Permanecieron en silencio durante horas, como estatuas de piedra que apenas agitaban más que las aletas de la nariz, hasta que Mulay, Turki y Omar abandonaron sus precarios refugios y acudieron a colocarse ante ellos en actitud decidida.
–Juramos seguirte hasta la muerte, príncipe –dijo el segundo–. Te lo juramos y venimos a confirmarte nuestro juramento. ¡Pero esto! Esto, mi señor, es peor que la muerte. ¡Regresemos! Salgamos de este infierno y plantemos batalla como auténticos guerreros.
Ibn Saud los observó y había una mezcla extraña de compasión y tristeza en su forma de mirarlos, pero había de igual modo una firme decisión a la hora de dar su respuesta:
–Eso es lo que esperan los xanmars y los ajmans que hagamos, mi queridísimo Omar –señaló–, que intentemos regresar a pie, destrozados, debilitados y tambaleantes, con el fin de galopar alegremente hacia nosotros y divertirse cercenándonos la cabeza de uno en uno.
–¿Y qué otra cosa podemos hacer más que luchar?
–Esperar, porque conozco a los murras, sé que se deslizan como sombras en la noche y ven en la oscuridad, por lo que poco a poco irán pasando a cuchillo a los que han sido siempre sus peores enemigos, que acampan ahora en su territorio. Les estamos proporcionando la oportunidad de vengarse y os aseguro que no la desperdiciarán. O mucho me equivoco, o llegará un momento en que a los ajmans les aterrorizará más la idea de permanecer en el borde de Rub-al-Khali, que a nosotros en su interior. Por eso nos mantendremos quietos y en silencio hasta que nos crean muertos.
–No tendrán que creerlo. Pronto lo estaremos –dijo Mohamed.
–Viviremos –le tranquilizó su hermano–. De eso estoy seguro. Viviremos contra toda lógica, y cuando se hayan olvidado de nosotros, atacaremos donde menos esperan.
–¿Dónde?
Ibn Saud tardó en responder, quizá porque comprendía que lo que iba a decir resultaría inconcebible y advertía que los ojos de todos los beduinos, que se habían ido reuniendo a su alrededor, permanecían pendientes de sus palabras.
Cuando al fin habló, lo hizo muy despacio y con serenidad, plenamente convencido de lo que iba a decir:
–En Riad.
Desde su propio hermano al último de los guerreros le miraron con asombro y como si hubiera perdido el juicio. Quizás el ardiente sol del desierto le había trastornado, y fue Jiluy el primero en reaccionar ante tamaña insensatez.
–¿Riad? ¿Es que te has vuelto loco?
–¿Por qué? Nadie imaginará jamás que un puñado de supervivientes de La Media Luna Vacía sean tan osados como para lanzarse a la conquista de la capital de un reino. Esa es en estos momentos nuestra mejor arma. ¡La única!
–¡Pero eso es imposible! Riad está amurallada y su fortaleza siempre ha sido inexpugnable.
–Lo sé, pero si por casualidad conseguimos tomarla, el eco de la hazaña resonará hasta en el último rincón de Arabia. Entonces todas las tribus del desierto, que lo único que admiran es el valor, se nos unirán para expulsar de nuestra tierra al invasor.
–¡Pero somos tan pocos! –exclamó un desolado Mohamed–. ¡Y estamos tan débiles!
Ibn Saud hizo un gesto de asentimiento, dado que comprendía a la perfección las razones de su hermano, y comprendía de igual modo que sus guerreros compartieran su pesimista opinión.
Pero, recorriendo con la vista aquellos rostros famélicos y leyendo en los ojos de sus feroces y valientes seguidores que tan bien conocía, pareció llegar a la conclusión de que su absurda propuesta había despertado un eco en el corazón de aquella mísera cuadrilla de rebeldes, visto que había llegado el momento de jugarse el todo por el todo en la más increíble apuesta de la historia.
–Estamos muy débiles, lo sé –dijo–, al borde incluso de la muerte, pero, por eso mismo, voy a pediros un nuevo sacrificio: mañana comienza el mes del ayuno, el Ramadán, y por lo tanto os ruego que no probéis ni una gota de agua ni alimento desde que amanezca hasta que el sol se acueste.
Los hombres se observaron entre sí desconcertados.
Todos ellos eran fieles creyentes, seguidores de las enseñanzas wahabitas, la más rígida de las sectas musulmanas, pero sabían también que, en circunstancias tan excepcionales como las que estaban atravesando, incluso los wahabitas tenían permiso para prescindir de tan rígido ayuno.
No obstante, Ibn Saud fingió no percatarse de tales miradas de desconcierto; continuó hablando y su voz fue ganando en entusiasmo, capaz de convencer a cualquiera, tal era su fe en el destino.
–De ese modo templaremos aún más nuestro cuerpo y nuestra alma –insistió–. Y los que sobrevivan a tan dura prueba serán capaces, no solo de conquistar una ciudad y una fortaleza, sino incluso todo un imperio: ¡el Imperio otomano!
El oro turco
compró al traidor,
el oro turco
pagó el cañón,
pero el oro turco
no compra amor,
y Arabia ama
a su señor.
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