YO AÚN NO
HE VISTO EL MUNDO
COLECCIÓN EUROPA
YO AÚN NO HE VISTO EL MUNDO
Título original:
JEG HAR ENNÅ IKKE SETT VERDEN
Primera edición, 2020
D.R. © 2020, Roskva Koritzinsky
Director de la colección: Emiliano Becerril Silva
Diseño de portada: María Conejo
Formación: Lucero Vázquez
D.R. © 2020, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.
Tamaulipas 104 interior 3,
Col. Hipódromo de la Condesa
C.P. 06170, Ciudad de México
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ISBN LIBRO IMPRESO: 978-607-9321-94-9
ISBN EBOOK: 978-607-9321-95-6
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YO AÚN NO
HE VISTO EL MUNDO
ROSKVA KORITZINSKY
TRADUCCIÓN: JUAN GUTIÉRREZ MAUPOMÉ
Yo aún no he visto el mundo
está dedicado a Ravn, Vetle y Emil .
Nada sobre el amor
Una sola arruga en la frente
Yo aún no he visto el mundo
Del otro lado
Plegaria y acusaciones
La historia sobre las manos
EL ORGANISTA TOCÓ PAUSADAMENTE. LA LUZ DEL SOL estaba pegando a través de los vitrales de la ventana. El polvo formaba una mano brillante que señalaba al piso. Es cierto que las iglesias están construidas para que los hombres sientan a Dios como un espacio abierto en el cuerpo. En la celebración subsecuente, encontró la mirada de ella y la sostuvo. Se parecían el uno al otro como hermanos.
La primera semana estuvieron juntos todos y cada uno de los días. Cogían de maneras que los no iniciados piensan que pertenecen al mundo de las fantasías pervertidas, y que los iniciados saben que son lo más que se puede uno acercar a un sentido en la vida. Comían juntos y veían películas. Se fueron acostumbrando el uno al otro y se acostaban juntos cada vez con mayor frecuencia. Tras el orgasmo se ponían melancólicos porque pensaban, cada uno por su cuenta, que ahora se había alcanzado la cúspide. Y entonces volvían a acostarse, y comprendían que no era así. Él vivía en un cuarto alquilado, ella en un colectivo, había diez minutos andando entre ellos. Ambos estaban en un estado deplorable, a pesar de su magnifica ubicación. La habitación de ella era mayor y más luminosa que la de él, pero preferían el cuarto de alquiler. Ahí podían estar en paz.
Lars Bakken siempre tenía rapé bajo el labio. Sabía a café, tabaco y sueño. Podían pasar varios días entre una y otra vez que se bañase, y rara vez se cambiaba la ropa interior. Estos hábitos podían ser repugnantes, pero ella no los vivía así. Tampoco es que estuviera especialmente encantada con ellos. Estaba simplemente incapacitada para sentir asco cuando algo supuestamente repugnante se desplegaba cerca de ella. Era por esto que era percibida más que nada como generosa y abierta . La verdad es que no tenía ningún sentido del gusto. Carecía de la facultad de establecer preferencias —era tan inusual que se sintiese repugnada como encantada— y, en absoluto secreto, se pensaba a sí misma como no del todo humana. Había tenido muchos amantes, todos ellos con vidas y modos de ser muy diferentes entre sí. No buscaba al Hombre Correcto ni la Forma Correcta. Todo era siempre correcto, ella se iba sintiendo inquieta y ponía fin a las relaciones, pero no a la expectativa de algo mejor. Las relaciones y sus finales eran tan sólo un modo de hacer que pasara el tiempo. Así vivía. Tenía que lograr que el tiempo, que era la vida, pasara.
Otra razón para su indiferente y/o generosa actitud hacia la gente en general y los hombres en particular, era que ella tomaba toda clase de precauciones. Se ponía francamente enferma ante la idea de que ella misma fuese juzgada por sus propios hábitos; su manera de vivir, sus búsquedas por lo cotidiano y el ocio, que incluían una habitación que fácilmente podría confundirse con una guarida de drogadictos, pero también un refrigerador con ostras finas y una cocina en la que no era raro que se cocinasen guisos complicados (cada mañana: deseo de desaparecer por completo y del todo, de saltar por la ventana o emborracharse hasta morir, y luego, la reseca sensatez vespertina: no darse por vencida del todo, sólo un poquito, todo el tiempo, de modo que nadie lo notase). En la habitación había tanto ropa sucia tirada en el suelo como vestidos caros en el ropero, pero ella no era ninguna de estas cosas, ni los quesos ni la ropa sucia; se mostraba reacia a los intentos de la gente por encontrar cuál de sus lados era el que representaba su verdadero yo, para entonces poder deleitarse contemplando la parte no representativa con una mirada condescendiente; como un encantador o repugnante vicio que, paradójicamente, en conjunto creaba un ser humano entero y auténtico. Así que se negaba ella misma a opinar cualquier cosa sobre el modo de vida de Lars Bakken. Tan solo registraba el rapé usado en las estanterías del baño, los trastes sucios que se desbordaban de la cocineta del cuarto de alquiler hacia la sala, las manchas de café en las almohadas sin fundas, los productos para el pelo de marcas caras, muchos pantalones en el rango de los miles de coronas, la colección de cine con películas italianas de los años sesenta y norteamericanas de los años ochenta, su tendencia a abstenerse de beber agua, comer y dormir. ¿A ella le gustaba más la colección de películas que los restos de rapé usados? Imposible decirlo. ¿Le gustaban más las manchas de café que las ropas caras? Lo sabrán los pájaros. A veces, cuando la mugre y la porquería inundaban en serio el pequeño departamento, ella pensaba de inmediato en él como un niño que había estado solo en casa por demasiado tiempo, y es en esta palabra, demasiado, donde se encontraba incrustado el juicio. Intentaba febrilmente echar fuera de sí misma ese pensamiento, pero se le quedaba dentro.
Ella y Lars permanecían con frecuencia acostados despiertos durante la noche. Entonces era generalmente ella quien hablaba. El deseo de vaciar su propia historia de vida encima de cada uno de los hombres que encontraba, como si la vomitase y ¡sanseacabó!, era quizá un síntoma de una enfermedad horrible, quizá fuese la enfermedad misma. ¿Juntarse en el deseo, tras revelarse mutuamente sus vidas? Revelaba la suya propia en cosa de un mes, a lo más dos, tenía prisa. No sólo contaba pequeñas historias sobre su crecimiento y sus años de juventud, exponía también intricadas explicaciones sobre sí misma, con frecuencia muy contradictorias. Los análisis que le había tomado muchos años montar, eran entregados a hombres con mayor o menor grado de enamoramiento, a lo largo de una sola noche; siempre justo después o justo antes de coger, dependiendo de si el análisis despertaba sentimientos de compasión o excitación en el escucha. En el camino, mientras sostenía sus pequeñas conferencias nocturnas, de preferencia desnuda y con la cabeza apoyada sobre la palma de la mano —en un momento con una sonrisa soñadora y al siguiente con grandes ojos desvalidos— se sentía tan ridícula. Era como si hubiese abierto la cerradura de un baúl forrado con franela roja, en un intento por vender algunas cosas robadas muy exclusivas. Las explicaciones no eran lo suyo. Estaban anquilosadas en el pasado, como la imagen reflejada de un rostro lloroso, cuando quien se refleja se ha retirado, pero el rostro se ha quedado colgado en el espejo. Mientras contaba sobre su infancia y las relaciones naufragantes y sobre sueños que había tenido o que aún tenía, se quedaba de pie, ocultándose en su propio gesto endurecido, en un rincón oscuro de la habitación.
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