Tenía una vida sin problemas. Después de regresar del colegio, y luego de terminar su tarea, el niño agarraba su “Cuaderno especial” junto con uno de los finos lapiceros que coleccionaba, y enseguida escribía lo que imaginaba de sus sueños, de su futuro. Para inspirarse se dejaba fluir sentándose frente a su reluciente ventana.
“Quisiera llegar más alto que las estrellas.
Mirar a través del horizonte.
Ser el conquistador del mundo.
Que me hagan onomásticos
por cada uno de mis logros.
Que el mundo aclame mi nombre
cada día de mi cumpleaños,
y al morir, mis descendientes
me recuerden con orgullo y afecto”.
Alguien en la puerta interrumpió sus inspiradores escritos. Ricardo dejó el pequeño cuaderno en el asiento, caminó hacia la puerta y cuando la abrió, encontró al mayordomo parado firmemente.
—Joven Ricardo. Acaba de llegar su padre de Perú y desea que baje a recibirlo —su voz calmada y refinada parecía la de un hombre de treinta años; sin embargo, el mayordomo ya bordeaba los setenta, tal apariencia no se notaba por su altura y su tan pálida y cuidada piel.
—¡Mi Papá! Gracias Frank —respondió Ricardo entusiasmado.
El mayordomo lo acompañó hasta el gran salón, parecía un museo de arte por los elegantes, bellos y finos cuadros que decoraban las paredes, también por las estatuas que estaban simétricamente posicionadas en cada esquina. Los sofás estaban amoblados de finas pieles y en uno de ellos estaba sentado un hombre muy elegante, alto, de treinta y cinco años, buen mozo, blanco y de cabello castaño. Era el papá de Ricardo.
—Magnolia, prepáreme el baño —ordenó Andrés.
—Enseguida Señor.
—¡Papá! —exclamó Ricardo de alegría, corriendo a sus brazos.
—Hijo —dijo con ternura, separándole de su pecho y mirándole muy orgulloso —. ¿Qué tal te fue en la escuela? ¿Todo bien?
—Si papá, todo bien. Incluso tuve tiempo de escribir un pensamiento, ¿quieres leerlo?
Andrés guardó silencio y dijo con cansancio:
—Luego, hijo. Acabo de llegar y el trabajo ha sido demasiado tedioso... viajar de Perú a España... es un largo viaje y —habló con desgano —... voy a bañarme.
—¡Papá! —exclamó Ricardo. Un incómodo silencio invadió la gran sala —¿Sabes algo de mamá?
—Está en Estados Unidos —respondió Andrés sin mirar a su hijo.
Ricardo sintió la incomodidad de su padre por aquella pregunta. Regresó a su cuarto sin ganas de hacer nada, se echó a su cama e hizo memoria de cuándo fue la última vez que vio a su madre. ¿Tal vez fue el mes pasado o el año pasado? ¡Ajá! El mes pasado. La habían llevado de emergencia al hospital, tenía fiebre, el cuello hinchado, manchas en la piel y estaba delgada. Una semana después llamó diciendo que tenía que ir a Estados Unidos por cosas de trabajo. Ricardo silenciosamente cuestionaba algo cada vez que recordaba a su madre. “¿Por qué al llamar nunca dijo cuándo regresaría?”
Se levantó de su cama, agarró sus escritos para leer lo que había plasmado. Tomó su lapicero y escribió:
“Las preguntas, tan solo cuestiones
para descifrar una clave,
tal vez una investigación
o quizás un secreto
que guardan celosamente.
¿Cómo lo descifro? Una clave.
¿Qué es lo que será? Otra clave”.
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