Yolanda Veguilla Dávalos - Ave Fénix rumbo a Wall Street

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Ave Fénix rumbo a Wall Street narra la cruda, pero vida real de su autora.En él se relata cómo ha sabido reconocer y superar las señales del maltrato físico y psicológico que ha sufrido durante muchos años a manos de un maltratador.Asimismo, explica cómo el 
trading (operaciones bursátiles) consiguió que olvidara sus miedos, convirtiéndose en su principal herramienta para reconocer errores, conocerse a sí misma, aprender a tener paciencia y autodisciplinarse.

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Desde nuestra más tierna infancia hemos intentado sobresalir y destacar de entre los demás y ser líderes. Algunos lo consiguen desde muy pequeños y así triunfan, colocándose en el primer puesto del chico más popular de clase. En mi caso los tiros no iban por ahí, ya que por desgracia una de mis hermanas, tres años más pequeña que yo, nació con hipoxia cerebral. Malditas esas vueltas de cordón umbilical en su cuello, maldito aquel día tras un parto muy difícil y complicado. Había nacido muerta, el color de su piel era morado, no respiraba. ¿Por qué? ¿Por qué ella no tendría ni siquiera capacidad para dirigirse a un horizonte o futuro al que poder mirar de frente y preguntarle cara a cara: «¿Por qué a mí?»?

En nuestra sociedad, y más en aquellos años, lo prioritario para los médicos era la supervivencia, sin importar las consecuencias. Mi madre me cuenta que mientras alumbraba, con sus piernas colgando del potro y aun estando medio sedada por los efectos del goteo, recuerda las malas caras de los médicos, mirándose unos a otros. Sus palabras no eran muy halagüeñas, pero no perdieron los ánimos y, después de varios intentos, consiguieron reanimar a mi hermana recién nacida y devolverla a la vida tras unos minutos interminables. Era una niña preciosa, pero las secuelas no tardaron en aparecer: a los dieciocho meses aún no andaba, ni siquiera lo intentaba, y tardó más tiempo de lo habitual en hablar. Cuando lo hizo, sus palabras eran inconexas e intercambiaba sílabas dentro de la misma palabra (signo evidente de una dislexia severa). Esta disfunción neurológica no visual, junto a una inmadurez cerebral grave, fueron algunas de las secuelas sufridas por la falta de oxígeno en su cerebro, que empeorarían aceleradamente en su pubertad.

Tras el nacimiento de ésta mi madre ya estaba desbordada de responsabilidades. Era demasiado joven: tenía veintidós años y tres hijos a los que atender, por lo que no daba abasto. Centró su atención en mi hermana pequeña. Sabía que era diferente y se atormentaba por ello. Se sumió en una pequeña depresión y la atención tanto para mi hermano Agustín como para mí pasó a un segundo plano. Nosotros nos bastábamos solos y siempre estábamos juntos, jugando o peleándonos como amigos. Aquellas Navidades los Reyes nos regalaron un caballo balancín, que ambos peleábamos por montar. En uno de los arrebatos mi hermano me tiró del caballo de una sacudida y caí al suelo, apoyándome sobre mi brazo derecho, fracturándome el cúbito y el radio. Me quejé, lloraba; pero mi madre pensó que sería una pataleta más, por lo que no le prestó demasiada atención al incidente. Demasiado tenía encima por las incapacidades psicológicas de mi hermana como para darle importancia a una tonta caída. Al no recibir atención me acostumbré al dolor, inutilicé mi brazo derecho y aprendí a desenvolverme con el izquierdo. Mi madre estaba tan inmersa en sus tareas que no se había percatado de mi minusvalía. Fue a la semana siguiente cuando nos vino a visitar a casa mi tía Concha, la hermana pequeña de mi padre, y alertó a mi madre de que algo me ocurría en el brazo, porque observó que cogía la cuchara para comer con la mano izquierda. Fue entonces cuando me llevaron al hospital y me escayolaron el brazo derecho.

La verdad es que mi hermano y yo éramos unos perfectos diablillos y mi madre estaba cansada de tanta travesura junta y encadenada. En una ocasión, jugando con legumbres, nos apostamos a ver a cuál de los dos le cabían más garbanzos en los orificios de la nariz. No recuerdo quién ganó la apuesta, pero lo que no olvido es cómo acabamos en urgencias y por poco nos meten en quirófano porque el taponamiento era tal que no había forma de sacar ni con pinzas los dichosos garbanzos, que ya comenzaban a ablandarse y por poco hasta enraízan. No teníamos horas suficientes en el día para ingeniar tantas trastadas. Estábamos muy unidos y así fue como nos convertimos en uña y carne hasta el día de hoy. Sé que siempre nos apoyaremos mutuamente para ayudarnos y en defensa de la verdad por encima de todo.

A los cinco años mi hermana comenzó su andadura escolar como cualquier niño, pero la diferencia con otros chiquillos era que a ella sus compañeros la maltrataban por ser diferente; se reían de ella porque debido a su dislexia parloteaba palabras con sílabas desordenadas y era causa de mofa. Ella a esa edad aún no era consciente, por lo que no se molestaba y siempre mostraba su preciosa risa, ajena al veneno escupido por aquellos críos insensibles y crueles, bien educados y copias perfectas de sus padres. Para ella tanto la lectura como el cálculo matemático básico eran un reto insuperable y sus maestros tenían por costumbre reprenderla y castigarla arrebatándole el recreo, excusándose y orientando el motivo de sus inhumanas decisiones a no haber leído bien, haber escrito mal el copiado o fallar en el cálculo de las sumas y las restas. Si esa situación se hubiera dado en la actualidad, se diría que sufrió bullying, pero en aquellos años los psicólogos no se dedicaban a estudiar este tipo de acosos. Ni siquiera se pensaba en ello como un hostigamiento ni los maestros tenían la sensibilidad necesaria para poner coto a tales comportamientos e incluso eran partícipes.

Durante los recreos yo iba en su busca, me colaba sin ser vista en su clase y la ayudaba con las tareas porque no soportaba que se rieran de ella y quizás por ello fue por lo que me aparté del resto de niños y me convertí en un espíritu solitario y errante sin amigos.

Así fue como desde pequeña actué como madre protectora de mis dos hermanos, a los que intentaba cuidar y ayudar. Siempre en adelante sería así, hasta mi edad adulta. Recuerdo que cuando contaba con ocho años de edad acababa de nacer mi tercer hermano, Juanmi. Disfrutaba ayudando a mi madre, cambiando pañales y preparando papillas y biberones. Por este tercer hermano sentía un cariño especial y diferente al del resto porque, al involucrarme más en las tareas propias de su alimentación, palpaba por primera vez el instinto maternal. Al volver del colegio siempre estaba dispuesta con gusto a darle de comer sus primeras papillas de crema de arroz o frutas. Ya era consciente de lo mucho que mi madre me necesitaba para atender a mis hermanos y siempre estaba pendiente y vigilando a este último, que era demasiado travieso e insensible al peligro. En más de una ocasión tuve que arrebatarle de las manos una botella de lejía o cualquier otro producto tóxico, dispuesto a bebérsela. Era muy revoltoso, un diablillo que no saciaba sus ansias por jugar. Su inquietud conseguía fatigar a mi madre hasta la extenuación. Mi juicio me advertía de lo mucho que me necesitaba y me afanaba por ayudarla en todo tipo de tareas, que emprendía con agrado.

Vivía en una sociedad machista. Mi madre pronto descubrió mi diligencia en el desempeño de las tareas de casa, el orden y la limpieza en cualquier labor que me propusiese, por lo que cada vez me exigía más colaboración en los quehaceres domésticos, que yo aceptaba de buen grado mientras mis hermanos jugaban.

Los fines de semana o en periodos de vacaciones me sentía obligada a reforzar mi ayuda en casa, aun siendo consciente de la desigualdad evidente entre las labores que yo desempeñaba frente a las de mis hermanos varones, que eran nulas. Mi padre nunca hubiese aceptado que cualquiera de mis hermanos varones cooperara en las labores del hogar. No estaba bien visto, no fuera a ser que los tacharan de homosexuales. Las niñas estaban obligadas a auxiliar a sus mamás, mientras que los niños jugaban al fútbol o se sentaban con sus padres a ver los partidos de los domingos.

Tal era la diferencia entre géneros que incluso en los colegios a las niñas se nos enseñaba a bordar, corte y confección, coser pespuntes, botones y dobladillos, mientras que los niños jugaban al fútbol entre ellos o practicaban cualquier otro deporte.

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