—Sí, claro, qué sorpresa, ¿cómo se acordaron? —Y puso cara de agradable asombro, tratando de ocultar el miedo que sentía. El corazón le latía con fuerza.
—Siempre nos acordamos de los cumpleaños de nuestras queridas profesoras —dijo la directora, recomponiendo la cara, ahora que todo parecía seguir un cauce esperado.
Le extendieron una bolsa con un regalo.
—Para vos, de todas nosotras —dijo Estela.
Y como Carolina se quedaba petrificada con la bolsa en la mano, le sugirió de manera amable pero firme:
—Abrilo.
Carolina se puso a abrirlo con torpeza y sin demasiada energía. El papel permanecía cerrado como si fuera de amianto. Se puso nerviosa y desgarró el paquete tirando con todas sus fuerzas. Adentro había una blusita de colores, estampada con flores rojas muy pequeñas.
—Chicas —empezó a decir tartamudeando—, qué lindo. Es muy linda. Muchas gracias.
—¿Te gusta, en serio? —preguntó Mariela.
—¡Claro que sí! Es hermosa. —Y se acercó a cada una para darle un abrazo y un beso—. Se los agradezco mucho. Qué gran sorpresa.
—Sí, te vimos que no te lo esperabas para nada —dijo Estela con una sonrisa.
—Sí, para nada —asintió Carolina con vergüenza.
En la mesa había unos sándwiches y en el centro una torta. A los costados había vasos de plástico con botellas de jugo y gaseosa al lado.
—Bueno, comamos, no sean tímidas —dijo la directora.
Todas se abalanzaron y tomaron sándwiches. Carolina tomó uno con timidez. Su mano se acercaba a la bandeja con extremada lentitud, en un gesto corporal de pedir permiso y disculpas al mismo tiempo.
—¿De qué signo sos? —preguntó una profesora, mientras masticaba el sándwich.
—¡Virgo! —exclamó Carolina, con alivio—. Muy ordenadas y trabajadoras —recitó, y largó una risa nerviosa, haciendo un ruido que parecía el de un chancho. Una y otra vez.
Le sirvieron jugo y tomó un trago. Todas la miraban y hacían comentarios dirigidos a ella. Carolina sonrió, estiró sus labios y sonrió. Dejó la sonrisa fija en su cara, y de nuevo empezó a sentir que le tiraba la piel, pero no dejó de sonreír. Al cabo de un rato, pusieron la torta enfrente de ella. Tenía una velita en el medio.
—No quisimos poner más velitas, porque la edad no importa, o por lo menos nadie necesita que se la recuerden, ¿no es cierto? —comentó la directora, que tendría sus buenos años, con la piel bastante arrugada, y parecía decirlo más por ella misma que por Carolina.
—Claro que no —asintió Carolina, con fingida convicción—. Con una sola está perfecto.
Prendieron la velita y varias juntas le advirtieron:
—No vayas a soplar sin pedir los tres deseos, que es de mala suerte.
Carolina no era una persona supersticiosa. Pensó que eso era un alivio porque si era mala suerte no pedir deseos antes de soplar las velitas del cumpleaños, no quería ni pensar qué pasaría si uno pedía deseos y soplaba velitas sin que fuera su cumpleaños. Estaba tan preocupada por que no se notara toda la actuación que venía haciendo que por más que intentaba sentir emoción y alegría no lograba hacerlo. Estaba fría, seca, increíblemente incómoda y con ganas de irse corriendo, pero quieta, clavada en el lugar, sonriendo, con la piel tirante, pensando en los tres deseos. No quiso fingir pedirlos y pidió los que pedía siempre, con la mirada perdida, fija en un lugar impreciso, más allá o más acá de todos: Que ningún ser querido se muera o enferme, que no me falte trabajo, que yo y todos a los que quiero seamos felices. Terminó de pedir los tres deseos y con la mirada algo obnubilada sopló fuerte, muy fuerte, como si quisiera espantar un fantasma.
—Eh, pero qué pulmones. —Escuchó que le decían.
Carolina sonrió en una mueca de felicidad, una cáscara de alegría. Con los ojos brillosos y fijos se zampó su porción de torta, sintiéndose sola, terriblemente sola y perdida.
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