Bram Stoker - Drácula y otros relatos de terror

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Drácula y otros relatos de terror: краткое содержание, описание и аннотация

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El conde Drácula es uno de los personajes literarios más famosos de todos los tiempos y fruto de la imaginación del autor irlandés Bram Stoker (1847-1912). Un inmortal vampiro deja los oscuros rincones de su castillo en Transilvania para emprender una macabra aventura en Inglaterra, dejando a su paso muerte, miedo y cambiando para siempre la vida de todos aquellos que se cruzan en su camino.Hace su primera aparición en las páginas de la novela homónima, «Drácula» (1897) y pronto despierta en el público universal un apetito voraz por las leyendas vampíricas, inspirando a su vez a numerosos imitadores y dejando tras de sí un legado cultural que llegaría hasta nuestros días. Bram Stoker escribió otras novelas y relatos, antes y después de «Drácula», y aunque no consiguieron alcanzar el mismo nivel de fama, en ellos demostró un dominio de diversos temas y géneros.En el presente volumen, acompañando a su obra cumbre, «Drácula», se encuentran reunidos nueve de sus mejores relatos de terror, repletos de su característica atmósfera gótica y de escenarios perfectos para explorar los límites del horror humano. Contiene ilustraciones inéditas de Alejandro Díaz.

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Me dio tanta pena que intenté animarla; cosa que empeoró la situación: se arrodilló ante mí y empezó a suplicarme que me quedara; o por lo menos, que atrasara mi marcha unos cuantos días. Aunque las reacciones de la mujer me parecían absurdas y exageradas, consiguió que me sintiera algo intranquilo. Intenté ponerla en pie, diciéndole que le estaba muy agradecido pero que era mi deber y debía partir sin más tardanza. La anciana se levantó secando las lágrimas de sus mejillas. Se quitó un colgante que llevaba en forma de crucifijo y me lo ofreció. Estaba confuso. Soy miembro de la Iglesia anglicana; y siempre me han enseñado que estas cosas son idolatrías. Sin embargo habría sido una falta de tacto grave el rehusar tal presente. La anciana me lo ofrecía con su mejor intención. Me colocó el rosario alrededor de mi cuello, presintiendo las dudas que me surgían.

Acéptelo por el amor de su madre exclamó A continuación salió de mi - фото 4

—¡Acéptelo por el amor de su madre! —exclamó.

A continuación salió de mi habitación.

Estoy comprobando que el estado de mis nervios no es el normal; mientras espero la diligencia, que como de costumbre llega con retraso, conservo en mi cuello el amuleto de la anciana, quizá se deba a sus temores o a las muchas leyendas fantasmagóricas que pesan sobre este país. Si este diario llegara a manos de Mina antes de verla yo en persona, que al menos mis palabras le lleven un adiós. ¡Ahí llega la diligencia!

5 de mayo. El castillo.— El gris de la mañana se ha disipado y el sol parece mellado a causa de los árboles o las colinas que impiden su salida por el horizonte. Estoy desvelado. Aprovecho la calma nocturna y mi estado de ánimo para escribir unas líneas. Tengo muchas cosas que me bailan por la cabeza y quiero consignar. Para que esto no se parezca al diario de alguien que comió demasiado antes de salir de Bistritz, detallaré el menú de mi cena allí: unos cuantos trozos de tocino, alguna cebolla y buey, todo sazonado con pimienta y asado ensartado en varillas, como la carne de caballo que venden en las calles de Londres. El vino era un «Medias dorado», que producía una extraña sensación de picor en la lengua, pero que no era desagradable. Solo tomé un par de vasos, no más.

Me subí a la diligencia. El cochero no había ocupado aún el pescante, pues estaba charlando con la dueña del hostal. Pronto vi que estaban hablando de mí, pues de vez en cuando se volvían para mirarme. Poco después se acercaron unos aldeanos que, se mostraron extraordinariamente interesados y se añadieron a la conversación. Todos me observaban con lástima. Yo conseguí escuchar algo, que repetían bastante a menudo. Palabras raras y de distintas nacionalidades. Haciendo ver que todo aquello no me afectaba, saqué mi diccionario políglota de la cartera y las busqué. Confieso que ninguna era demasiado animosa. Encontré ordog (Satanás), pokol (infierno), stregoica (brujo), vrolok y vlkoslak (una eslovaca y la otra serbia, ambas con el mismo significado: una especie de hombre-lobo o un vampiro.) (Nota: Debo preguntarle al conde sobre estas creencias.)

Entre todos habían construido un grupo considerable. Todos se santiguaron en dirección hacia mí. La diligencia por fin arrancó. Conseguí, después de mucho trabajo que un compañero de viaje me explicase el significado de ese gesto. Al principio se negaba a contármelo, pero cuando supo que yo era inglés me dijo que era una protección contra el mal de ojo. Aquello no me gustó debido a mi situación: iba hacia un lugar apartado al encuentro de un desconocido. Pero todas esas gentes me parecían tan bondadosas, y angustiadas, que me emocioné. Conservaré siempre esa imagen del hostal, con toda esa multitud de personajes pintorescos santiguándose bajo el paso abovedado sobre un fondo de naranjos y adelfas plantados en verdes barricas agrupadas en el centro del patio. Entonces el cochero, cuyos hiperbólicos calzones de lino cubrían todo el pescante, golpeó a los cuatro caballos con su látigo y estos, captando perfectamente la orden, emprendieron la marcha.

Perdí de vista el hotel y enseguida todos esos pensamientos fantasmagóricos desaparecieron. Aquella belleza tan agreste del paisaje me distrajo por completo. Aunque estoy casi convencido que de conocer el idioma de mis compañeros de viaje me habría costado bastante más olvidar.

Un terreno lleno de verdor se abría ante nuestras miradas. Era un campo en pendiente y cubierto de vegetación y bosques, salpicado de frondosas colinas, coronadas por grupos de árboles o granjas, con sus blanquecinos aleros mirando hacia la carretera. Brotaba por doquier exuberantes frutales en flor: manzanos, ciruelos, perales, cerezos… Se podía oler la fresca hierba bajo los árboles, completamente inundada de pétalos caídos. No se percibía el final de la carretera, perdiéndose entre impresionantes pinares, que de vez en cuando descendía por las laderas como si de una gran lengua de fuego se tratase. A pesar de que el camino era pedregoso y arduo, lo atravesábamos con una prisa febril. Yo no sabía el porqué de tanta velocidad. Estaba claro que nuestro cochero deseaba llegar a Borgo Prund lo antes posible. Me enteré después de que aquella carretera, que entonces nos zarandeaba sin piedad, era excelente en verano, lo que sucedía era que no había sido reparada aún después del deshielo; de hecho era casi una costumbre, pues antaño tenían mucho cuidado de no repararlas por miedo a que los turcos no creyesen que estaban preparando alguna estrategia militar.

Después de pasar las colinas, se elevaban frente a nosotros, grandes cuestas de bosques, que llegaban hasta las más altas cimas de los Cárpatos. La diligencia se hallaba rodeada por ese paisaje bañado por el sol vespertino que lo transformaba en un hermoso manto de increíbles colores: las sombras de los pinos eran azules y púrpuras, y donde se mezclaban la piedra y la hierba de tonalidades verdes y pardas. En los Cárpatos se creaba una impresionante visión: rocas como colmillos y peñascos como dagas afiladas. Se podía observar despeñaderos que provocaban grandes fracturas en las montañas de verde manchadas. Durante el ocaso pudimos contemplar el hermoso espectáculo del agua brillante cayendo en forma de cascada.

Al doblar la falda de una colina, uno de los que viajaba conmigo me tocó el brazo, para que observara atentamente el elevado pico nevado de una montaña que parecía estar a un metro de nosotros.

—¡Mire! ¡El trono de Dios! —gritó.

Seguidamente se santiguó con gran fervor.

El sol caía cada vez más deprisa a nuestras espaldas, a medida que avanzábamos por el camino zigzagueante. Casi sin atardecer nos vimos envueltos por las sombras nocturnas; gracias a lo cual la cumbre nevada tomó un bellísimo tono rosado.

Pude observar asombrado que la carretera se hallaba limitada a ambos lados por infinidad de cruces, delante de las cuales mis compañeros de viaje se santiguaban. Alguna que otra vez también vimos a algún campesino arrodillado frente a una capilla; para los cuales no existía el mundo exterior, pues ni siquiera volvían la cabeza cuando alguien se les acercaba. También nos cruzamos con algunas típicas carretas de campesinos, que regresaban de trabajar todo el día en el campo.

El anochecer se anunció con un intenso frío. Todo el paisaje se vio sumergido en una oscura nebulosidad; los árboles se apagaron, tan solo los sombríos abetos contrastaban su color con el fondo claro de las últimas nevadas. A la velocidad que iba la diligencia parecía que aquellas masas de follaje gris que salpicaban los árboles se nos fuesen a echar encima; las ramas producían un efecto particularmente lúgubre y solemne que animaba los pensamientos, y oscuras fantasías que aparecían con el anochecer, en el momento en que la puesta del sol vestía a las nubes con formas fantasmales, que parecen serpentear siempre por entre los valles de los Cárpatos. La carretera subía a veces por colinas tan empinadas que a pesar de la desesperación del cochero por llegar a su destino, los caballos no podían más que ir al paso. Mi intención era bajar de la diligencia para ir a pie, cosa que al cochero le pareció una locura.

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