Arthur Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics)

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) (Active TOC) (AtoZ Classics): краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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—Cúrame con un besito —repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al tiempo que le mostraba la parte dolorida—. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde está mamá?

—No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.

—¡Se ha ido! —dijo la niña—. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa de la tita, y... ¡lleva tres días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no hay agua, ni nada que comer?

—No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien. Pon tu cabeza junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es fácil hablar cuando se tienen los labios secos como el esparto, aunque quizá vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba. ¿Qué guardas ahí?

—¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! —exclamó entusiasmada la niña mientras mostraba dos refulgentes piedras de mica—. Cuando volvamos a casa se las regalaré a mi hermano Bob.

—Verás dentro de poco aún cosas mejores —repuso el hombre con aplomo—. Ten paciencia. Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el río?

—¡Claro que sí!

—Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a derechas: el mapa, o los compases, o lo que fuere nos han jugado una mala pasada, y no se ha dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin agua. Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...

—Y no te has podido lavar —atajó la criatura, a la par que miraba con mucha gravedad el rostro de su compañero.

—Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego, primor, tu madre.

—Entonces mi madre está muerta también —gimió la niña, escondiendo la cabeza en el delantal y sollozando amargamente.

—Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en esta dirección, y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que hayamos prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!

—¿Nos vamos a morir entonces? —preguntó la niña conteniendo los sollozos, y alzando su carita surcada por las lágrimas.

—Temo que sí.

—¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? —exclamó con júbilo la pequeña—. ¡Me tenías asustada! Cuanto más rápido nos muramos, naturalmente, antes estaremos con mamá.

—Sí que lo estarás, primor.

—Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo. Apuesto a que nos estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro de agua en la mano, y muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y tostados por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a mí... ¿Cuánto faltará todavía?

—No sé... Poco.

Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea norte del horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer a cada momento, habían aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al cabo por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas, las cuales, luego de describir un círculo sobre las cabezas de los peregrinos, fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran busardos, los buitres del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.

—¡Gallos y gallinas! —exclamó la niña alegremente, señalando con el índice a los pájaros macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar el vuelo—. Dime, ¿hizo Dios esta tierra?

—Naturalmente que sí —repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo inesperado de la pregunta.

—Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri —prosiguió la niña—, pero no creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está mucho peor hecha. El que la hizo se ha olvidado del agua y de los árboles.

—¿Y si rezaras una oración? —sugirió el hombre tras un largo titubeo.

—No es aún de noche.

—Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él no le importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la carreta, cuando atravesábamos los Llanos.

—¿Por qué no rezas tú también? —exclamó la niña, con ojos interrogadores.

—Se me ha olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que era un mocoso al que doblaba en altura este rifle que ves aquí. Aunque bien mirado, nunca es demasiado tarde. Empieza tú, y yo me uniré en los coros.

—Pues vas a tener que arrodillarte, igual que yo —dijo la pequeña posando el mantón en tierra—. Levanta las manos y júntalas. Así... Parece como si se sintiera uno más bueno.

¡Curiosa escena la que se desarrolló entonces a los ojos de los busardos, únicos e indiferentes testigos! Sobre el breve chal, codo con codo, adoptaron la posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y el arrojado y rudo aventurero. Estaban la tierna carita de la niña y el rostro anguloso y macilento del hombre vueltos con devoción pareja hacia el cielo limpio de nubes, en pos del Ser terrible que de frente los contemplaba, mientras las dos voces —frágil y clara una, áspera y profunda la otra— se fundían en un solo ruego de misericordia y perdón. Concluida la oración se recogieron de nuevo al abrigo de la roca, cayendo dormida al cabo la niña en el regazo de su protector. Vigiló éste durante un tiempo el sueño de la pequeña, mas la naturaleza, finalmente, lo redujo también a su mandato inexorable. Tres días y tres noches llevaba sin concederse un instante de tregua o reparador descanso. Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos fatigados y la cabeza fue hundiéndose en su pecho, hasta, confundida ya la barba gris del hombre con los rizos dorados de la niña, quedar ambos caminantes sumidos en idéntico sueño, profundo y horro de imágenes.

Media hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo para contemplar la escena que ahora verá el lector. En la remota distancia, allí donde se hace la planicie fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de polvo, muy tenue al principio y apenas distinguible de la colina en que se hallaba envuelto el horizonte, después de superior tamaño, y, al fin, rotunda y definida. Fue aumentando el volumen de la nube, causada, evidentemente, por alguna muchedumbre o concurrencia de criaturas en movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles, habría podido pensarse en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no es un suelo sin hierba sino a propósito para que en él paste el ganado... Próximo ya el torbellino de polvo a la solitaria eminencia donde reposaban los dos náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados, caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y qué expedición! Llegado uno de los extremos de ella a los pies de la montaña, aún seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta de galeras y carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables mujeres procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura blanca de los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes; por fuerza habían de constituir un pueblo nómada, llevado de las circunstancias a buscar cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso, una especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante caballería, ascendía de aquella masa humana y se perdía en el aire claro. Ni siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse los dos fatigados caminantes.

Encabezaba la columna más de una veintena de graves varones, de rostros ceñudos, envueltos los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje hecho a mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco suspendieron la marcha, formando entre ellos breve conciliábulo.

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