, ni siquiera La Revolución inscrita en bronce y escrita por la Historia, o la Gran Revolución Proletaria Universal ni esa mierda. Estaba realmente enamorado de una escenografía en la que yo pudiera deslizarme. Siempre he amado los decorados. Los melodramas. Las operetas. Siempre pensé que mi narcisismo era bastante civilizado, pero la gente tiene razones muy diversas para vivir lo que vive. Yo quería darle un sentido a la vida que vivía y fue ese. Yo en realidad me había enamorado de la estructura, del armazón, del sistema que se degenera y regenera constantemente, que se canibaliza solo para vomitarse y volver a crearse. Detestaba la realidad a pedazos, parcelada. Nunca aguanté una redacción cuadriculada por pequeñas oficinas de vinil y plywood, pero tampoco soportaba una sala de redacción como una inmensa fábrica de información sin etiquetar. Para mí la vida tenía que ser parte de un movimiento universal, con la limitante de que uno, generalmente, no tiene la capacidad de percibir ese dinamismo. Pero, en la Revolución, si uno tiene una tarima suficientemente alta y unos binóculos muy buenos o la distancia y la claridad de miras necesarias, es posible ver el inmenso movimiento de masas –humanas, sociales, políticas, económicas– desplegándose hacia una función específica: regenerarse en el poder. Pero todo esto no era sino mi enorme incapacidad para sentirme dentro de la maquinaria, de distanciarme, de disociarme del resto, por eso durante aquellos años tuve mi mayor logro patriótico: logré olvidarme de mí mismo. No es contradictorio lo que digo. Lo que a uno le gusta del paisaje es poder verlo, es estar ahí, en frente o en medio, incluido o no, pero lo que a uno lo domina es esa ilusión de ser un ojo que se articula para dar un específico ángulo de visión de la realidad en ese segundo: eso es un paisaje. Me fascinaba ver ese huracán que se movía, esa corriente del golfo universal, ese glacial revolucionario que quizá podía moverse dos centímetros por año, o aún menos, pero que indudablemente se movía con una dirección fija, precisa, porque lo importante no es la velocidad sino la dirección del viento. Y el viento nunca, nunca se devuelve. Y si se devuelve ya es otro viento, otro tiempo, otra totalidad envolvente e inconmovible, ajena a las posibilidades de un solo hombre.

Me gustaba olvidarme de mí y dejar de ser solo un hombre miserable y pusilánime, cobarde y mentiroso, como yo soy. Mezclarme. Mezclarme, perderme y encontrarme en la muchedumbre: era uno más y a la vez yo sabía que era el uno excluyente: el uno que sumado a la masa daba por resultado uno. Siempre uno. Porque, en realidad, nunca logré dejar de ser uno. Y ahora volvía a sentirme arrastrado por ese movimiento, por esa inconmensurable marea de acontecimientos que no tienen objeto ni resultado, principio ni final, o que al menos uno no puede distinguir. ¿Un millón de dólares? Algo se aproximaba. Se movía rápidamente.

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