Array The griffin classics - El conde de montecristo

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Encarcelado por un crimen que no ha cometido, Edmond Dantes está confinado en la sombría fortaleza de If. Allí se entera de un gran tesoro escondido en la Isla de Montecristo y se decide no solo a escapar sino a desenterrar el tesoro y usarlo para planear la destrucción de los tres hombres responsables de su encarcelamiento. Un gran éxito popular cuando se serializó por primera vez en la década de 1840, Dumas se inspiró en un caso real de encarcelamiento injusto al escribir su épica historia de sufrimiento y retribución.

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-Ya lo sé, caballero -respondió Villefort-; y ahora voy a tomarle declaración.

-¡Oh, caballero! -prosiguió el naviero, llevado de su amistad hacia el joven-, vos no conocéis al acusado, yo sí, yo le conozco. Es el hombre más honrado y digno, y aún diré más entendido en su oficio que haya en toda la marina mercante. ¡Oh, señor de Villefort! ¡Os lo recomiendo encarecidamente!

Como ya habrán comprendido los lectores, pertenecía Villefort al partido noble de la ciudad, y Morrel al plebeyo: con lo que el primero era ultrarrealista, y al segundo se le tildaba de bonapartista.

Miró Villefort desdeñosamente a Morrel, y le dijo con frialdad:

-Debéis comprender, caballero, que puede un hombre ser amable en su vida privada, honrado en sus relaciones comerciales, y ser, sin embargo, un gran culpable en política. Lo comprendéis así, ¿no es verdad?

Y recalcó el magistrado estas últimas palabras, como queriéndolas aplicar al armador, mientras con su mirada escrutadora penetraba al fondo del corazón de aquel hombre, que se atrevía a interceder por otro, necesitando él mismo de indulgencia. Morrel se sonrojó, porque en punto a cosas políticas no tenía muy limpia la conciencia, y porque no se le apartaba de la memoria lo que Edmundo le había dicho de su entrevista con el gran mariscal, y de las palabras del emperador. Sin embargo, añadió con el interés más vivo:

-Suplícoos, señor de Villefort, que justo como debéis de serlo, y bondadoso como sois, nos devolváis pronto al pobre Dantés.

Este nos devolváis resonó revolucionariamente en los oídos del sustituto.

-¡Vaya! ¡Vaya! -murmuró para su capote-: nos devolváis … ¿Si estará afiliado este Dantés en alguna sociedad secreta? Cuando su protector usa sencillamente de la fórmula colectiva… Creo que el comisario dice que le prendió en una taberna en medio de mucha gente… Esto merece la pena de pensarlo seriamente.

Luego añadió en voz alta:

-Podéis, caballero, estar tranquilo, que no en vano apeláis a mi justicia si el preso es inocente; pero si es culpable, me veré obligado a cumplir con mi obligación, pues en las circunstancias difíciles y azarosas en que nos hallamos, sería la impunidad muy mal ejemplo.

Y habiendo llegado Villefort a la puerta de su casa, inmediata al Palacio de Justicia, entró en ella majestuosamente, después de saludar con mucha ceremonia al desdichado naviero, que se quedó como petrificado.

Estaba llena la antecámara de gendarmes y agentes de policía, y entre ellos el preso, de pie, inmóvil y tranquilo, aunque todos le miraban con expresión rencorosa.

Atravesó Villefort la antecámara mirando a Dantés de reojo, y después de recibir un legajo de manos de un agente, desapareció diciendo:

-Que conduzcan aquí al preso.

Por rápida que fuese, aquella mirada bastó a Villefort para formarse una idea del hombre a quien iba a interrogar. En aquella frente despejada y ancha había adivinado la inteligencia, el valor en aquellos ojos fijos y aquel fruncido entrecejo, y la franqueza en aquellos labios gruesos y entreabiertos, que dejaban ver sus dientes, blancos como el marfil.

La primera impresión había sido favorable a Dantés; pero como Villefort había oído asegurar muchas veces como máxima de profunda política, que es bueno desconfiar de nuestro primer impulso, aplicó a la ocasión la máxima, sin tener en cuenta la diferencia que va del impulso a la impresión.

Por lo tanto, ahogó los sanos instintos que se despertaban en su corazón, compuso al espejo su fisonomía como para caso tan grave, y sombrío y amenazador sentóse delante de su bufete.

Un instante después entró Edmundo, que estaba muy pálido, aunque tranquilo y sonriendo. Saludó a su juez con cortés desembarazo, y se puso a buscar con los ojos una silla, como si estuviese en casa de su armador.

Entonces sus ojos tropezaron con la mirada impasible de Villefort, con aquella impasible mirada propia de los hombres de mundo, sin transparencia. Y esto hizo que el pobre joven reconociese cuál era su verdadera situación.

-¿Quién sois, y cómo os llamáis? -le preguntó Villefort hojeando las notas que recibiera del agente al entrar, notas que en una hora habían alcanzado más que mediano volumen: tanto obra la corrupción de los espías en esto de prisiones.

-Me llamo Edmundo Dantés -respondió el joven con voz sonora y tranquila-; soy segundo de El Faraón , buque perteneciente a los señores Morrel e hijos.

-¿Vuestra edad?

-Diecinueve años -respondió Dantés.

-¿Qué hacíais cuando os prendieron?

-Hallábame en la comida de mi boda, señor -repuso el joven con voz literalmente conmovida, por el contraste que hacía aquel recuerdo con su situación, y el sombrío rostro del sustituto, con la hermosa figura de Mercedes.

-¡Comida de boda! -repitió Villefort, estremeciéndose a pesar suyo.

-Sí, señor; voy a casarme pronto con una mujer a quien amo hace tres años.

A pesar de su ordinario estoicismo, conmovió a Villefort esta coincidencia, que junto con la voz melancólica de Dantés, despertaba en el fondo de su alma una dulce simpatía. El también, como aquel joven, se casaba; él también era dichoso, y fueron a turbar su dicha para que él turbara a su vez la de aquel joven.

«Esta homogeneidad filosófica -pensó interiormente- sorprenderá mucho a los convidados, cuando yo vuelva a casa de Saint-Meran.»

En seguida, mientras Dantés esperaba que siguiese el interrogatorio, se puso a componer en su imaginación el discurso que debía de pronunciar, lleno de antítesis sorprendentes, y de esas frases pretenciosas que tal vez son tenidas por la verdadera elocuencia.

Terminada en su mente la elocuente perorata, sonrió Villefort seguro de su éxito, y encarándose con Dantés:

-Proseguid -le dijo.

-¿Qué queréis que diga?

-Todo aquello que pueda ilustrar a la justicia.

-Dígame la justicia en qué quiere que la ilustre, y obedeceré de todo en todo: aunque le prevengo -añadió con una sonrisa- que cuanto puedo decir es de poca monta.

-¿Habéis servido bajo el mando del usurpador?

-Su caída estorbó que me viese incorporado a la marina de guerra.

-Dicen que vuestras opiniones políticas son exageradas -prosiguió Villefort, que aunque nada sabía de esto, quiso darlo por seguro, porque le sirviera de añagaza.

-¡Yo opiniones políticas, señor! ¡Ah!, casi me da vergüenza el decirlo, pero nunca he tenido opinión. Con mis diecinueve años escasos, como ya os dije, ni sé nada, ni estoy destinado a otra cosa que a la plaza que mis navieros quieran otorgarme. Así, pues, todas mis opiniones, no digo políticas, sino privadas, se resumen en tres sentimientos: el cariño de mi padre, el respeto al señor Morrel y el amor de Mercedes. Es cuanto puedo decir a la justicia. Supongo que no le debe de importar mucho.

A medida que Dantés hablaba, Villefort estudiaba aquel rostro tan franco y dulce a la vez, y recordaba las palabras de Renata, que sin conocerle intercedió por aquel preso. Ayudado del conocimiento que ya tenía de los crímenes y de los criminales, hallaba en cada frase de Dantés una prueba de su inocencia.

Aquel joven, o mejor dicho, aquel muchacho sencillo, natural, elocuente, con esa elocuencia del corazón que jamás encuentra el que la busca, henchido de afectos para todos, porque era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos, contagiaba en su dulce afabilidad hasta a su mismo juez. A pesar de lo severo que se le mostraba Villefort, ni en sus miradas, ni en su voz, ni en sus acciones, tenía Edmundo para él más que bondad y dulzura.

-¡Cáspita! -exclamó para sí Villefort-. ¡Qué joven tan interesante! No me costará mucho trabajo cumplir el primer deseo de Renata… , lo que me valdrá además un buen apretón de manos de todo el mundo.

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