Bram Stoker - Drácula y otros relatos de terror

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Drácula y otros relatos de terror: краткое содержание, описание и аннотация

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El conde Drácula es uno de los personajes literarios más famosos de todos los tiempos y fruto de la imaginación del autor irlandés Bram Stoker (1847-1912). Un inmortal vampiro deja los oscuros rincones de su castillo en Transilvania para emprender una macabra aventura en Inglaterra, dejando a su paso muerte, miedo y cambiando para siempre la vida de todos aquellos que se cruzan en su camino.Hace su primera aparición en las páginas de la novela homónima, «Drácula» (1897) y pronto despierta en el público universal un apetito voraz por las leyendas vampíricas, inspirando a su vez a numerosos imitadores y dejando tras de sí un legado cultural que llegaría hasta nuestros días. Bram Stoker escribió otras novelas y relatos, antes y después de «Drácula», y aunque no consiguieron alcanzar el mismo nivel de fama, en ellos demostró un dominio de diversos temas y géneros.En el presente volumen, acompañando a su obra cumbre, «Drácula», se encuentran reunidos nueve de sus mejores relatos de terror, repletos de su característica atmósfera gótica y de escenarios perfectos para explorar los límites del horror humano. Contiene ilustraciones inéditas de Alejandro Díaz.

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Nosotros los szekler tenemos argumentos para sentirnos orgullosos ya que en - фото 10

—Nosotros, los szekler, tenemos argumentos para sentirnos orgullosos, ya que en nuestras venas corre la sangre de muchísimas razas valerosas y guerreras, que pelearon como lo hacen los leones, como defensa de su poder y soberanía. En este enjambre de razas europeas, la tribu de los ugrios trajo de Islandia el espíritu guerrero que les dio Thor y Odín, y que sus fieles desplegaron con gran arrojo sobre las costas de Europa, Asia y también de África, hasta el punto que estos pueblos llegaron a creer que los hombres-lobo de la mitología se habían hecho realidad. Al llegar aquí se encontraron con los hunos, cuya ira guerrera barrió la tierra como una llama viviente. Esta violencia tan despiadada hizo creer a los pueblos derrotados y moribundos que por sus venas corría la sangre de las brujas expulsadas de Escitia, que al marchar se emparejaron con los demonios del desierto. ¡Estúpidos! ¿Qué demonios o brujas podían ser tan grandes como el mismísimo Atila, cuya sangre corre por estas venas? —y levantó los brazos—. ¿Es de extrañar que la nuestra fuese una raza de conquistadores, con orgullo, que cuando los lombardos, los ávaros, los búlgaros o los turcos atacaban con sus compactas legiones nuestras fronteras, los rechazáramos? ¿Es acaso de raro que cuando Árpád arrasó con su ejército la patria húngara nos encontrase en la frontera, y que el saqueo terminara allí mismo? ¿Y que cuando la invasión húngara se extendió hacia el este, los szekler fueran a socorrer a los victoriosos magiares, sus parientes. La protección de la frontera con tierra turca estuvo a nuestro cuidado durante muchos siglos, y también la indefinida vigilancia de la frontera, pues como bien dicen los turcos: «el agua duerme y el enemigo vela». ¿Quién, de las Cuatro Naciones, pudo recibir con mayor alegría que nosotros, la «espada sangrienta», o acudir a la llamada guerrera más rápido cerca del estandarte del rey? Y cuando quedó redimido aquel gran ultraje a mi país, la vergüenza de Cossova, y una vez las banderas de los valacos y de los magiares sucumbieron ante la Media Luna, ¿quién podía ser sino uno de mi propia raza, como voivodo o caudillo, el que cruzara el Danubio y derrotara al turco en su propio terreno? ¡En verdad este fue un Drácula! ¡Qué indigno su hermano, que al ser derrotado, entregó su pueblo al turco marcándole con el sello de la deshonra y de la esclavitud! ¿Entonces, no fue este Drácula quien inspiró al otro de su misma estirpe, que heredando su fuerza patriótica, cruzó con todo su ejército, una y otra vez, el gran río para invadir Turquía? ¿Él que, regresaba una y otra vez a pesar de ser rechazado, pues sabía que aunque volviera solo de aquel desolador campo de batalla, donde estaban pasando a cuchillo a todas sus tropas, podía triunfar? Se decía que solo pensaba en sí mismo. ¡Bah! ¿De qué sirven los campesinos sin un caudillo? ¿Qué es una guerra, sin un cerebro o corazón que la dirija? De la misma manera, al finalizar la batalla de Mohács, nos liberamos del yugo húngaro, nosotros, los Drácula, estuvimos entre sus jefes, pues nuestro elevado espíritu no podía vivir sin libertad. ¡Ah, joven amigo, los szekler —y los Drácula siempre fueron su sangre, su cerebro y su pecho— pueden estar orgullosos de un glorioso pasado, que familias nobles como los Habsburgo y los Romanoff, a pesar de su larga descendencia, nunca tendrán! Sin embargo esos belicosos días forman parte de un pasado ancestral. La sangre, algo demasiado valiosa en estos días de paz deshonrosa y la gloria de las grandes razas del pasado ya solo son cuentos de hogar.

Una vez más, nos acostábamos al amanecer. (Nota: Este diario se va pareciendo cada vez más, según avanza, a las Mil y una noches o a Hamlet, cuando aparece el fantasma del padre, pues todo se interrumpe con el cantar de un gallo.)

12 de mayo.— En principio, si ustedes me lo permiten, narraré los hechos, de manera sucinta, demostrables con cifras y escritos, de absoluta comprobación, por lo cual no debo confundirlos con las vivencias basadas en mi recuerdo y en mi observación personal. La noche anterior, al entrar el conde en mi alcoba, comenzó a hacerme preguntas, interesándose por asuntos legales de alguno de sus negocios. Había pasado todo el día metido en la biblioteca del conde, consultando entre libros y pude hojear algunos de los temas de los que me examiné en el Lincoln’s Inn. Como había cierta intencionalidad en las preguntas del conde; intentaré anotarlas tal y como las formuló. Puede que me sirva en alguna otra oportunidad.

Primero, me preguntó cuántos abogados se podían tener en Londres, a lo que yo le respondí que, como si quería tener una docena; pero que era mucho más práctico y lógico tener solo uno, ya que más no pueden llevar un mismo asunto legal, y cambiarlo, seguramente, le perjudicaría. Pareció que aceptaba mi contestación como válida. Después quiso saber si podría haber algún problema teniendo a un hombre encargado de la parte bancaria y a otro de las expediciones o cargamentos, en el caso de que fuese necesaria una ayuda local en un sitio lejos de donde vive el primero. Como yo no quería cometer ningún error en mi asesoramiento, le pedí que se explicase mejor. Entonces dijo:

—Nuestro amigo común, el señor Peter Hawkins, que vive, si no estoy confundido, lejos de Londres, ha comprado por mí, y a través de usted, una finca en la capital. Si me permite, voy a serle sincero; el haber utilizado los servicios de una persona que vive tan lejos de Londres, pudiendo escoger entre otros de la misma ciudad, puede parecerle extraño, pero mi propósito era precisamente que la persona escogida no pudiera poner un interés material en la compra, o beneficiara a algún conocido suyo, perjudicando a mis intereses. Esta es la causa por la que me dirigí a una persona de fuera. Ahora supongamos que como yo, una persona que tiene muchos negocios, deseara enviar algunas mercancías a otras ciudades inglesas como Newcastle, Durham, Harwich o Dover, ¿sería más fácil consignarlo a algún agente establecido en alguno de estos puertos?

Yo le respondí que desde luego sería más fácil. Pero nosotros, los abogados, tenemos a nuestro servicio un gran número de agentes encargados de llevar cualquier gestión en ciudades diversas. Así, el cliente, al confiarse a nosotros, puede estar seguro de que todas sus instrucciones se llevarán a cabo, sin ningún problema.

—Pero —contestó—, ¿no podría llevar personalmente dichas transacciones? Me sentí como un empleado consciente de su trabajo.

—En efecto —le contesté—. Muchos hombres de negocios, que quieran que sus negocios sean llevados con una total y absoluta discreción, lo prefieren así.

—Bien —dijo.

Después me preguntó la forma de efectuar los envíos y los requisitos con que debían cumplimentarse y qué clase de complicaciones traería todo ello, pero si era posible soslayarlos tomando algunas cautelas. Le asesoré sobre este tema lo mejor que supe. Me daba la impresión, por lo que pude comprobar durante aquella conversación, que de ser un abogado, habría sido de los mejores, pues no había nada que yo dijera que él no hubiese previsto antes. Resultaba sorprendente que para un hombre que jamás había estado en Inglaterra y que no realizaba muchos negocios, su inteligencia y conocimientos eran formidables. Una vez estuvieron aclarados estos puntos, se levantó de repente preguntando:

—¿Ha escrito después de su primera carta al señor Peter Hawkins o alguna otra persona?

Yo le respondí que no había podido escribir a nadie todavía.

—Pues aproveche ahora, amigo mío —dijo, mientras me ponía la mano sobre el hombro—. Escriba a nuestro amigo o a quien usted quiera, y comunique que su estancia en mi castillo se prolongara un mes más.

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