Array The griffin classics - El conde de montecristo

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Encarcelado por un crimen que no ha cometido, Edmond Dantes está confinado en la sombría fortaleza de If. Allí se entera de un gran tesoro escondido en la Isla de Montecristo y se decide no solo a escapar sino a desenterrar el tesoro y usarlo para planear la destrucción de los tres hombres responsables de su encarcelamiento. Un gran éxito popular cuando se serializó por primera vez en la década de 1840, Dumas se inspiró en un caso real de encarcelamiento injusto al escribir su épica historia de sufrimiento y retribución.

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El posadero se contuvo.

-Sin embargo, ¿qué? -le preguntó el abate.

-Estoy seguro de que no es feliz -dijo Caderousse.

-¿Y por qué lo creéis así?

-Escuchad: cuando más hostigado me vi por la miseria, ocurrióseme que no dejarían de ayudarme un tanto mis antiguos amigos, y me presenté a Danglars, que no quiso recibirme, y a Fernando que me entregó cien francos por mediación de su ayuda de cámara.

-¿Luego no visteis ni a uno ni a otro?

-No, pero la señora de Morrel sí que me vio.

-¿Cómo?

-Al salir de su casa cayó a mis pies una bolsa que contenía veinticinco luises. Levanté en seguida la cabeza, y pude ver a Mercedes, que cerraba la ventana.

-¿Y el señor de Villefort? -inquirió el abate.

-Ni había sido mi amigo, ni yo le conocía tan siquiera, por lo cual nada tenía que pedirle.

-Pero ¿no sabéis qué ha sido de él, ni sabéis la parte que tomó en la desgracia de Edmundo?

-No. Sólo sé que algún tiempo después de la prisión del pobre chico se casó con la señorita de Saint-Meran, y luego se marcharon de Marsella. Sin duda, la fortuna les habrá sonreído como a los otros; sin duda Villefort es rico como Danglars y considerado como Fernando. Yo sólo permanezco pobre y olvidado de Dios, como veis.

-Os equivocáis, amigo -dijo el abate-. Dios tal vez mientras prepara los rayos de su justicia, aparente olvidar, pero llega un día en que recuerda y así os lo prueba.

Esto diciendo el abate sacó de su bolsillo la sortija.

-Tomad, amigo mío -dijo a Caderousse. Tomad este diamante, que es vuestro.

-¡Cómo! ¡Mío! ¡Mío solo! -exclamó Caderousse-. ¡Ah, señor!, ¿no os burláis?

-El precio de este diamante había de repartirse entre sus amigos; de manera que teniendo Edmundo uno solo, es imposible la repartición. Tomad este diamante y vendedlo. Os repito que vale cincuenta mil francos. Con semejante cantidad saldréis de la miseria.

-¡Oh, señor! -dijo Caderousse alargando la mano tímidamente y enjugándose con la otra el sudor que le bañaba el rostro-. ¡Oh, señor, no toméis a chanza la felicidad o la desesperación de un hombre!

-Bien sé lo que es felicidad y lo que es desesperación, para que en esto nunca me chancee. Tomad, pues, el diamante, pero en cambio…

Caderousse retiró su mano, que tocaba ya la sortija.

El abate se sonrió.

-En cambio -repuso-, podéis darme ese bolsillo de seda encarnada que dejó el señor Morrel sobre la chimenea del anciano Dantés, y que vos poseéis, según me habéis dicho.

Cada vez más sorprendido Caderousse, se dirigió a un armario de encina, lo abrió y entregó al abate un bolsillo largo de torzal encarnado, que adornaban dos anillos de cobre, dorados en otro tiempo.

Cogiólo el abate, y en su lugar entregó al posadero el diamante.

-¡Oh, señor! Sois un hombre bajado del cielo -exclamó Caderousse-. Nadie sabía que Edmundo os dio este diamante, y hubierais podido quedaros con él.

-¡Vaya! -dijo para sí el abate-. Según eso tú lo hubieras hecho.

Y cogió su sombrero y sus guantes y se levantó.

-¡Ah! -dijo de repente-, ¿eso que me habéis contado es la pura verdad? ¿Puedo creerlo al pie de la letra?

-Esperad, señor abate -respondió Caderousse-, en este rincón hay un Santo Cristo de madera, bendito, y sobre aquel baúl el devocionario de mi mujer. Abridlo y colocando una mano sobre él y la otra extendida hacia el crucifijo, os juraré por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os he contado todo tal como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de Dios el día del juicio final.

-Bien -repuso el abate, convencido por su acento de que decía Caderousse verdad-. Está bien. Adiós. Me voy lejos de los hombres, que tanto mal se hacen unos a otros.

Y librándose a duras penas de los transportes de entusiasmo de Caderousse, quitó el abate por sí mismo la tranca a la puerta, volvió a montar a caballo, saludó por última vez al posadero, que le despedía con ruidosas señales de agradecimiento, y partió en la misma dirección que había seguido a la ida.

Cuando Caderousse se volvió vio detrás de él a la Carconte, más pálida y más temblorosa que nunca.

-¿Es cierto lo que he oído? -le dijo.

-¿Qué? ¿Que nos daba el diamante para nosotros solos? -respondió Caderousse loco de júbilo.

-Sí.

-Ciertísimo, y si no, míralo.

La mujer lo contempló un instante y luego dijo, con voz sorda:

-¡Si fuera falso… !

Caderousse palideció y estuvo a punto de caerse.

-¡Falso… ! -murmuró-. ¡Falso! ¿Y por qué ese hombre me había de dar un diamante falso?

-Por hacerte hablar sin pagarte, imbécil.

Al peso de esta suposición, Caderousse se quedó como aturdido.

-¡Oh! -dijo después de un instante, cogiendo su sombrero, que se puso sobre el pañuelo encarnado que tenía a la cabeza-, pronto lo sabremos.

-¿Cómo?

-Hoy es la feria de Beaucaire, habrá plateros de París, voy a mostrárselo. Guarda tú la casa, mujer, que dentro de dos horas estoy de vuelta.

Y salió Caderousse precipitadamente de la posada, tomando el camino opuesto al que seguía el desconocido.

-¡Cincuenta mil francos! -murmuró la Carconte al verse sola-, es dinero… , pero no es ningún tesoro.

Capítulo 5 Los registros de cárceles

Al día siguiente de aquel en que se desarrolló en la posada del camino de Bellegarde a Beaucaire la escena que acabamos de narrar, un hombre de treinta y dos años con frac azul, pantalón de Nankin, chaleco blanco y aire y acento muy inglés, se presentó en casa del alcalde de Marsella.

-Caballero -le dijo-, yo soy el comisionista principal de la casa Thomson y French, de Roma. Diez años ha que estamos en relaciones con la de Morrel e hijos, de Marsella, y hasta le tenemos confiados unos cien mil francos sobre poco más o menos. Lo que se dice de que amenaza ruina tal casa, nos pone actualmente en suma inquietud, por lo cual vengo de Roma a pediros noticias sobre este asunto.

-Caballero -respondió el alcalde-, sé efectivamente que de cuatro o cinco años acá parece que persigue la desgracia al señor Morrel. Ha perdido cuatro o cinco barcos, y ha sufrido tres o cuatro quiebras, pero no me corresponde a mí, aunque soy su acreedor por unos diez mil francos, referiros la situación de su casa. He aquí todo lo que puedo deciros, caballero. Si queréis saber más, id al señor de Boville, inspector de cárceles, que vive en la calle de Noailles, número 15. Según creo, tiene colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel, y si realmente hay ocasión de que temamos, como su cantidad es mayor que la mía, serán también más exactas sus noticias probablemente.

Al parecer apreció mucho el inglés esta delicadeza del alcalde y saludándole se encaminó a la calle indicada, con ese paso peculiar de los hijos de la Gran Bretaña.

E1 señor de Boville se encontraba en su despacho. Al verle, hizo el inglés un movimiento de sorpresa, como si no fuera la primera vez que viese a la persona que venía a visitarle. En cuanto al señor de Boville, estaba tan desesperado, que evidentemente el pensamiento que ahora le absorbía todas sus facultades no dejaba a su memoria ni a su imaginación ocasión para retroceder a tiempos pasados.

Con la flema de los de su raza, abordó el inglés la cuestión casi en los mismos términos en que acababa de hablar al alcalde.

-¡Oh, caballero! -exclamó el señor de Boville-, no pueden ser más fundados vuestros temores, por desdicha. Aquí me tenéis sumido en la desesperación. Yo tenía colocados doscientos mil francos en la casa de Morrel; doscientos mil francos que eran la dote de mi hija, y pensaba casarla dentro de quince días, puesto que de esa cantidad, cien mil francos eran reembolsados el 15 de este mes, y los otros cien el 15 del próximo. Ya tenía avisado al señor Morrel que deseaba que fuera exacto en el reembolso, y he aquí que viene él mismo a decirme hace una media hora, que si su barco, El Faraón , no ha vuelto para el 15, no le será posible pagarme.

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