Arthur Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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—Estaba en esa colina.

—Una de las últimas filas, ¿no es cierto? Pero Stapleton estaba mucho más cerca. ¿Lo vio acercarse a nosotros?

—Efectivamente.

—¿Ha tenido alguna vez la sensación de que esté loco?

—No; nunca lo he pensado.

—Yo tampoco. Siempre me había parecido que estaba en su sano juicio hasta hoy, pero me puede usted creer si le digo que a él o a mí deberían ponernos una camisa de fuerza. ¿Qué es lo que me pasa, de todos modos? Usted lleva varias semanas viviendo conmigo, Watson. Dígamelo con sinceridad ahora mismo. ¿Hay algo que me impida ser un buen esposo para la mujer que ame?

—Yo diría que no.

—Sin duda Stapleton no desaprueba mi posición social, de manera que se trata de mi persona. Pero, ¿qué tiene contra mí? Que yo sepa nunca he hecho daño a nadie. Sin embargo, no está dispuesto siquiera a permitir que roce la mano de su hermana.

—¿Es eso lo que ha dicho?

—Eso y mucho más. Pero le aseguro, Watson, que a pesar de las pocas semanas transcurridas, desde el primer momento comprendí que estaba hecha para mí y que yo, también..., que la señorita Stapleton era feliz cuando estaba conmigo, y eso puedo jurarlo. Hay un brillo en los ojos de una mujer que habla con más claridad que las palabras. Pero Stapleton nunca nos ha dejado a solas y hoy tenía por fin la primera oportunidad de decirle unas palabras sin testigos. Ella se ha alegrado de verme, pero no quería hablar de amor, y me habría impedido mencionarlo si hubiera estado en su mano. No ha hecho más que repetirme que este sitio es muy peligroso y que sólo será feliz cuando me haya marchado. Entonces le dije que desde que la vi no tengo ninguna prisa por marcharme y que si realmente quiere que me vaya, la única manera de lograrlo es arreglar las cosas para acompañarme. A continuación le pedí sin más rodeos que se casara conmigo, pero antes de que pudiera responder apareció ese hermano suyo, corriendo hacia nosotros con cara de loco. Se le veía lívido de rabia y hasta esos ojos suyos tan claros echaban fuego. ¿Qué estaba haciendo con Beryl? ¿Cómo me atrevía a ofrecerle unas atenciones que ella encontraba sumamente desagradables? ¿Acaso creía que por ser baronet podía hacer lo que me viniera en gana? De no tratarse de su hermano habría sabido mejor cómo responderle. Pero dada la situación le dije que mis sentimientos hacia su hermana eran tales que no tenía por qué avergonzarme de ellos y que esperaba que me hiciera el honor de casarse conmigo. Aquello no pareció contribuir a mejorar la situación, de manera que también yo perdí la paciencia y le respondí quizá con más acaloramiento del debido, si se piensa que estaba ella delante. Y la cosa ha terminado con Stapleton marchándose con su hermana, como usted ha visto, y quedándome yo tan desconcertado como el que más. Haga el favor de explicarme qué significa todo esto, Watson, y quedaré tan en deuda con usted que nunca podré terminar de pagársela.

Intenté hallar una o dos explicaciones, pero, a decir verdad, también yo estaba desconcertado. El título nobiliario de nuestro amigo, su fortuna, su edad, su manera de ser y su aspecto están a su favor, y no me consta que haya nada en contra suya, si se exceptúa el triste destino que parece perseguir a su familia. Que su propuesta de matrimonio se rechace de manera tan brusca, sin referencia alguna a los deseos de la propia interesada, y que la dama misma acepte la situación sin protestar es de todo punto sorprendente. Sin embargo las aguas volvieron a su cauce gracias a la visita que Stapleton en persona hizo al baronet aquella misma tarde. Se presentó para pedir disculpas por su comportamiento grosero de la mañana y, después de una larga entrevista privada con Sir Henry en el estudio, la conversación concluyó con una reconciliación total; como prueba de ello cenaremos en la casa Merripit el viernes próximo.

—Tampoco es que ahora me atreva a afirmar que está del todo en su sano juicio —me comentó Sir Henry después de la entrevista—, porque no olvido cómo me miraba mientras corría hacia mí esta mañana, pero tengo que reconocer que nadie podría disculparse con más elegancia.

—¿Ha dado alguna explicación por su conducta?

—Su hermana lo es todo en su vida, dice. Eso es bastante lógico, y me alegro de que se dé cuenta de lo mucho que vale. Siempre han estado juntos y, según lo que Stapleton cuenta, siempre ha sido un hombre muy solitario sin otra compañía que su hermana, de manera que la idea de perderla le resulta terrible. No se había percatado, ha dicho, de mis sentimientos hacia ella, y cuando ha visto con sus propios ojos que era efectivamente así y que podía perderla, la intensidad del sobresalto ha hecho que durante algún tiempo no fuera responsable ni de sus palabras ni de sus acciones. Lamenta mucho lo sucedido y reconoce lo estúpido y lo egoísta que es imaginar que podrá retener toda la vida a una mujer como su hermana. Si ella tiene que dejarlo, prefiere que se trate de un vecino como yo antes que de cualquier otra persona. Pero de todos modos es un golpe para él y le llevará algún tiempo prepararse para encajarlo. Dejará por completo de oponerse si yo le prometo mantener las cosas como están por espacio de tres meses y contentarme durante ese tiempo con la amistad de su hermana sin exigir su amor. Eso es lo que le he prometido y así han quedado las cosas.

De manera que eso aclara uno de nuestros pequeños misterios. Ya es algo tocar fondo en algún sitio de esta ciénaga en la que estamos metidos. Ahora sabemos por qué Stapleton miraba con desagrado al pretendiente de su hermana, pese a tratarse de un partido tan conveniente como Sir Henry. Y a continuación paso a ocuparme de otro hilo que ya he separado de esta madeja tan enredada: me refiero al misterio de los sollozos nocturnos, de las lágrimas en el rostro de la señora Barrymore y de los viajes secretos del mayordomo a la ventana con celosía que da a occidente. Felicíteme, mi querido Holmes, y dígame que no le he defraudado como agente suyo; que no lamenta la confianza que me demostró al enviarme aquí. Todos estos puntos han quedado completamente aclarados gracias al trabajo de una noche.

He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las noches, porque la primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir Henry en su habitación hasta cerca de las tres de la madrugada, pero no oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto de la escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos dormidos en nuestras sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la noche siguiente redujimos la luz de la lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor ruido. Era increíble lo despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el mismo tipo de paciente interés que debe de sentir el cazador mientras vigila la trampa en la que espera que acabe por caer la pieza. El reloj dio la una, luego las dos y, desesperados, casi habíamos renunciado ya por segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente, olvidados del cansancio y una vez más en tensión. Habíamos oído el crujido de una pisada en el corredor.

Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y perderse luego en la distancia. Después el baronet abrió la puerta sin hacer ruido y salimos en su persecución. El mayordomo había atravesado ya la galería y nuestro lado del corredor estaba completamente a oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a tiempo de vislumbrar la alta figura de barba negra y hombros arqueados que avanzaba de puntillas hasta entrar por la misma puerta donde yo le había visto dos noches antes, y también cómo la vela, con su luz, hacía que el marco destacara en la oscuridad, al tiempo que un único rayo amarillo iluminaba la oscuridad del corredor. Nos acercamos cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con todo nuestro peso. Habíamos tenido la precaución de quitarnos las botas, pero incluso así el viejo entarimado crujía y chascaba bajo nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no advirtiera nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se hallaba absorto en lo que hacía. Cuando por fin llegamos a la habitación y miramos dentro, lo encontramos agachado junto a la ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y ensimismado junto al cristal, exactamente igual que dos noches antes.

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