Jesucristo es el punto cero: es el centro alrededor del cual gira la vida del cristiano, giran los acontecimientos que se irradian de aquella luz de Belén durante su vida en la tierra: su predicación, sus doce discípulos, el grupo de mujeres discípulas, el sufrimiento por la hostilidad de los sacerdotes y de las autoridades del templo; el amor de la Magdalena, de María, Marta y Lázaro; la voluntad del Padre, la entrega del Cordero y la fe de millones que comen su pan. Es el centro de la historia y también el centro de mis pensamientos y deseos del espíritu: ¿cuál es mi destino, el sentido de mi alma, del amor, de mi felicidad? Es el punto de referencia en cada lucha de mi vida, cuando trabajo o estudio, juego o reposo, atiendo a la familia o me arriesgo en el peligro.
Cada día, cada hora vivo mi experiencia en el mundo: gozo, suspiro, me amargo, me libero. Desde este mundo real camino hacia Él, con esperanza, entusiasmo, o angustia, duda, desconfianza. Cualquier reflexión profunda sobre mí mismo arranca de esta experiencia de Él. ¿Hay algún acto de mi vida en el que esté ausente, marginado, olvidado? Sin Él estoy vacío, sin rumbo.
Él ha nacido. Recupera todos los eventos maravillosos que vivió María, su madre: el día del anuncio del Ángel, con el estremecimiento de su presencia en ella; la agonía de José ante el milagro increíble y aceptado, solo cuando «(...) el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: ‘José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo’» (Mt 1,20). Recupera la exaltación de su mensajero, el Precursor, a los pocos días del alumbramiento de Isabel, su prima, cuya noticia le llegaría con el cántico de Zacarías: «Y tú, niño [Juan el Bautista], serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76). Recuperó el sentir de su pulsar, dentro de su vientre, día tras día. Hubo que releer las palabras de Isaías para aceptar lo sublime: «Mirad, una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel» (Is 7,14).
Toda la familia del linaje de David comprometida con el milagro y todos los descendientes del rey alborotados en un éxtasis colectivo, como si este hubiera resurgido desde su tumba en Jerusalén: el milagro que el rey poeta previó y anunció ochocientos años atrás, ahora está entre nosotros. Y Miqueas lo confirmó: «En cuanto a ti, Belén Efratá, la menor entre los clanes de Judá, de ti sacaré al que ha de ser el gobernador de Israel; sus orígenes son antiguos, desde tiempos remotos» (Mi 5,1).
El punto cero es inagotable y sigue enviando sus mensajes de verdad y de amor: una verdad que solo reside en la intimidad de mi secreto; un amor que solo nace con su presencia, y da luz a mi vida espiritual y material al mismo tiempo. Es un proceso de doble corriente de inteligencia y de valor: es mi visión para encontrar las dimensiones de este secreto, que va hacia Él, y es la corriente de su poder hacia mí, que afecta mis decisiones y mi entrega. Para cada tiempo, hay un reflejo de su poder en mis días: en la calle, en el campo, en la oración, en la cumbre del gozo y en el mar de la tristeza. Él es la brújula, el horizonte, toma mis decisiones, solventa mis dudas, da fuerza a mis intenciones y claridad a mis ideas. En general, las explicaciones responden a unas preguntas:
María le pregunta al ángel: ¿cómo será esto posible si no conozco varón?
Los magos se cuestionan: ¿dónde está el rey de los judíos que ha nacido?
María interroga a Jesús: ¿hijo, por qué nos has hecho esto?
Juan y Andrés le preguntan a Jesús: ¿dónde vives?
San Juan Bautista le manda a preguntar a Jesús: ¿eres tú el que tenía que venir?
Nicodemo le consulta a Jesús: ¿cómo puede uno nacer de nuevo?
El demonio interpela a Jesús: ¿qué tengo yo contigo, Jesús, hijo del Altísimo?
La gente le pregunta a Jesús: ¿cómo vino usted aquí?
El joven rico le consulta a Jesús: ¿cómo puedo entrar al reino de los cielos?
La samaritana le pregunta a Jesús: ¿hay que adorar a Dios, aquí o en Jerusalén?
Un escriba interroga a Jesús: ¿cuál es el primer Mandamiento de la ley?
Jesús es interpelado por Marta: ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo?
Los fariseos cuestionan a Jesús: ¿cómo puede ese hombre perdonar los pecados?
Pedro y Juan indagan, preguntándole a Jesús: ¿dónde quieres que preparemos la Pascua?
El sumo sacerdote le pregunta a Jesús: ¿eres el Cristo, el hijo del Dios Altísimo?
Pilato interroga a Jesús: ¿es usted un rey?
Los discípulos preguntan a Jesús: ¿ahora vas a restaurar el reino de Israel?
Saulo, caído al suelo, cuestiona a Jesús en la oscuridad: ¿Señor, quién eres?
A cada pregunta, una respuesta que surge del misterio, de la intimidad, del corazón; el señor de la verdad no puede mentir. A cada respuesta, corresponde una dimensión de su conciencia, un relámpago del espíritu que habita en Él. Es como un rayo de sol que pinta una imagen; el diorama de su mera esencia se compone imagen tras imagen. Nada es estático o muerto; el devenir de su existencia es un camino que se eleva hacia el enigma de Dios, que da a un ser humano, como yo, la comprensión del infinito, en el cual Él es el centro. Un camino de aproximación nunca logrado; qué bien lo expresa Zacarías:
Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que harán que nos visite una Luz de lo alto, a fin de iluminar a los que habitan en las tinieblas y sombras de muerte, y guiar nuestros pasos por el camino de la paz ( Lc 1,78-79).
A su vez, la introduce San Juan: «La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo» (Jn 1,9). Ya pasaron los días de andar por el desierto, buscando una ciudad donde habitar y seres humanos con quien conversar, sin encontrar caminos ni una fuente de agua para nuestra sed. Él está entre nosotros y nos deja hacerle más preguntas; sus respuestas se dan de alma a alma. El agua que nos da brota en nosotros, y fluye de los lados del templo hasta la vida eterna. Es real, es un anillo en la cadena de la historia sagrada.
El ángel había dicho: «Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,32); está situado en la historia de Israel. A José, el Ángel le recordará: «José, hijo de David» (Mt 1,20); también él entra en la historia por la familia. Ese hombre, el que permanece en la sombra, igualmente ocupa un lugar en la línea del poder de Dios. Él le pondrá el nombre Yehoiuá, cuyo origen se encuentra en dos palabras hebreas: Yeho (Yahvé) y suá (salva): «(...) porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21b). Hasta ese momento, José era solamente el novio de una muchacha de Séforis, y posiblemente trabajaba en la reconstrucción de esa ciudad, que se encontraba a solo cinco kilómetros de Nazaret. Los romanos que habían reconquistado y destruido Nazaret, ahora se dedicaban a edificarla nuevamente para coronarla como el centro administrativo de toda Galilea. Ahí, José conocería a la joven María, hija de una familia sacerdotal, quien además era de su mismo linaje.
A través del sentido tradicional de los judíos, conscientes de ser pueblo de Dios, Jesús, el punto cero de referencia, no es un nombre suspendido en un sueño, sino que es el nuevo rey de Israel, quien de David recupera la santidad, la inspiración poética y la protección incondicional del Padre Dios; asimismo, revive su espiritualidad y la autoridad para rescatar a su pueblo de la infidelidad mediante el perdón de sus culpas. Es, al mismo tiempo, rey y pastor, guía y maestro, profeta y víctima, taumaturgo y hermano. Su realidad queda establecida: cuerpo y sangre, «nacido de mujer» (Ga 4,4), adorado en la cuna, venerado como profeta, sitiado por las masas, mortal y triunfante sobre la muerte.
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