También solemos tener la sensación de no poder evitar lo que sentimos. Ya hemos visto que las reacciones que el cerebro desencadena en nuestro cuerpo son tan inevitables como necesarias. Como también lo es el hecho de que hemos de ser capaces de dirigirlo y controlarlo haciendo que la razón y la emoción trabajen de forma conjunta y equilibrada.
Cuando no podemos dar nuestro amor a alguien, la razón ayudará a la emoción a dirigir su atención a otro objetivo más accesible y satisfactorio; a moderar la intensidad de los sentimientos y, finalmente, a aceptar que si no se puede, no se puede. Y no perder la vida y la felicidad en lo imposible.
En este momento, invertir la situación puede ser de gran ayuda. Podemos plantearnos lo siguiente: ¿qué hacemos cuando alguien, en estado arrebatado, se empeña en que seamos el amor de su vida y, sin embargo, nosotros no queremos saber nada? Por lo general, seremos considerados y esperaremos a que el objetivo de sus afectos cambie cuanto antes hacia alguien que esté disponible. Desearemos que esa persona sea capaz de modular lo que está sintiendo con la realidad objetiva que es que, por nuestra parte, no hay nada que hacer. Si no logra que su razón module su emoción, nos pondrá en una situación muy incómoda y sufrirá sin necesidad.
Conclusión:intentaremos no insistir demasiado cuando nos dicen que no y tendremos presente que a nosotros no nos gusta que nos abrumen con sentimientos cuando ya hemos dejado claro que no son recíprocos.
Según el entrenamiento que hayamos recibido en nuestra infancia en lo que llamamos tolerancia a la frustración, nos resultará más o menos fácil sobreponernos a un rechazo o a la imposibilidad de vivir la relación que nos gustaría. Bien pensado, ¿para qué mantener una relación con alguien que no nos quiere?, ¿por qué obsesionarnos con alguien que no tiene entre sus planes el hacernos felices?
Amar, lejos de ser un capricho personal que no atiende a las necesidades del otro, es una conducta que necesita cierto grado de madurez emocional para ser placentera. Y la madurez no tiene nada que ver con la edad.
Saber quererte: La práctica y la experiencia
Cuando se trata de amar y de hacerlo de la mejor manera posible, la buena intención no es suficiente. Para hacerlo bien hay que saber cómo y practicar mucho.
Querer ser campeón del mundo de fútbol es tan sólo un deseo. Para conseguirlo, hay que entrenar, lesionarse, quedarse en el banquillo y saber hacer equipo. Pero, sobre todo, disfrutar inmensamente de lo que se está haciendo. Así estaremos suficientemente motivados y esto nos ayudará a perseverar cuando lleguen los momentos difíciles.
Saber amar no consiste en decir «te quiero» y ya está. El aprendizaje de cualquier conducta implica que cuanto más se practique, mejor se hará. Practicar no significa que necesariamente tenga que ser con muchagente. Lo más importante es tener buenos maestros y, a veces, con uno basta.
La persona que sabe amar bien conoce lo que el otro necesita, puede dárselo y crea el entorno apropiado para que ambos sean capaces de sacar lo mejor de sí mismos.
He aquí un ejemplo sencillo. Aunque en principio parezca un poco cursi, si se lee hasta el final, se entenderá mejor el porqué del tono.

La historia de la hortensia y el cactus… que comieron perdices
Un día un cactus y una hortensia se conocieron y se enamoraron. Salían con frecuencia y juntos se divertían bastante. El cactus estaba feliz con las preciosas flores de la hortensia y ésta se sentía protegida por los recios pinchos del cactus. Les iba tan bien, que decidieron vivir juntos en la repisa de una aireada y soleada ventana. Se querían de verdad y estaban muy ilusionados ante la idea de que su proyecto fuera un éxito. Por eso no era raro ver cómo la hortensia cogía una preciosa regadera y se acercaba una y otra vez al cactus para regarlo amorosamente. El cactus, al principio, cedía divertido pero, como se conocía bien, pronto se dio cuenta de que, con todo el dolor de su corazón, le debería decir a su querida hortensia que lo de regar se iba a tener que acabar. No era tanto porque no agradeciera su gesto, sino porque él acabaría ahogándose debajo de tanta agua. A su vez, la hortensia tenía algo importante de lo que hablar con su querido cactus: últimamente sus flores estaban perdiendo gran parte de su belleza pues, en su afán por estar cerca de su enamorado, se estaba sobreexponiendo a los rayos solares que estaban achicharrando literalmente sus delicadas hojas.
Al verlos juntos, nadie se atrevería a cuestionar que se quisieran mucho, pero ¿se estaban queriendo bien? Era evidente que, a pesar de sus buenas intenciones, los dos, por distintas razones, iban camino de marchitarse sin remedio si no hacían cuanto antes algo al respecto.
«Querida hortensia, no sabes cómo me gusta verte con la regadera cuando vienes a cuidarme, pero creo que ha llegado el momento de que sepas que a mí el agua me sienta muy mal y que no voy a poder recibirla como me gustaría. Sé que lo estás haciendo con todo tu cariño, pero con una vez al mes es más que suficiente. Si te parece, haremos una fiesta cuando me toque…».
«¡Vaya!, le respondió la hortensia pensativa…, precisamente yo tenía que decirte que a mí el sol me está quemando… y quería proponerte que nos moviéramos a la esquina de la ventana pues he visto que hay una zona de sombra en ese lado. Así a ti podría seguir dándote el sol mientras yo me quedo resguardada de él».
El cactus y la hortensia se conocían bien a sí mismos, pero también necesitaron conocer bien a su pareja. Esta conversación les sirvió para aprender a darse cuenta no tanto de lo que uno creía que le iba bien al otro, sino de lo que, de verdad, cada uno necesitaba para crecer y sentirse feliz. La hortensia se regaba todos los días pero, en vez de ofenderse por no poder hacer lo mismo con su querido cactus, aprendió a hacer una fiesta del día en que tocaba echarle el agua en la maceta. El cactus no demandaba de la hortensia que estuviera todo el tiempo al sol. A veces él se ponía a su lado y procuraba, incluso, que su propio tamaño aumentara el espacio de sombra tan recomendable para ella.
Los dos crecieron sintiéndose queridos pues recibían lo que más les convenía. Nunca sintieron la necesidad de tener que buscar otra planta con la que compartir su ventana.
Aunque aparentemente pudiera parecer una pareja muy rara, la clave de su relación consistía en sentirse amados por el otro y esto era, a su vez, consecuencia, de saber amarse bien. Este punto nos lleva a incidir en el aspecto de la reciprocidad:
Para que las relaciones afectivas sean sanas, es importante que el cuidado y las atenciones se produzcan en ambos sentidos, es decir, que uno dé al otro lo que necesita y que, a su vez, reciba del otro lo que le conviene independientemente de que coincida o no.
Pero hay más gestos que pueden observarse en la gente que sabe amar bien:
No dejan pasar un día sin demostrar de forma explícita a su pareja que la quieren y que es especial. Se las ingenian de alguna manera para procurarle ese momento de diversión, de paz o de alegría.
Saben morderse la lengua a tiempo y no permiten que un momento de enfado signifique una palabra o un gesto que dañe al otro. Todo se puede decir. Lo que importa es el cómo, sobre todo cuando se está en pareja.
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