Marco Cicala - Eterna España

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Un delicioso recorrido histórico y geográfico por todas las dimensiones de nuestro país. Marco Cicala explica y celebra España de la mano de todo tipo de personajes ilustres: desde los enanos de Velázquez hasta Almodóvar, pasando por Santa Teresa, Unamuno, Dalí, Marisol y una retahíla de anarquistas, golpistas, toreros, poetas, grandes y pequeños artistas y genios malditos del flamenco. Estas crónicas, nutridas de entrevistas formales e informales, investigación y recuerdos personales, presentan a Quevedo como «un nerd del siglo XVII», descubren los secretos ocultos en el vino de Jerez o en la poesía de Jorge Manrique, explican por qué a los reyes les encantaba rodearse de bufones deformados o cómo Andalucía enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de westerns. Marco Cicala hace un retrato de España desde la admiración, y el resultado parece por momentos una crónica de viajes de aventura. En el fondo es un homenaje a la riqueza cultural de esta España poliédrica y universal, a la belleza de sus pueblos y ciudades, con sus monumentos sublimes y sus humildes posadas y, sobre todo, a sus habitantes.

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Poeta solicitado, satírico de contagiosa mordacidad, prosista visionario, espía, espadachín… Se ha definido a Quevedo como «una perrera de almas». De buena familia, fue educado todavía mejor. El padre ocupaba un importante cargo en palacio, la madre era una alta dama de la corte. Lo enviaron a estudiar con los jesuitas, después a la Universidad de Alcalá de Henares. A los veinte años Francisco ya manejaba con soltura hebreo, italiano, francés y portugués, así como griego y latino, «lenguas que si no estuvieran muertas habría que matarlas», maldice al pensar en ellas. Sabe leer también el árabe, el siríaco y el arameo. Por carta, debate de igual a igual con el humanista flamenco Justo Lipsio. De gran precocidad, pero físicamente desgraciado: miope, cojo, piernas torcidas, pies deformes. Un nerd del siglo XVII. Pero, a diferencia de los actuales cerebritos, para nada sedentario ni asocial. En los años universitarios —que, novelados, se convirtieron en materia para los episodios picarescos de la novela La vida del Buscón — juega a cartas, se emborracha, polemiza, liga. Un Jueves Santo, mientras asiste a misa, ve a un tipejo abofetear a una doncella. Quevedo lo saca fuera, cruzan sus espadas y el tipo acaba agonizando sobre la plaza. Pero el verdadero exploit juvenil fue otro. En Madrid había un fanfarrón, un tal Luis Pacheco de Narváez, que presumía un montón con la espada y llegó a ser entrenador personal del rey Felipe IV. Defendiendo que la esgrima era equiparable a una ciencia, había concebido un manual repleto de fórmulas, esquemas, figuras euclidianas, en el que el arte del duelo venía more geometrico demonstrata . Quevedo lo desafía. Y al primer asalto le quita el sombrero junto con bastante credibilidad.

En la corte, la inquieta inteligencia de Francisco lo catapulta al torbellino de los chismorreos. Escribe alados sonetos y pasquines. La sátira no es sino la extensión verbal de la espada. Uno de los principales destinatarios de sus pullas es el poeta rival Luis de Góngora. Mediante rimas, Francisco de Quevedo lo trata de sacerdote afeminado, ludópata e incluso filojudío. El colérico Luis contraataca reduciendo el adversario a escritorzuelo tullido y dado al vino. Quevedo no cede. Sabiendo que se encuentra abrumado por las deudas de juego, hace que desalojen a Góngora de su casa madrileña y se va a vivir allí. No sin antes «desgongorizarla» y desinfectarla a la perfección. Del edificio solo resta hoy una placa dedicada a Quevedo; está en el antiguo Barrio de las Letras, a un paso de la casa de Lope de Vega y a dos de aquella en la que murió Cervantes.

Di Tarsia resulta enternecedor cuando asegura que don Francisco «fue poco ambicioso». En 1606 Quevedo entra en connivencia con el duque de Osuna, un prometedor golden boy de la política imperial, pronto nombrado virrey de Sicilia. Francisco de Quevedo lo sigue hasta Palermo como «asesor». Pero a Osuna el cargo se le queda corto: apunta hacia el más prestigioso gobierno de Nápoles. Por ello, envía a Quevedo a Madrid para untar a los dignatarios que favorecerán su designación. Misión cumplida. Al lado del nuevo virrey de Nápoles, Francisco es nombrado caballero de la exclusiva Orden de Santiago y se lanza a más increíbles complots. Como la conjura de Venecia, 1618. Para acabar con la hegemonía de la Serenísima en el Adriático, la exitosa compañía Osuna & Quevedo planea un golpe a realizar en la fiesta de la Ascensión, esto es, durante las ceremonias con las que cada año la república lagunera celebra su propia apoteosis. La idea es tomar al dogo como rehén y llevarlo a Nápoles. Pero los servicios secretos venecianos no habían nacido ayer. Pocos días antes del golpe el plan es descubierto. Quevedo se escabulle de Venecia disfrazado de vagabundo mientras en los canales flotan a decenas los cadáveres de los conspiradores. También elude los controles gracias a su italiano fluido. Por la necesidad ha aprendido incluso el veneciano. Sale de esta, pero el fiasco en la Laguna es el inicio de su ruina. Tanto para él como para su protector Osuna. Asediado por las polémicas, el rey Felipe III se libra de ambos.

Quevedo es encarcelado en el todavía espléndido monasterio de Uclés, en Cuenca, y después se le impone arresto domiciliario en Torre de Juan Abad. Es un pueblecito a caballo entre la Mancha y Andalucía donde ha heredado una modesta propiedad. No obstante, todo cambia en Madrid. En 1621 muere el rey. Le sucede su hijo Felipe IV, que elige como valido al impetuoso conde-duque de Olivares. Quevedo no es que lo aprecie demasiado, pero se recicla. Es readmitido en Madrid. Si bien siempre ha sido un soltero empedernido, un monumental misógino y, por ello, un gran consumidor de sexo mercenario, llega incluso a casarse. Para birlarle la dote, se desposa con una mujer entrada en años, aunque poco después se separan y ella muere sin dejarle un céntimo. Sin blanca, Francisco filosofa, traduce noventa cartas de Séneca, en passant se carga también a Juan Ruiz de Alarcón como había hecho con Góngora. Podría resurgir en las camarillas cortesanas, pero el demonio de la mordacidad lo consume. Es más fuerte que él. Un día, enrollado en su servilleta, el rey encuentra sobre la mesa un memorial en verso que destroza a Olivares. Quevedo es de nuevo arrestado. Lo recluyen en el convento de San Marcos en León, que actualmente es un hotel de lujo. Vive allí durante cuatro años, con un cuerpo que se le marchita. Las pústulas se gangrenan. Estoico, se las cauteriza él mismo, refiere Di Tarsia.

¿Todo ello por un poemita satírico? Los estudiosos cada vez se muestran menos convencidos. Con el tiempo ha ganado consistencia la hipótesis de que Francisco fue castigado más bien por chanchullos de espionaje con el enemigo francés. En cualquier caso, cuando sale de prisión es un fantasma. Y poco importa que mientras tanto también el odiado Olivares hubiera caído en desgracia. Quevedo se retira a Torre de Juan Abad. Dado que allí no hay ni tan siquiera un médico, se traslada a la vecina Villanueva de los Infantes, al convento de Santo Domingo. En su lecho de muerte le preguntan si quiere que en su funeral haya acompañamiento musical. Responde: «La música páguela quien la oyere, que yo no estaré en condiciones de perder el compás». Muere en 1645. Como filósofo a quien la opinión común y horrible «no vence ni somete».

Lector voraz, Quevedo viajaba siempre con una minibiblioteca portátil. Incluso se había hecho construir un atril especial rotatorio para consultar varios libros a la vez. Borges, que lo admiraba con alguna reserva, escribió de él: «Es menos un hombre que una compleja y dilatada literatura». Pero en los escritos de Quevedo aflora continuamente el individuo. Una maravillosa desfachatez dirigida también contra sí mismo. Cuando Francisco de Quevedo fustiga los vicios —envidia, jactancia, venalidad («Poderoso caballero es don Dinero»)—, habla de los suyos. Lo único que no perdona es la estupidez. Mucho antes que Flaubert, cataloga a los imbéciles por tics: aquellos que hablan siempre de sus maravillosos hijos; aquellos que después de haber estornudado escudriñan el moco en el pañuelo buscando dentro no sé sabe muy bien qué… Entre los textos meditativos y los jocosos no hay contradicción. A escribir una vida de san Pablo o un opúsculo sobre el ojo del culo —hendidura a su juicio injustamente calumniada— lo mueve una única vis combativa. Dandi que adora sumergirse entre la plebe, moralista hechizado por la inmoralidad de palacio, bascula entre los bajos fondos y el mundo elegante con la misma excitación cognoscitiva. Pero no es un libertino gozoso como Rabelais, sino más bien una muestra del Barroco más oscuro, un nihilista cristiano obsesionado por la caducidad. En la glacial La cuna y la sepultura , destripa lo del «ser para la muerte» con tres siglos de antelación respecto al aburrido Heidegger.

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