Yolanda Veguilla Dávalos - Ave Fénix rumbo a Wall Street

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Ave Fénix rumbo a Wall Street narra la cruda, pero vida real de su autora.En él se relata cómo ha sabido reconocer y superar las señales del maltrato físico y psicológico que ha sufrido durante muchos años a manos de un maltratador.Asimismo, explica cómo el 
trading (operaciones bursátiles) consiguió que olvidara sus miedos, convirtiéndose en su principal herramienta para reconocer errores, conocerse a sí misma, aprender a tener paciencia y autodisciplinarse.

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Respuesta: «Te aviso una única vez. Si entro en prisión no seré yo el único que pierda algo. Tanto a tu hija como a ti os mato. Le quito la vida a tu hija y a ti te meto fuego después. Yo perderé mi libertad, pero tú y tu hija perderéis vuestras vidas. Entonces podré entrar a gusto en la cárcel. Ja, ja, ja, ja».

Tono de cuelgue: pi, pi, pi, pi.

El terror se volvió a apoderar de mis pensamientos y mis pesadillas retornaron, disfrazadas de un dolor insoportable que me partía por la mitad y me hacía tambalear como a una funambulista andando por la cuerda floja sin protección.

Así comenzaron mis miedos infinitos y temores cuando creí que todo había acabado.

1967

Aquí y ahora voy a contar mi historia. Un poco de novela de cómo llegué a convertirme en la mujer que soy a día de hoy.

Nací en la década de los años 60. Aún gobernaba en España Francisco Franco Bahamonde, militar y dictador español, integrante del grupo de altos cargos de la cúpula militar que dio el golpe de Estado de 1936 contra el Gobierno democrático de la Segunda República.

Fue investido como jefe supremo del bando sublevado el 1 de octubre de 1936 y ejerció como caudillo de España —jefe de Estado— desde el término del conflicto hasta su fallecimiento en 1975 y como presidente del Gobierno —jefe de Gobierno— entre 1938 y 1973.

En España se vivía una dictadura. Desde que tengo uso de razón recuerdo dos fuertes movimientos gubernamentales en España: el primero (la guerra civil española) por haberlo estudiado y de la boca de mi abuelo que me lo contaba como si de un cuento se tratara; el segundo por haberlo vivido aun siendo muy niña. Ya desde pequeña recuerdo ver en los diarios cómo, después de la muerte de Franco, la clase obrera organizada resurgía con fuerza tras cuarenta años de represión y se enfrentaba por la consecución de sus derechos ante la patronal, aun en contra de las militarizaciones decretadas por Arias Navarro (presidente del Gobierno durante el final de la dictadura franquista y la transición). Las huelgas en España batían récords en toda Europa. Debido a la lucha de los padres y abuelos de los nacidos en mi generación se consiguieron fuertes subidas salariales en muchos sectores, legalización de sindicatos, el derecho a la huelga, la seguridad en el puesto de trabajo, la reducción de la jornada laboral de 48 a 44 horas, prohibición del despido libre, contratación indefinida, etc. Esta fue la segunda lucha obrera del siglo XX, ya que la primera fue peleada por los trabajadores de dos generaciones anteriores durante la II República.

Mi abuelo me contaba que su padre, Agustín V. A., era escritor, agente de seguros e impartía clases como catedrático en la Universidad de Sevilla. Nació en 1880 en Sevilla y murió el 26 de agosto de 1936 como víctima de la represión militar. Fue una de las personas asesinadas durante el plan de exterminio del Gobierno de Franco.

Pese a todo, algunos seguirán hablando de los dos bandos y de que fueron iguales, pero hay una cosa en la que coinciden todos los expertos historiadores neutrales y es la absoluta desproporción entre las víctimas de derechas y las republicanas habidas en lo que el franquismo llamó los «días rojos»: 517 víctimas de un lado (falangistas o azules) frente a 14.018 (republicanos o rojos).

A últimos de agosto o principios de septiembre de 1936, dos meses tras el inicio de la guerra civil española, un grupo de la organización juvenil de la Falange descubrió un cadáver en un paraje sevillano conocido con el nombre de Los Humeros, un pasadizo subterráneo que unía la calle Torneo con la banda occidental del río Guadalquivir, bajo las vías férreas del tren Sevilla-Madrid. Ese cadáver había sido en vida mi bisabuelo, el escritor Agustín V. A., autor del libro El niño que robó un libro, otros cuentos de una colección para niños y otros libros de índole política, democrática y social como La idea (apuntes para una tragicomedia político-social en dos actos, un prólogo y tres cuadros) o Al centro andalus (apuntes llenos de temor y entusiasmo), que fueron el origen del fin de sus días.

Un falangista con pésimos antecedentes, cuyo nombre era Pablo Fernández Gómez, había detenido a mi bisabuelo en el Altozano el 26 de agosto de 1936, poco más de un mes después del levantamiento. En compañía de otro falangista lo había conducido al citado pasaje de Los Humeros y allí lo ejecutó con un disparo en la nuca. Hubo una investigación y se demostró que la muerte de mi bisabuelo fue un asesinato a sangre fría, como también lo fue unos días antes (18 de agosto de 1936) el de su gran amigo y conocido Federico García Lorca, por ser también socialista, además de masón y homosexual.

El falangista Pablo Fernández Gómez tuvo un consejo de guerra, en el que fue hallado culpable por el asesinato de mi bisabuelo y fusilado el 27 de junio de 1942 (La justicia de Queipo de Llano (2006), por Francisco Espinosa. Página 180).

Volviendo a mi novela, he de explicar que tuve una infancia corta, me convertí en la hermana mayor al nacer mi primer hermano, Agustín. Sí, siempre fui la hermana mayor y medio madre de mis cinco hermanos. Mi madre al parecer era muy fértil: se quedaba embarazada con facilidad. Se casó el 8 de diciembre de 1966, con diecinueve añitos. Mi padre era siete años mayor que ella y mi nacimiento no se hizo esperar. Ahí estaba yo, asomando la cabecita el 7 de septiembre de 1967, nueve meses justos desde el día de su boda. Ella se enorgullece cuando me cuenta que llegó al matrimonio virgen. Al detallármelo me hace reír. Me la imagino como a una gitanilla camino al ritual del pañuelo el día de su matrimonio. El acto de dar a luz se convirtió para ella en un suceso rutinario que se producía anualmente, como la ITV de los coches. Menos mal que a partir del tercer parto el tiempo entre embarazos se prolongó en cinco años. Esta dilatación del tiempo entre concepciones la relaciono con la invención de la televisión a color. Pienso que, de no haberse inventado, sería la mayor de una piara de doce churumbeles mocosos. No sé cómo se trataría la planificación familiar en los años 70, pero, visto lo visto, los anticonceptivos estaban restringidos a una pequeña porción de la población.

Desde muy pequeña descubrí lo tremendamente difícil que es mantenerse estoico en el camino de la vida, ese viaje que para unos pocos es recto y asfaltado y para otros muchos está lleno de baches, charcos e inundado de polvo, hasta tal punto que hay momentos en que hasta lo masticas y lo sientes en tu garganta como el sabor a sangre. Así que, por muy torcida y empedrada que se te presente la senda que recorrer en tu vida, tienes que ser lo suficientemente inteligente para calzar los zapatos adecuados y pisar fuerte sin perder el ritmo, acompañando al unísono a los latidos de tu corazón.

De vez en cuando mi mente le susurra al pasado y a veces, aún a día de hoy, me da por manosear el libro de fotos de mi vida, que conservo en una de las estanterías de mi pequeña librería, y las repaso una a una, intentando recordar el momento exacto y las circunstancias en que sucedieron. En casi todas ellas aparezco como una niña de aspecto frágil, muy delgada y quebradiza, con cierta tristeza en la mirada y pensativa. Al verme estampada en la foto intento entrar en mí misma a través de mis ojos inocentes del pasado y es inmensa la sensación de pesadumbre, aflicción y pesar que se apodera de mí, sin consuelo, haciendo rodar mis lágrimas por las mejillas, sumiéndome en una profunda congoja.

Nunca tuve muchos amigos, quizás debido a mi personalidad reservada y distante, que me hacía apartarme, por lo que no solía entremezclarme con las niñas del colegio para bailar sevillanas, saltar la comba, jugar al elástico o a la lima durante el recreo de la escuela. Me aislaba por decisión propia de las niñas de mi entorno porque, por costumbre, se solían reunir en corrillos para cuchichear o criticar a otras compañeras. Aquella actitud me producía malestar y nunca me pareció correcta. Ya desde pequeña asimilé que los niños son crueles por naturaleza y siempre, desde que abrimos los ojos después de ser paridos y el primer rayo de sol se clava en nuestras pupilas, nos precipitamos con decisión al estrellato o al fracaso como las tortugas marinas al salir de sus huevos en la orilla de las playas rumbo al mar.

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