Esta inclinación es reflejo de la singularidad de una persona. Y esa singularidad no constituye una mera ilusión poética o filosófica: es un hecho científico que, genéticamente, cada uno de nosotros es único; nuestra composición genética exacta no ha existido nunca antes, ni se repetirá jamás. Esta singularidad se revela en nuestras preferencias innatas por actividades o temas de estudio particulares. Tales inclinaciones pueden ser por la música o las matemáticas, ciertos deportes o juegos, la resolución de problemas embrollados, la reparación y construcción de cosas o el juego con las palabras.
Quienes se distinguen por su maestría madura experimentan dichas inclinaciones más profunda y claramente que otros. Las experimentan como un llamado interior, el cual tiende a imperar en sus pensamientos y sueños. Por accidente o a través de un gran esfuerzo, hallan su camino a un oficio en el que su inclinación puede florecer. Esta intensa afinidad y ambición les permite soportar las penalidades propias del procedimiento: desconfianza en sí mismos, tediosas horas de práctica y estudio, reveses inevitables, pullas incesantes de los envidiosos. Desarrollan una seguridad y capacidad de recuperación de las que otros carecen.
En la cultura contemporánea tendemos a igualar facultades mentales e intelectuales con éxito y realización. En muchos sentidos, sin embargo, lo que separa a quienes dominan un campo de los muchos que sencillamente ejercen un empleo es una cualidad emocional. El nivel de nuestro deseo, paciencia, persistencia y seguridad termina por desempeñar en el éxito un papel mucho más importante que la posesión de facultades mentales extraordinarias. Si nos sentimos motivados y vigorizados podemos vencer casi todo. Si estamos aburridos e intranquilos nuestra mente se cierra y nos volvemos cada vez más pasivos.
En el pasado, sólo las elites o personas con un grado casi sobrehumano de dinamismo y energía podían elegir una carrera y dominarla. Un hombre nacía en el seno del ejército, o era preparado para el gobierno, seleccionado entre los miembros de la clase indicada. Que mostrara talento y deseo por ese trabajo era en gran medida una casualidad. A los millones de personas que no formaban parte de la clase social, género o grupo étnico correctos se les impedía tajantemente seguir su llamado. Y aun si querían responder a sus inclinaciones, el acceso a la información y conocimientos del campo respectivo estaba controlado por las elites. Por eso en el pasado había relativamente pocos maestros, y por eso destacaban tanto.
Esas barreras sociales y políticas, sin embargo, han desaparecido casi por completo. Ahora tenemos un acceso a información y conocimientos con el que los maestros del pasado apenas si pudieron soñar. Hoy más que nunca disponemos de la capacidad y libertad de perseguir la inclinación que poseemos como parte de nuestra singularidad genética. Ya es hora de desmitificar y bajar de su pedestal la palabra “genio”. Todos estamos más cerca de ese nivel de inteligencia de lo que creemos. (El término “genio” procede del latín, y originalmente se refería a un espíritu guardián que velaba por cada persona al nacer; más tarde acabó por designar las cualidades innatas que dotan a cada persona de un talento particular.)
Pero aunque quizá nos hallemos en un momento histórico rico en posibilidades para la maestría, en el que un número creciente de personas pueden seguir sus inclinaciones, encaramos un último obstáculo a la obtención de esa facultad, el cual es cultural e insidioso: el concepto mismo de maestría se ha denigrado, al asociársele con algo anticuado y hasta repulsivo. En general no se le ve como algo a lo que haya que aspirar. Este cambio en la valoración de la maestría es más bien reciente y puede atribuirse a circunstancias propias de nuestro tiempo.
Vivimos en un mundo que parece cada vez más allá de nuestro control. Nuestro sustento está al capricho de fuerzas globalizadas. Los problemas que enfrentamos –económicos, ambientales, etcétera– no pueden resolverse con acciones individuales. Los políticos son distantes e indiferentes a nuestros deseos. Cuando la gente se siente abrumada es natural que reaccione replegándose en varias formas de pasividad. si no probamos demasiado de la vida, si limitamos nuestro círculo de acción podemos procurarnos una ilusión de control. Cuanto menos intentemos, menos riesgo tendremos de fracasar. Si logramos convencernos de que, en rigor, no somos responsables de nuestro destino, de lo que nos sucede en la vida, nuestra aparente impotencia resulta más aceptable. Por eso ciertas explicaciones nos atraen: las de que la genética determina gran parte de lo que hacemos; somos producto de nuestra época; el individuo es un mito; la conducta humana puede reducirse a tendencias estadísticas.
Muchos llevan más lejos este cambio de valoración, dando a su pasividad un matiz positivo. Idealizan al artista que se autodestruye y pierde el control. Todo lo que huela a disciplina o esfuerzo parece opresivo o pasado de moda; lo que importa es el sentimiento detrás de la obra de arte, y todo indicio de laboriosidad o trabajo viola este principio. Tales sujetos terminan por aceptar cosas hechas sin esmero ni recursos. La idea de que es preciso hacer un gran esfuerzo para lograr lo que quieren se ha visto erosionada por la proliferación de máquinas que hacen gran parte del trabajo, lo que fomenta la idea de que ellos lo merecen todo; de que es su derecho inherente tener y consumir lo que quieran. “¿Por qué molestarse en trabajar años enteros para alcanzar maestría cuando podemos tener mucho poder con muy poco esfuerzo? La tecnología lo resolverá todo.” Esta pasividad ha asumido incluso una postura moral: “La maestría y el poder son malos, dominio de las elites patriarcales que nos oprimen; el poder es malo en sí mismo; es mejor desentenderse por completo del sistema”, o dar al menos la impresión de hacerlo.
Si no tomas precauciones, esa actitud te contagiará en formas sutiles. Inconscientemente, bajarás la mira de tus aspiraciones, lo que reducirá tu nivel de esfuerzo y disciplina por debajo del punto de eficacia. Al adecuarte a las normas sociales, escucharás a los demás antes que tu propia voz. Elegirás una profesión con base en lo que te dicen tus amigos o tus padres, o en lo que parece lucrativo. Si pierdes contacto con tu llamado interior podrás tener éxito en la vida, pero a la larga tu falta de deseo verdadero te agobiará. Tu trabajo se volverá mecánico. Acabarás viviendo para el ocio y los placeres inmediatos. Serás cada vez más pasivo y nunca pasarás de la primera fase. Podrías frustrarte y deprimirte, sin comprender jamás que la fuente de ello es tu indiferencia a tu potencial creativo.
Antes de que sea demasiado tarde, encuentra el camino de tu inclinación para explotar las increíbles oportunidades de la época en que te tocó nacer. Al conocer la importancia crucial del deseo y de tu vinculación emocional con tu trabajo, claves de la maestría, podrás poner a tu favor la pasividad de estos tiempos, convirtiéndola en motivación en dos formas importantes.
Primero, debes ver tu intento de alcanzar maestría como algo sumamente necesario y positivo. El mundo está lleno de problemas, muchos de ellos causados por nosotros mismos. Resolverlos requerirá un esfuerzo y creatividad enormes. Valernos de la genética, la tecnología, la magia o la simpatía y la espontaneidad no nos va a salvar. Necesitamos energía no sólo para hacernos cargo de los asuntos prácticos, sino también para forjar nuevas instituciones y sistemas acordes con las nuevas circunstancias. Debemos crear nuestro propio mundo o moriremos de inactividad. Tenemos que recuperar el concepto de maestría que nos definió como especie hace millones de años. Esta maestría no tiene el propósito de dominar la naturaleza o a los demás, sino de determinar nuestro destino. La actitud pasiva de tintes irónicos no es relajada ni romántica, sino patética y destructiva. Tú debes dar ejemplo de lo que un maestro es capaz de alcanzar en el mundo moderno. Tienes que contribuir a la causa más importante de todas: la sobrevivencia y prosperidad de la raza humana, en un periodo de estancamiento.
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