Array The griffin classics - El conde de montecristo

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Encarcelado por un crimen que no ha cometido, Edmond Dantes está confinado en la sombría fortaleza de If. Allí se entera de un gran tesoro escondido en la Isla de Montecristo y se decide no solo a escapar sino a desenterrar el tesoro y usarlo para planear la destrucción de los tres hombres responsables de su encarcelamiento. Un gran éxito popular cuando se serializó por primera vez en la década de 1840, Dumas se inspiró en un caso real de encarcelamiento injusto al escribir su épica historia de sufrimiento y retribución.

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-Sí, pero no lo soy sino de lo que viene en factura. Lo que sé es que traemos algunas piezas de algodón, tomadas en Alejandría en casa de Pastret, y en Esmirna en casa de Pascal: no me preguntéis más.

-¡Oh!, ahora recuerdo -murmuró el pobre anciano al oír esto-, ahora recuerdo… Ayer me dijo que traía una caja de café y otra de tabaco.

-Ya lo veis -dijo Danglars-, eso será sin duda; durante nuestra ausencia, los aduaneros habrán registrado El Faraón y lo habrán descubierto.

Casi insensible hasta el momento, Mercedes dio al fin rienda suelta a su dolor.

-¡Vamos, vamos, no hay que perder la esperanza! -dijo el padre de Dantés, sin saber siquiera lo que decía.

-¡Esperanza! -repitió Danglars.

-¡Esperanza! -murmuró Fernando; pero esta palabra le ahogaba; sus labios se agitaron sin articular ningún sonido.

-¡Señores! -gritó uno de los invitados que se había quedado en una de las ventanas-; señores, un carruaje… ¡Ah! ¡Es el señor Morrel! ¡Valor! Sin duda trae buenas noticias.

Mercedes y el anciano saliéronle al encuentro, y reuniéronse con él en la puerta: el señor Morrel estaba sumamente pálido.

-¿Qué hay? -exclamaron todos a un tiempo.

-¡Ay!, amigos míos -respondió Morrel moviendo la cabeza-, la cosa es más grave de lo que nosotros suponíamos…

-Señor -exclamó Mercedes-, ¡es inocente!

-Lo creo -respondió Morrel-; pero le acusan…

-¿De qué? -preguntó el viejo Dantés.

-De agente bonapartista.

Aquellos de nuestros lectores que hayan vivido en la época de esta historia recordarán cuán terrible era en aquel tiempo tal acusación. Mercedes exhaló un grito, y el anciano se dejó caer en una silla.

-¡Oh! -murmuró Caderousse-, me habéis engañado, Danglars, y al fin hicisteis lo de ayer. Pero no quiero dejar morir a ese anciano y a esa joven, y voy a contárselo todo.

-¡Calla, infeliz! -exclamó Danglars agarrando la mano de Caderousse-, ¡calla!, o no respondo de ti. ¿Quién te dice que Dantés no es culpable? El buque tocó en la isla de Elba; él desembarcó, permaneciendo todo el día en Porto-Ferrajo. Si le han hallado con alguna carta que le comprometa, los que le defiendan, pasarán por cómplices suyos.

Con el rápido instinto del egoísmo, Caderousse comprendió lo atinado de la observación, miró a Danglars con admiración, y retrocedió dos pasos.

-Esperemos, pues -murmuró.

-Sí, esperemos -dijo Danglars-; si es inocente, le pondrán en libertad; si es culpable, no vale la pena comprometerse por un conspirador.

-Vámonos, no puedo permanecer aquí por más tiempo.

-Sí, ven -dijo Danglars, satisfecho al alejarse acompañado-; ven, y dejemos que salgan como puedan de ese atolladero.

Tan pronto como partieron, Fernando, que había vuelto a ser el apoyo de la joven, cogió a Mercedes de la mano y la condujo a los Catalanes. Los amigos de Dantés condujeron a su vez a la alameda de Meillán al anciano casi desmayado.

En seguida se esparció por la ciudad el rumor de que Dantés acababa de ser preso por agente bonapartista.

-¿Quién lo hubiera creído, mi querido Danglars? -dijo el señor Morrel reuniéndose a éste y a Caderousse, en el camino de Marsella, adonde se dirigía apresuradamente para adquirir algunas noticias directas de Edmundo por el sustituto del procurador del rey, señor de Villefort, con quien tenía algunas relaciones-. ¿Lo hubierais vos creído?

-¡Diantre! -exclamó Danglars-, ya os dije que Dantés hizo escala en la isla de Elba sin motivo alguno, lo cual me pareció sospechoso.

-Pero ¿comunicasteis vuestras sospechas a alguien más que a mí?

-Líbreme Dios de ello, señor Morrel -dijo en voz baja Danglars-; bien sabéis que por culpa de vuestro tío, el señor Policarpo Morrel, que ha servido en sus ejércitos, y que no oculta sus opiniones, sospechan que lamentáis la caída de Napoleón, y mucho me disgustaría el causar algún perjuicio a Edmundo o a vos. Hay ciertas cosas que un subordinado debe decir a su principal, y ocultar cuidadosamente a los demás.

-¡Bien! Danglars, ¡bien! -contestó el naviero-, sois un hombre honrado. Hice bien al pensar en vos para cuando ese pobre Dantés hubiese llegado a ser capitán del Faraón.

-Pues ¿cómo… ?

-Sí, ya había preguntado a Dantés qué pensaba de vos y si tenía alguna repugnancia en que os quedarais en vuestro puesto, pues, yo no sé por qué, me pareció notar que os tratabais con alguna frialdad.

-¿Y qué os respondió?

-Que creía efectivamente que, por una causa que no me dijo, le guardabais cierto rencor; pero que todo el que poseía la confianza del consignatario, poseía la suya también.

-¡Hipócrita! -murmuró Danglars.

-¡Pobrecillo! -dijo Caderousse-,era un muchacho excelente.

-Sí, pero entretanto -indicó el señor Morrel-, tenemos al Faraón sin capitán.

-¡Oh! -dijo Danglars-, bien podemos esperar, puesto que no partimos hasta dentro de tres meses, que para entonces ya estará libre Dantés.

-Sí, pero mientras tanto…

-¡Mientras tanto… , aquí me tenéis, señor Morrel! -dijo Danglars-. Bien sabéis que conozco el manejo de un buque tan bien como el mejor capitán. Esto no os obligará a nada, pues cuando Dantés salga de la prisión volverá a su puesto, yo al mío, y pax Christi.

-Gracias, Danglars, así se concilia todo, en efecto. Tomad, pues, el mando, os autorizo a ello, y presenciad el desembarque. Los asuntos no deben entorpecerse porque suceda una desgracia a alguno de la tripulación.

-Sí, señor, confiad en mí. ¿Y podré ver al pobre Edmundo?

-Pronto os lo diré, Danglars. Voy a hablar al señor de Villefort, y a influir con él en favor del preso. Bien sé que es un realista furioso; pero, aunque realista y procurador del rey, también es hombre, y no le creo de muy mal corazón.

-No -repuso Danglars-; pero me han dicho que es ambicioso, y entonces…

-En fin -repuso Morrel suspirando-, allá veremos. Id a bordo, que yo voy en seguida.

Y se separó de los dos amigos para tomar el camino del Palacio de Justicia.

-Ya ves el sesgo que va tomando el asunto -dijo Danglars a Caderousse-; ¿piensas todavía en defender a Dantés?

-No a fe; pero, sin embargo, terrible cosa es que tenga tales consecuencias una broma.

-¿Y quién ha tenido la culpa? No seremos ni tú ni yo, ciertamente; en todo caso, la culpa es de Fernando. Bien viste que yo, por mi parte, tiré el papel a un rincón; y hasta creo haberlo roto.

-No, no -dijo Caderousse-; en cuanto a eso estoy seguro, lo vi en un rincón, doblado y arrugado; ojalá estuviese aún allí.

-¿Qué quieres? Si Fernando lo cogió lo habrá copiado o hecho copiar, y aun sabe Dios si se tomaría esa molestia. Ahora que caigo en ello, ¡Dios mío!, quizás envió mi propia carta. Afortunadamente yo desfiguré mucho la letra.

-Pero ¿sabías tú que Dantés conspiraba?

-¿Qué había de saber? Aquello fue una broma, como ya te dije. Pero me parece que, al igual que los arlequines, dije la verdad al bromear.

-Lo mismo da -replicó Caderousse-. Yo, sin embargo, daría cualquier cosa por que no ocurriera lo que ha ocurrido, o por lo menos por no haberme metido en nada: ya verás como por esto nos sucede también a nosotros alguna desgracia, Danglars.

-En todo caso, la desgracia caerá sobre el verdadero culpable, y el verdadero culpable es Fernando y no nosotros. ¿Qué desgracia quieres que nos sobrevenga? Vivamos tranquilos, que ya pasará la tempestad.

-¡Amén! -dijo Caderousse, haciendo una señal de despedida a Danglars y dirigiéndose a la alameda de Meillan, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo, como aquellas personas que están muy preocupadas con sus pensamientos.

-¡Magnífico! -murmuró Danglars-, las cosas toman el giro que yo esperaba. De momento ya soy capitán, y si ese imbécil de Caderousse se calla, capitán para siempre… Sólo me atormenta el pensar que si la justicia diera libertad a Dantés… ¡Oh… !, no -añadió, sonriendo con satisfacción-, la justicia es la justicia, y en ella confío.

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