La partícula de Dios
El origen del Universo, hoy.
La verdad última entre la ciencia y la religión
Oscar Martello
Colección Conjuras
L.D.Books
Edición digital
La partícula de Dios ©
Oscar Martello, 2015
L.D. Books
D.R. ©Editorial Lectorum, S.A. de C.V., 2015 Batalla de Casa Blanca Manzana 147 A, Lote 1621 Col. Leyes de Reforma, 3a. Sección C. P. 09310, México, D. F.
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Primera edición: agosto de 2015
ISBN edición impresa: 9781975992897
Colección CONJURAS
D.R. ©Portada e interiores: Mariel Mambretti
Características tipográficas aseguradas conforme a la ley. Prohibida la reproducción total o parcial sin autorización escrita del editor.
Índice
Introducción
Capítulo 1. Preguntar, ese oficio del hombre
Capítulo 2. Del big bang al "gran desgarramiento”
Capítulo 3. Las cuerdas y los universos paralelos
Capítulo 4. Tiempo e inmortalidad
Capítulo 5. El tiempo, de la ciencia-ficción a la filosofía
Capítulo 6. Los increíbles hallazgos del hubble
Capítulo 7. La partícula que faltaba
Conclusión
Apéndice fotográfico
Bibliografía
Introducción
Ya desde tiempos remotos, el hombre comenzó a preguntarse sobre su origen; sobre ese desconocido suceso que un día lo puso en un lugar central en la Tierra. Superchería y religión; magos, sacerdotes y profetas le fueron hablando de luces y sombras, de dioses y diablos, lo que aplacó en gran medida su curiosidad y, de paso, disciplinó hasta cierto punto a las tribus para no destruirse mutuamente.
La pregunta sobre el origen del hombre fue dando paso lentamente a un interrogante mayor: ¿cómo nació el Universo todo? Sin ese todo, no habría la parte que nos toca; no habría un planeta que pudiese cobijar al hombre.
Antes de afrontar, por inabordable, ese interrogante mayor, el hombre fue en busca de respuestas menos pretenciosas: ¿Estábamos solos en el universo? ¿Era la Tierra el principio y el final de todo? ¿Era plana, sostenida por enormes elefantes, o inexplicablemente redonda?
Aquellos interrogantes, sazonados con promesas de hogueras para quienes osasen desafiar las afirmaciones de los representantes de Dios en la Tierra, fueron los primeros escarceos en la lucha entre ciencia y la religión. Claro, éstos se harían más bruscos con el paso de los años, con la fe en el progreso ilimitado y con la irrefrenable curiosidad de los científicos.
El hombre supo un día, y finalmente, que la Tierra era redonda, que giraba alrededor del Sol, y que lejos estaba de ser el único cuerpo que habitaba el universo. Supo de galaxias, de estrellas y de planetas, y entonces aquel interrogante final y dilemático comenzó a volverse imperioso: ¿Cuál era el origen de ese inabarcable universo que empezaba a dejarse ver a los inquisidores ojos de los telescopios?
Tímidamente, la religión se fue retirando de la disputa pública, aunque conservando siempre una carta ganadora. ¿Cómo habría podido aparecer la primera partícula en el universo si se sacaba a Dios del juego?
En 1929, Edwin Powell Hubble, un astrónomo estadounidense, acaso el padre de la cosmología observacional, demostró la expansión constante del universo, algo que Albert Einstein ya había predicho pero que luego, espantado, consideró un error.
La demostración de Hubble, que probaba el “corrimiento al rojo” (incremento en la longitud de onda de radiación electromagnética) de galaxias distantes, o sea, demostraba que la mayoría de las nebulosas extragalácticas se alejan gradualmente de la Tierra, fue un paso crucial para entender cuál era el comportamiento del universo. No lo fue, en cambio, para explicar su origen.
Sin embargo, las ecuaciones de Hubble, aunque no explicaban el origen del universo, abrieron la puerta para que una sólida teoría de los orígenes, la del Big Bang, asegurara que, hace 10.000 o 20.000 millones de años, existió una gran explosión que dispersó toda la materia concentrada en un punto decena de miles de veces más pequeño que el núcleo de un átomo.
Con todo, y a pesar de que la teoría del Big Bang se fue consolidando a partir de su buen rendimiento en cuanto a demostraciones científicas, no sacaba a Dios del inicio de todo.
Si sacamos a Dios de ese fenómeno, ¿quién creó toda esa materia que se concentró en un punto infinitamente pequeño, y estalló luego? El argumento tenía su peso, y lo seguiría teniendo, siempre y cuando no hubiera nuevas pautas a la vista.
La gran paradoja es que los científicos comenzaron a trabajar sobre la hipótesis de la gran explosión no sólo a partir de las demostraciones de Hubble, sino también de las afirmaciones de Georges Lemaítre, un sacerdote belga que, allá por los años 20 del siglo pasado, procurando sostener a Dios en la disputa con la ciencia, sugirió que el universo había tenido su origen en un átomo primigenio.
Ya a inicios de los años 60, Peter Ware Higgs luchaba en su laboratorio, rodeado de cálculos, para tratar de demostrar que las partículas no tenían masa cuando el universo se originó. Para entonces, ninguna teoría como no fuesen la del sacerdote belga y la de la "conciencia creadora” podía explicar los orígenes de la masa, a la sazón, una propiedad ineludible de la materia.
Al fin, en 1964, Higgs, junto a otros científicos, completó la formulación científica según la cual el bosón, una partícula elemental sin carga eléctrica ni color, y que puede vivir apenas un zeptosegundo (la miltrillonésima parte de un segundo), era quien creaba la masa.
Higgs y sus colaboradores habían logrado destruir la hipótesis del átomo primigenio, pero sólo en 2012 pudo ser comprobada la existencia real del "bosón de Higgs”, gracias al gran colisionador de hadrones montado en Ginebra, Suiza.
Ya no era Dios el autor de la masa...; aunque había nacido otra creación del Todopoderoso, tal como definió el premio Nobel León Lederman al bosón de Higgs: "La partícula de Dios”. Sobre ella hablaremos en las próximas páginas.
Capítulo 1
Preguntar, ese oficio del hombre
La raza humana necesita un desafío intelectual.
Debe ser aburrido ser Dios, y no tener nada por descubrir”.
Stephen W. Hawking
Se sabe que el Homus erectus se topó con el fuego, por primera vez, hace aproximadamente 1.600.000 años. Pero sólo 800.000 años más tarde logró dominarlo; esto es, producirlo, alimentarlo, mantenerlo.
No eran buenos tiempos como para preguntarse sobre el origen del universo (en especial, para quien aún no contaba con el habla), pero sí para interrogarse acerca de aquella bendición que había caído del cielo, y que mejoraba sustancialmente la calidad de vida de esos seres. Enfrentados a la oscuridad de la noche, al frío, y a los ataques de animales feroces y poderosos, nuestros abuelos remotos hallaron un gran aliado en esas oscilantes llamas.
Tampoco eran tiempos de religión, de dioses, de sacerdotes o templos. Apenas un animismo más terrorífico que contenedor envolvía la vida. Esos hombres compartían con el actual, sin embargo, un poderosísimo motor, ese que hizo del humano el más maravilloso ser vivo que habita la Tierra: la curiosidad.
Ese fuego que, casi con seguridad, el Homo erectus vio por primera vez cuando un rayo incendió la vegetación circundante, debía ser atrapado y dominado de alguna manera, para que pudiera servirle, y no amenazarlo. Ninguna casta religiosa condenaba el uso "abusivo” de la curiosidad. Estaba sólo la Naturaleza, la gran proveedora y, también, la gran enemiga que podía blandir los peores cataclismos. Pero, ya en esos albores, el hombre se dispuso a desafiarla. Y no fue en vano.
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