Así, he complementado el análisis formal y su terminología asociada siempre que me ha parecido necesario, a partir de tres vertientes: la tratadística musical de la época colonial, cuyas ideas o conceptos suelen poner en evidencia formas de entender la música diferentes a las de hoy en día; la semiótica de la música, que en las últimas décadas ha puesto a nuestra disposición términos útiles como tópico y gesto, que serán explicados en cada caso; y los estudios actuales sobre la retórica musical del barroco, que combinan la terminología del siglo XVII con teorías recientes para ayudarnos a comprender los modos de expresión musical de los afectos en las obras del período.
Con todo, queda al menos un aspecto en las palabras de Josefa Soto que me ha llevado a utilizarlas como punto de partida para esta introducción: la definición de reato en el diccionario de la RAE no ha cambiado desde su primera edición (1737) hasta la actual. Lo mismo ocurre con el término dulce, que continúa empleándose para referir a algo «grato, gustoso y apacible», tal como en el siglo XVIII. De manera que, si bien los términos y las expresiones del período colonial conllevan significados propios del contexto en el que fueron escritos, algunos de ellos continúan usándose de manera muy similar -cuando no idéntica- en nuestros días. Esto anticipa un aspecto que trataré con mayor profundidad al hablar del villancico Hermoso imán mío (capítulo 4). Por un lado, quien investiga el pasado se ve siempre enfrentado al problema de la diferencia, por el hecho obvio de que la vida, en sus distintas dimensiones, va cambiando con el tiempo, sobre todo si en lugar de años se habla de décadas o siglos de distancia. Sin embargo, casi siempre es posible hallar semejanzas entre las prácticas pasadas y presentes: por ejemplo, si actualmente resulta factible que alguien cante en una reunión familiar acompañándose con una guitarra, se verá que también lo era en los siglos XVII y XVIII, aunque las canciones, guitarras y casas fuesen distintas a las de hoy en día. Por tanto, para el historiador su experiencia presente constituye una puerta de entrada hacia el pasado, lo que hace que el ejercicio de historiar implique necesariamente una tensión -o un diálogo- entre el presente del historiador y el pasado de las fuentes que estudia. Obviamente, esto no debería llevar a una identificación sin más entre nuestra realidad y la de los antiguos caciques coloniales a los que refiere Saignes -o entre el Santiago del presente y el Santiago colonial-. Y ahí radica el meollo del problema, ya que nuevamente nos vemos en la necesidad de poner a dialogar dos extremos entre los cuales se halla una amplia gama de matices y posibilidades; nuevamente enfrentados, a fin de cuentas, al problema de la dualidad.
La producción previa
No tiene sentido referir aquí todos los textos que han abordado la música del Chile colonial durante más de un siglo; primero, porque ya he realizado este ejercicio en relación con los que pueden considerarse como «tradicionales» -sin duda los que más han influido en nuestra visión actual del campo-; 38y segundo, porque la mayor parte -si no su totalidad- será citada en más de una ocasión a lo largo del libro. Aun así, ofrezco a continuación una breve reseña de los trabajos previos que me parecen más relevantes.
Aunque no pretendiera realizar una investigación en sentido estricto, el primero que ofreció información histórica sobre la música del Chile colonial fue José Zapiola, primero en el Semanario Musical, periódico editado en 1852 en el que publicó anónimamente una serie de artículos titulada «Apuntes para la historia de la música en Chile»; 39y más adelante en sus Recuerdos de treinta años, donde dichos artículos fueron ampliados para dar forma al capítulo «Música, teatro y baile». 40Este último constituye el principal texto histórico sobre música del autor y está basado fundamentalmente en su experiencia de vida, por lo que abarca mayoritariamente el siglo XIX. Sin embargo, incluye datos sobre la última parte del siglo XVIII, tomados de testimonios orales y de uno que otro documento que Zapiola afirma haber consultado, aunque sus referencias sean imprecisas. En términos generales el texto presenta a un Santiago colonial en el que había unos cincuenta claves, algunas espinetas, veinte o treinta arpas, uno que otro salterio y una «innumerable cantidad de guitarras». Además, afirma que los dos primeros pianos arribados a Chile lo hicieron a fines del siglo XVIII y que ambos pertenecían a la fábrica del constructor sevillano Juan del Mármol. Si se excluyen las cifras, estas afirmaciones son plausibles y he podido confirmar, incluso, algunas de ellas. Lo que resulta más discutible es el tono despectivo que el autor emplea para referirse a la vida musical de la colonia, que queda de manifiesto en expresiones discutibles como «se cultivaba la música en proporción a esos escasos recursos» y «Poco más o menos en este estado de esterilidad y atraso permanecimos [...]»; o derechamente falsas, como cuando señala que los «instrumentos de cobre eran desconocidos entre nosotros» y que la «corneta, el clarín, etc. viejos ya en todas las colonias españolas, aún no habían llegado a Chile». Esta evaluación negativa del período anterior le permite ponderar el tiempo que le tocó vivir y situarse a sí mismo como precursor del verdadero arte musical, cuyo inicio fija en 1819 -época en la que, no por casualidad, afirma haber comenzado sus estudios musicales-. A todo ello se unen otros datos erróneos, como la supuesta existencia de un padre «Madux», a quien me referiré en el capítulo 5. De manera que el texto de Zapiola, pese a su indudable interés musicológico, resulta poco fiable como fuente respecto a la música del Santiago colonial.
Pese a estos problemas sus afirmaciones tuvieron un gran impacto en la literatura posterior. Así queda de manifiesto en la obra de Aurelio Díaz Meza, escritor y periodista que publicó a comienzos del siglo XX una serie titulada Leyendas y episodios chilenos, consistente en relatos ficcionales sobre el Chile colonial, aunque construidos a partir de datos históricos. 41De este hecho se desprende el principal problema de esta obra: a menos que se cuente con fuentes complementarias, como ocurre en ciertos casos, no siempre queda claro qué datos proceden de fuentes documentales o bibliográficas y cuáles lo hacen de la imaginación del autor. Otro problema es la forma acrítica en la que Díaz Meza reproduce la evaluación general de Zapiola, incluso cuando contradice otros pasajes de su libro. Por ejemplo, afirma que hacia 1811 «los instrumentos de metal; la corneta y el clarín, tan en uso en toda la América española, no habían llegado aún a Chile»; y esto pese a haber mencionado en otro capítulo los «clarines» que sonaron durante la recepción del gobernador Meneses en 1664. 42Sin perjuicio de ello, Díaz Meza proporciona antecedentes valiosos y con frecuencia verosímiles a la luz de los documentos que he revisado, lo que explica que lo use como fuente en algunas ocasiones, pese a las reservas ya apuntadas.
Llegamos así a la primera investigación stricto sensu sobre la música del Chile colonial: el libro Los orígenes del arte musical en Chile (1941) del historiador Eugenio Pereira Salas, que está dedicado en gran parte a ese periodo. Como es sabido, esta obra influyó poderosamente en las investigaciones posteriores y fue considerada durante mucho tiempo como un texto definitivo sobre la materia. 43A ello contribuyeron sus indudables virtudes, como, por ejemplo, el haber proporcionado información inédita a partir de documentos de archivo; su atención a una amplia variedad de tipos musicales -desde la música sacra hasta la «popular»- y espacios -desde las casas particulares hasta las plazas de las ciudades-; y su esfuerzo por integrar lo oral y lo escrito a través de un trabajo comparativo entre las fuentes coloniales del pasado y la música tradicional del presente. En estos y otros aspectos Los orígenes resultó anticipatorio de tendencias que iban a adquirir primacía en la historia cultural y la musicología durante las décadas posteriores.
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