Los despreciados
Dazra Novak
@edicionesisladelibros
Los despreciados
Primera edición electrónica en Isla de Libros
© Dazra Novak, 2019
© Ediciones Isla de Libros, 2020
Carrera 5, 34-13, AP 101, Bogotá, Colombia
info@isladelibros.com
www.isladelibros.com
Dirección editorial: Álvaro Castillo Granada
Edición y producción: Ginett Alarcón
Retrato de la autora: Beatriz Verde Limón
Logo Isla de Libros: Zilah Rojas
Diseño de cubierta: Nicolás Consuegra
Diagramación: David Arneaud
Conversión a libro electrónico| eBook conversion: Apex
ISBN 978-958-52645-7-1
«La montaña y el mar» significa que es mala táctica
hacer una y otra vez lo mismo.
Tal vez tengáis que repetir algo alguna vez,
pero no debe repetirse una tercera vez.
El libro de los cinco anillos, Miyamoto Musashi
Mapa de la derrota MAPA DE LA DERROTA Uno Los concursos literarios, esos cuestionables dedos que lo señalan a uno en medio de una multitud de autores, constituyen hoy un polémico asunto. Pertinencia discutida en círculos literarios cerrados y abiertos, en guerritas de emails y textos públicos, por no hablar de resquemores y amistades rotas a la sazón de sus fallos. No obstante, más allá de su rasgo noble al ensanchar currículums, por un lado, y por el otro la inconformidad que generan muchas veces, lo cierto es que siguen ahí con sus cantos de sirena año tras año, galardones más o menos justos que nos tientan con promesas de publicación —entre otros ofrecimientos— sobre todo cuando nadie está mirando. Y la carne literaria es tan débil, tan hambrienta de lectores —entre otras hambres—, que uno escribe, imprime, engrapa, envía… Insiste. A veces se reincide tanto que en un abrir y cerrar de ojos se acumulan los textos y donde casi se desataba una crisis de autoestima creativa, mejor que se arme un libro.
Alguien se ha robado los cacatillos
Matadero
De la imaginación y otros asuntos menores
Conversación con el extraño
Minandre
Rosa Cachete
Los concursos literarios, esos cuestionables dedos que lo señalan a uno en medio de una multitud de autores, constituyen hoy un polémico asunto. Pertinencia discutida en círculos literarios cerrados y abiertos, en guerritas de emails y textos públicos, por no hablar de resquemores y amistades rotas a la sazón de sus fallos. No obstante, más allá de su rasgo noble al ensanchar currículums, por un lado, y por el otro la inconformidad que generan muchas veces, lo cierto es que siguen ahí con sus cantos de sirena año tras año, galardones más o menos justos que nos tientan con promesas de publicación —entre otros ofrecimientos— sobre todo cuando nadie está mirando. Y la carne literaria es tan débil, tan hambrienta de lectores —entre otras hambres—, que uno escribe, imprime, engrapa, envía… Insiste. A veces se reincide tanto que en un abrir y cerrar de ojos se acumulan los textos y donde casi se desataba una crisis de autoestima creativa, mejor que se arme un libro.
Siempre he tenido mis dudas sobre si llamarle derrota a lo que más bien es una exención toda vez que, al despertarnos tras el dictamen del jurado, nuestro cuento, como el dinosaurio de Monterroso, todavía está ahí. El diccionario de la RAE viene a ayudarme con esto confirmando, en su primera acepción, lo que es una «Derrota 11. f. Camino, vereda o senda de tierra. 2. f. Alzamiento del coto. 3. f. Aer. y Mar. Rumbo o dirección que llevan en su navegación las embarcaciones o las aeronaves». Un Salve precario y efímero cuando, al poner en marcha la maquinaria de publicación, inevitablemente llego a la segunda acepción de la preterida «Derrota 21. f. Acción y efecto de derrotar o ser derrotado. 2. f. Mil. Vencimiento por completo de tropas enemigas, seguido por lo común de fuga desordenada». Certeza de cargar una vez más las dos bolsas, la de ganar y la de perder, al organizar esta fuga colectiva hacia las manos del lector.
En este año 2018 se cumplen dos lustros de mi —confieso— obstinada participación (solo interrumpida en 2013), en el Concurso Iberoamericano de cuento Julio Cortázar. Reconozco que cualquiera en mi lugar habría sanamente reciclado algunos de estos cuentos, es decir, los habría enviado al año siguiente tomando en cuenta que no siempre se compite con los mismos autores, ni con los mismos trabajos, ni con los mismos jurados. Probablemente haya quien opte por esto, pero mi obsesión no agarra por ese camino. Mi insistencia responde más a la urgencia de mis textos por tratar de superar a sus precedentes, aprovechando una convocatoria lanzada por/para mí misma cada año, donde su cuasi enfermiza revisión y ajuste solo conocía el punto final una vez impresas y entregadas las respectivas tres copias, seudónimo mediante. Un allá va eso que también aspiraba a la dotación, para qué negarlo a estas alturas, tan procurada entre los de mi tierra.
A esta selección de seis, de entre los nueve cuentos escritos hasta la fecha —mi propia antología del Cortázar, como había comentado medio en broma/medio en serio a algunos amigos— debería llamarle, si siguiera la dramaturgia de los laureados y mencionados en el certamen, Minandre y otros relatos. Quizá porque ese cuento es la tesis más acabada del concepto de «no lugar» que —a excepción de De la imaginación...— atraviesa a todos estos textos de una forma u otra, ese país neutral donde —¡al fin!— se puede ser tan soberanamente uno mismo, al que no hace falta visa ni pasaporte para entrarle, donde se puede ser sin exigencias sociales de ningún tipo. Pero no sería justo, no sería yo sincera si les negara su verdadero pedigrí por haber nacido bajo la misma convocatoria, qué sentido tendría ignorar el hecho de que —como tantas otras ficciones de otros tantos autores hoy protegidos por el seudónimo—, estos cuentos, en realidad, engrosan la concurrida fila de los despreciados.
ALGUIEN SE HA ROBADO LOS CACATILLOS
A Susana A. Borges,
a su familia.
Yo sabía desde el principio que iba a salir bien y mal al mismo tiempo, porque algo en ella me recordaba a mi madre, lo raro es que no se parecen en casi nada, pero eso es algo que no intento explicarme. Ya no. Todo eso fue cosa de unos segundos, mientras yo hacía mi entrada y me acomodaba en el butacón. Al principio había gente que entraba y salía, también estaban los niños, sus hijos, o mejor dicho, el niño y la mujercita, que esa chiquita está grande y con unos ojos caramelos de miel que cualquiera con gusto se comería de un bocado. El niño venía del baño en ese momento y, como un pequeño autómata, fue directico al televisor y volvió a agarrar su mando a distancia, inalámbrico, esas porquerías de la tecnología moderna que le recuerdan a uno de manera tan grosera que el tiempo ya pasó. La amiga de la hija, una regordeta con cara de buena gente, se sentó al lado del niño y agarró el otro mando.
—Robertico —le dijo ella—. Pon la pausa y saluda a la muchacha.
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