Marta Cecilia Vélez Saldarriaga - Mientras el cielo esté vacío

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En esta primera novela de Marta –novela póstuma– encontramos coherencia temática y estilística. Se desplaza también con sus personajes trashumantes, múltiples y contradictorios, por los asuntos que siempre marcaron su pensamiento: las mujeres en los ámbitos públicos y privados, los desposeídos, los desplazados, los expulsados, los habitantes de las márgenes de las ciudades, la violencia, la inequidad, el cuidado, el amor, el lenguaje Marta entra y sale de sí misma con los ritmos de la música, de la respiración y del habla, trata de narras la errancia con la voz de los otros, de contar el horror con polainas trenzadas con el hilo conductor de una empatía creciente que transformó su propia vida.

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Los toques repetitivos de un acordeón, vaciado él también y muerto el pálpito alegre de sus sones, son ahora la ironía de quienes han sobrevivido para narrar el horror, para que el temor y la desesperanza se propaguen con el viento, paralicen los cuerpos y derroten los ánimos de quienes pronto recibirán a aquellos visitantes. Los próximos. Retumban los corazones asustados, acelerados con la marcha imparable de la violencia certera.

El ruido denso golpea la tierra, tiemblan las ramas de los árboles, se sacuden las hojas, huyen los pájaros nocturnos, el viento arrastra ayes con un canto de río desatado, y se eleva un adiós inmisericorde, tajante. Es un compás sucesivo, obsesivo: el ritmo apagado y seco de la caída de los cuerpos en la vaciedad de la tierra.

El miedo paraliza los labios y los cierra en un adentro que repetirá cada imagen una y otra vez en las mentes atormentadas de los que permanecen. Esa noche es hoja tatuada, escritura la tierra removida, cifra la sangre derramada. Memoria y huella que guarda cada sonido, cada piel desgarrada, cada suspiro atrapado. Grafismo del horror.

Cavan, quieren que todos los cuerpos desaparezcan sabedores de esa otra muerte que es la muerte desaparecida. Para que el horror se prolongue entre los que quedan. Aquellos otros, a quienes les han sido sentenciadas la búsqueda y la memoria.

Los árboles quebrados señalan los caminos: cicatrices que se han abierto por la marcha de aquel furor encarnado, del odio vivo con sus muertos entre las garras. Los asesinos entran con el ánimo enaltecido, ebrios de sangre, saben que ninguna otra acción superará aquel horror: triunfan. Lo habían aprendido de la historia, de esos horrores que un día asombraron los corazones y terminaron convirtiéndose en cotidianidad.

Los días y las noches se sucedieron marcados por una música que era danza al ritmo de las balas y del aserrar sobre los cuerpos. Atrás quedaron los pueblos sumidos en el estupor y la desgracia. Lacerada en la memoria de los sobrevivientes la música, su música, agonizaba en aquella orgía de odio y furia. Entre las sombras cabalgaban los ecos de las palas, acongojada la noche, enmudecidas ya las balas, detenido el zigzagueo sordo y empantanado –sangre el pantano– de las motosierras. Entonces la tierra fue la mordaza que cerró, acaso para siempre, la posibilidad de realizar los ritos funerarios para despedir a los muertos y erigir un lugar para su memoria, y la montaña herida albergó en su seno el mal y su imposible justificación. Moriría el pueblo.

En adelante, grupos de mujeres como aves enlutadas tras los despojos, trajinarán los caminos de la tierra en afán desenterrador: volverán una y otra vez a abrir su vientre, buscarán cada signo que señale las fosas, cada pista exigua que conduzca a los desaparecidos; muchas veces, perdiendo su horizonte, seguirán tras otras huellas y otros paisajes a otras que tienen sus mismos dolores, que están en su misma desolación, pues todas, indistintamente, son las habitantes del duelo, del terror permanente y del abandono. Detrás de los asesinos van las masas de mujeres que buscan a sus muertos. Un fuerte lazo los une: el miedo, que mientras se inocula en ellas, los fortalece a ellos, ambos, odiosamente unidos, desesperadamente atados.

CAPÍTULO 1

SOBRE LAS HUELLAS DEL ODIO

El sol anida en sus labios en pequeños cráteres por los que corren hilos de sangre, está huyendo de la muerte. La tierra que pisa despierta una memoria que ella, niña como es, desconoce; por aquellos polvorientos caminos, miles de seres humanos transitaron y tanto huyeron que se fueron a morar en el olvido. Repite los mismos pasos vacilantes, el mismo miedo palpita por sus venas y el mismo rojo tiñe sus ojos y mancha el horizonte.

Reconoce en su cuerpo la orden de partir. Lleva en su mente las heridas y los gritos desgarrados que atormentan sus oídos y una sed que la asedia arranca de sus músculos el primer impulso y su cuerpo trastabilla, obnubilado, lento. El calor húmedo le roba el llanto, la visión y el miedo, al exigirle detener la huida, inclinarse, dejarse caer, dormir sobre la arena. Las fuertes convulsiones que la atacan en forma de arcadas, son impulsos que ella apenas sobrepasa, solo se sostiene por momentos a la sombra de algún árbol donde en otro tiempo, con la felicidad de las fiestas de su pueblo y acompañada por otros niños, se subía ágil para amarrar de sus ramas banderolas multicolores.

Quiere vomitar, pero ¿qué? Lleva días caminado sin comer ni beber, sin hacia dónde; todo lo han interrumpido las balas, todo ha sido cegado con el golpe reiterado de las ametralladoras; el sol reversó su curso, abrió las sombras y trajo la más terrorífica noche sobre aquellos montes y sus pueblos. Y la oscuridad con sus fantasmas se ha precipitado antes de tiempo. Vomitaba, pero ¿qué? No lo que había visto, tampoco el sonido de la caída de los cuerpos sobre la arena húmeda de sangre, ni la cerrazón de sus ojos cuando fue cortada la luz del pueblo. A veces anda en círculos, pues instintivamente rehúye los caminos y se interna en parajes solitarios que le prometen la muerte. Es apenas una niña sobre cuyas espaldas pesa el horror, el odio obsesivo, la matanza reiterada. Es la misma que desde hace siglos huye con el descubrimiento precoz de un odio antiguo.

Hacía rato había amanecido y el sol la golpeaba con un resplandor que contrastaba con su cuerpo moribundo y perdido. Caminaba por el límite donde solo laten ya, tenues y a punto de cesar, los instintos. A lo lejos se escuchaban los sonidos caóticos de diversos sones y un constante repiquetear de tambores y chirimías que venían desde distintas partes en aquella maraña de pueblos que se empinaban entre los montes, o quizá eran recuerdos de músicas de otro tiempo, alucinaciones. Vencida, no logró mantenerse en pie ni dejar los ojos abiertos, una nubosidad velaba el camino y se quedó quieta, muda y enceguecida bajo la sombra de un árbol. Sintió que alguien se acercaba sigilosamente y quiso huir, pero unos brazos rodearon su cuerpo; quiso defenderse, pero no pudo hacer nada, unas gotas cayeron en sus labios, alguien le hablaba, pero ella no lograba articular palabra y no tenía fuerzas para gritar. Sintió que se hundía profundamente en un sueño.

Una mujer había llegado silenciosa y lenta; escondida entre los matorrales, notó el caminar desacompasado y errático, vio el cuerpo lánguido deslizarse hacia la tierra y caer. Venía huyendo también. Desde lejos, esa figura recogida sobre sí misma le parecía una vegetación más. Segura de que nadie llegaba, se acercó y dejó caer agua sobre sus labios en llaga. Le preguntó su nombre, de dónde era y por qué estaba allí sola pero no obtuvo respuesta, y cuando quiso insistir, escuchó unas voces que venían del camino que había recorrido en su huida. Con el temor de que las descubrieran, la mujer condujo a la niña en sus brazos hacia unos matorrales. Estaba terriblemente cansada y a punto de rendirse, pero el miedo es un aliado que no cede. Toma un trago de agua, le humedece los labios a la niña y le da pequeños trozos de bollo limpio. Así permanecen, sin hablar, atentas. El viento trae unos sones desordenados. Múltiples resonancias de compases que se entrelazan y torturan los oídos. La fiesta de horror y sangre continúa, y en el fondo de las caóticas músicas, está el sonido de los cuerpos que caen sobre la arena.

Los ecos hacen que la niña se refugie en el cuerpo de la mujer, en un movimiento instintivo de cercanía. Entre los pliegues de su ropa humedecida por el sudor, en el verde de su camisa, la niña ve paisajes y aves revoloteando. Sobre el calor de ese cuerpo se ve corriendo, jugando “la lleva”, saltando en una “golosa” que le promete el cielo. Se encuentra en una distancia que es límite, y busca el seno, el soplo. Busca la vida, asimilarse a ella, descubrir su aliento en el latido del corazón. Ritmo que su pueblo supo conservar en los tambores que le permitieron sobrevivir, con cada pulsación, al ímpetu arrollador de la violencia. Se ve a sí misma en aquellos momentos detenidos. Un acontecimiento le ha arrebatado la posibilidad de estar unida a ellos, contempla su vida como algo lejano y quizá ya muerto. Ovillada al cuerpo de la mujer la niña permanece inmersa en las febriles imágenes en las que ella ya es otra, separada de los recuerdos, retratos apenas de un mundo que se hundió cuando sintió las ráfagas de metralleta, los gritos de alarma y el apretón de una mano que la haló fuerte, y le dio la orden drástica de correr hacia el monte.

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