Poco más había que añadir a aquella truculenta historia.
—Me parece increíble verte aquí, vivo…
Las lágrimas comenzaban a regar mis mejillas y él tampoco fue capaz de aguantar la emoción, levantándose para fundirse conmigo en un fuerte abrazo.
—Me alegra volver a verte, Pedro —dijo, entre sollozos.
—¡No me fastidies! —fue lo único que acerté a responder.
Permanecimos así, abrazados, durante un minuto, hasta que nos separamos para mirarnos a la cara, con la amistad retomada tras larga espera.
—Ahora escúchame —dijo, para mi sorpresa—, porque no solo he venido a verte para darte la buena noticia de mi resurrección. Tenemos que hablar seriamente.
Yo estaba totalmente descolocado, pero él, haciendo uso de su viejo instinto de cazador, comenzó a darme detalles sobre mi misión, que no tenía forma de conocer y, sin embargo, parecía haber planificado como si del mismo Sotomayor se tratase:
—Desde mi llegada a Madrid, un nombre suscitó mi curiosidad: Ramón Sotomayor.
Tenía toda mi atención, porque en aquel punto su vida y la mía volvían a cruzarse:
—Era un individuo del que decían que había llegado de Granada, donde presidió la Real Audiencia. Tirando de mis recuerdos, lo conecté contigo: había sido tu jefe, el mismo que te había mandado a Antequera, a descubrir al asesino del señorito putero.
Yo asentía, tragando saliva con dificultad, porque era previsible que me hiciese alguna revelación sobre mi jefe que me pusiese sobre aviso en adelante:
—Me convertí en su sombra, en parte por interés hacia su persona y en parte por hacerte justicia, ya que me parecía disparatado el embolado que te había colocado haciéndote investigar aquella intriga, putrefacta por todas partes.
»Entonces supe que comenzaba a hacer carrera política dentro de las filas moderadas, aunque había decidido tomar partido en las refriegas que amenazaban con descomponer al partido, desgastado por tantos años al frente del Gobierno, que siempre responde a los caprichos de nuestra reina. Aspiraba a hacer fortuna de la mano de O’Donnell, cuya estrella asciende a la misma velocidad a la que se empaña el esplendor del general Narváez y sus secuaces.
—Se acercan días muy complicados, Pedro —sentenció, fatalista—, y nadie, entre los políticos reputados que han dirigido la nación en los últimos años, se atreve a aventurar cuál será el futuro de España. Por eso necesito saber algo
Aguardé, ansioso y temeroso a la vez:
—Cuando yo estrechaba el cerco sobre Sotomayor y sus planes, que siempre son oscuros y están llenos de dobleces, de pronto, apareciste tú en escena. Dime, ¿qué te ha traído hasta aquí?
Había estado esperando aquella pregunta desde el mismo momento en que identifiqué a mi amigo tras los afeites que velaban su identidad. Por tanto, tenía la respuesta preparada. Ahorraré al lector el relato, de nuevo, de mis desventuras amorosas en Granada, mis aspiraciones de ascenso y mi llegada a Madrid como única vía de escape, de la mano de quien diez años atrás me había prometido contar conmigo, como comparsa de su propia prosperidad personal. En lo tocante a la labor de espionaje de los demócratas y de los progresistas, también hube de franquearme con él. En el fondo, le conocía desde hacía demasiado tiempo, y había contado con pruebas sobradas de su lealtad, máxime allí, en aquel preciso momento, como para andarme con secretos. Recordaba que, en Antequera, me había sentido muy molesto a medida que había ido descubriendo los secretos que todos se empeñaban en ocultarme para dificultar la investigación, y consideré que no debía hacer que Antonio se viese sometido al mismo tormento.
Cuando hube acabado mi excurso asintió, sopesando la gravedad de la información que acababa de transmitirle:
—Ten mucho cuidado, Pedro, te lo digo en serio.
El tono de su piel daba a entender que su miedo era real, y estaba consiguiendo contagiármelo, de modo que, por más que yo sospechase qué quería decir, exigí una explicación:
—Por favor, Antonio, concreta un poco más.
Inspiró, cogiendo fuerzas, y dio rienda suelta a su teoría:
—Sotomayor no da puntada sin hilo, y tú lo sabes bien —comenzó, cauteloso—. ¿No te escama en absoluto que no te haya llamado hasta ahora? ¿Jamás te has preguntado cuál es el motivo de su requerimiento, cuando muy bien podía haberse olvidado de ti?
Le repetí que sí, que claro que me había parado a recapacitar sobre aquella feliz coincidencia, como aún me preguntaba cuál era la maldita casualidad que me había llevado a hospedarme en la misma fonda donde trabajaba, bajo entidad figurada, el cadáver de mi amigo Antonio Castillo. Pero estaba visto que las casualidades iban a marcar el comienzo de mis andanzas en Madrid. No debió encajar bien la ironía, porque se tornó muy serio y me advirtió:
—Me parece justo que te pongas a la defensiva. En el fondo, ¿qué he venido yo a hacer? ¿Pedirte cuentas, tras un silencio tan prolongado? Pero recuerda que siempre fui tu amigo y que jamás quise que te ocurriese ningún mal. Sacrifiqué mi propia vida para salvar tu reputación.
Ahí había tocado mi fibra sensible, de modo que no me quedó más remedio que bajar la guardia y disponerme a aceptar sus consejos.
—Te escucho —susurré entre dientes.
—El panorama nacional está muy revuelto, Pedro. El Partido Moderado tiene los días contados: con Sartorius al frente, se va a descomponer a una velocidad insospechada y no podrá regresar al poder como tal nunca más. Si vuelve —aventuró—, será como algo nuevo, y ahí el general O’Donnell tiene mucho que decir. Lo que ocurre es que el irlandés es muy listo, y sabe que el tiempo de las conspiraciones de salón ha pasado. Hace cinco años, Francia mostró el camino a seguir a las masas enfurecidas contra los abusos de la élite burguesa, y nos ha traído la semilla de la democracia. Esta última es la única amenaza seria a las aspiraciones del bando de O’Donnell. Por eso Sotomayor, que es hechura del general, requiere tus servicios: eres el infiltrado perfecto, porque no tienes nada que perder, y eso te convierte en una víctima propiciatoria inmejorable. Si los demócratas descubren tu juego, reaccionarán; y créeme, no todos secundan la diplomacia como manera de enfrentarse a sus adversarios políticos. En las filas del partido hay gente exaltada, salida del lumpen de esta ciudad, dispuesta a todo con tal de conseguir lo que se propone. De modo que si te dejas el pellejo en la empresa, no hay riesgo ninguno, porque nadie te va a llorar. ¿Recuerdas el símil que te contaba antes, refiriéndome a los caminos de la justicia? Pues tú representas al pobre desamparado y desgraciado que no tiene quien le defienda.
Un sudor de desconcierto bañaba mi frente:
—Otra vez, sin comerlo ni beberlo, te has convertido en la marioneta de Ramón Sotomayor. Y lo que es más grave…
¿Aquello no era todo?
—Te ha pedido que vigiles a los progresistas, y seguramente te acabará exigiendo que también establezcas un estrecho cerco sobre cualquiera que piense de modo diferente a él. Ese es el peligro de personas como el expresidente de la Audiencia de Granada: su visión del mundo se reduce a un «o conmigo, o contra mí». Vas a ser la cara visible de sus largos tentáculos para todo el mundo. Si su causa triunfa, compartirás las mieles del éxito con él; ahora bien, amigo, como fracase, las aves de presa no tardarán en precipitarse sobre tus despojos. Y nadie llevará flores a tu tumba…
Caí derrumbado en la cama. ¿Era posible? ¿De tal modo me había dejado engatusar una vez más? ¿Acaso nunca iba a aprender? Su mano, palmeando mi espalda, me trajo la serenidad:
—Salvo yo mismo. —No miento si digo que respiré con mayor fuerza cuando oí aquella confesión—. La fortuna ha querido que nos reencontremos, para bien de ambos. No te voy a dejar caer, aunque sea, esta vez sí, lo último que haga, Pedro.
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