Dazra Novak - Los despreciados

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Con el estilo soberanamente limpio, natural, exacto y cuasi aristocrático de Dazra Novak, nos mueven y remueven, nos saltan y asaltan, nos alzan y nos hunden, nos salvan y nos pierden estas historias, suerte de ritual orgiásticamente verbalizado u orgías verbalizantemente ritualizadas, maza y argamasa, susurro y grito, 
hight way y check point , sexo anhelante y atalaya que lo embarga. Historias —libertarias y binómicas al tiempo que gregarias y aherrojantes— que coquetean con la diáfana timidez de la muy atrevida y ritual insinuación, textos en los que el binomio que ama o desea, esa dualidad que a todos salva de la individualidad, es vigilado/presionado/negado desde lo que atenaza gregario. Estos cuentos trasudan la sacra pátina y el divino augurio que asoma desde su antecedente parisino: el 
Salon des Refusés , en el París del siglo XIX. Así como salón mediante impusieron los impresionistas el cromatismo rotundo de sus lienzos, así estos cuentos serán premiados —a salvadora mansalva— por el agradecido lector. Estas seis historias ratifican a Dazra Novak como una de los más sagaces —y delirantemente insinuantes— cuentistas cubanas de los últimos años.

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El niño me dio un beso casi sin mirarme, de lo concentrado que estaba, y se fue de regreso a su juego. Sobre la mesita había un paquete de caramelos abierto y yo agarré uno. Había pasado todo el día sin comer, de modo que lo metí en mi boca con cierto desespero, comencé a doblar el papelito, a estrujarlo, hice un acordeón, luego un barquito, una bolita. Me enfrasqué tanto en el ruido del papelito que casi me atraganto. Quizá sea que guardo cierta reserva hacia los hijos de los psiquiatras. No sé. Sonó el teléfono y yo, por instinto, aproveché para mirarla, su manera de reaccionar, lo que decía con el cuerpo y la inflexión de su voz. Traté de imaginar lo que estarían hablando del otro lado. Ella hizo una pausa breve para decirle a la niña que se ocupara de mí. Que me atendiera.

—¿Quieres agua o algo? —dijo la muchachita con un desenfado del carajo.

—No, así estoy bien —le contesté tratando de lucir lo más natural posible. Pero no me recosté al espaldar, no, me quedé sentada en el borde del butacón, lista para salir corriendo si fuera necesario.

Era una de esas casas donde la gente entra y sale a su antojo. Había ropas sobre el sofá, una chancleta en una esquina de la sala. Lo de menos era que cada quien estuviera en lo suyo. Era lo de menos. No había que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que allí la gente era feliz, coño, y eso me ponía nerviosa. Eran demasiado blancos. Demasiado sanos. Se movían con esa libertad privilegiada de quien sabe y no lo dice.

—No, té no, gracias, a mí lo que me gusta es el café —le respondí en una de esas a la regordeta amiga de la hija.

El juego era una estupidez. Unos muñequitos que se ponían felices o tristes, o locos de la risa y tenían que atrapar los globitos colgantes con la puntuación necesaria para salvar ese nivel y llegar al siguiente. Boberías de la modernidad. Eso.

—Ayer se robaron la jaula con los cacatillos —me dijo ella al colgar el teléfono—. Hoy estamos en duelo familiar.

La amiga de la hija siguió hasta la cocina y me alegró saber que había puesto la cafetera a colar porque yo no había tomado café en todo el santo día. Pero no me recosté al espaldar de la silla del comedor, adonde nos habíamos movido para trabajar con más comodidad, no, yo quería mirarla de frente mientras leía. La voz se le puso ronca y yo le alcancé mi pomito de agua para que se refrescara la garganta, pero ella no lo necesitaba, no, es que su voz es así, como la de un adolescente acabado de despertar. Nunca más regresé a aquella casa pero días más tarde, repasando ese momento, llegué a la conclusión de que lo que ha escrito no puede entenderse con otra voz que no sea la suya, ronca, desafinada, una voz de resaca. Y eso que no presté mucha atención a aquella lectura, es que, lo juro, algo me recordaba tanto a mi madre. Oí a la hija que hablaba por teléfono y le contaba a alguien lo de los pájaros. Qué fastidio. No me gustan los pájaros en jaula, estuve a punto de decirle, pero me pareció de poca educación interrumpir la lectura. Al fin y al cabo, sabrá dios la suerte que habrán corrido los bichos. A lo mejor se los comieron, o los botaron para vender la jaula, o los vendieron con todo y jaula.

—Me gusta el café con mucha azúcar —dijo al terminar de leer el primer cuento y alzar la taza humeante que la hija, con sus ojos de caramelo, había colocado frente a ella—. En realidad me gustan mucho las cosas dulces.

Aparté la vista. Ya no tenía el papelito para estrujar porque la hija se lo había llevado a la basura cuando nos trajo el café. Ahora volvió la amiga de la hija a jugar con el niño el juego de los animalitos felices.

—No entiendo este juego —oí que dijo la amiga de la hija y el niño se burló.

—Te voy a ganar —le dijo el chiquillo, sonrió y le vi un lunarcito en medio del cachete, tan bello como el de su madre.

Volvió a sonar el timbre del teléfono. De esta manera no llegaremos a ninguna parte, pensé. Ella hablaba con alguna amiga o compañera del trabajo y en su ternura creí confirmada mi sospecha. Le dijo que estaba ocupada, que más tarde la llamaba y que se habían robado los cacatillos. Hizo una pausa para dejar que la otra expresara su conmoción por la noticia. Evidentemente los bichos eran muy queridos en aquella casa. Ella sabía que yo la estaba mirando, cómo no iba a saberlo. Un rato antes, cuando nos inclinamos sobre la hoja impresa se habían rozado un poco nuestras manos y me di cuenta de que llevaba las uñas cortas, eran anchas y encajadas en la carne, con dedos nudosos y eso no falla, eso indica gran apetencia sexual, según Nathaniel Altman en su manual de quiromancia.

—Eres una romántica empedernida —le dije—. Se nota en tus cuentos.

Ella se sonrió, tan bonito. Proseguí hablándole de los peligros de una adjetivación excesiva, de los lugares comunes y las frases hechas, del falso sentimentalismo que no era su caso pero ella me miraba y algo en sus ojos cambió. No era precisamente un reproche sino que agachó la cabeza un poquito, en un gesto donde el cuello se inclinó hacia adelante como si quisiera meter su cabeza en el hueco de mis pensamientos. Sus ojos se volvieron más negros aún, redondos, con una profundidad rayana en la locura. Traté de concentrarme en el lunar de su cachete, tan bello, pero sus ojos no dimitían, parecían un felino esperando el momento oportuno para lanzarse sobre el pajarito, ese segundo en que ya no habrá escapatoria para el animalejo indefenso.

—¿Quieres jugo de guayaba? —dijo esa voz que la providencia había ordenado hablar para bien del animalito. Era la madre, una señora con el pelo muy corto y completamente blanco, con labios prominentes y cara de felicidad. Coño, ¡acaso aquí todo el mundo es feliz o qué cojones les pasa!, grité para mis adentros.

Asentí aliviada. Me tomé el jugo como si me pusiera un traje antiradiaciones, me montara en el batimóvil o diera mi mano con uno de los salvavidas del Titanic. El vaso estaba embarrado por fuera y me chupé los dedos despacio y le hablé de la diferencia entre escribir un diario que se supone que nadie más va a leer y escribir un cuento que es, en ese sentido, todo lo contrario. También le dije que debía aprovecharse, escribir una cosa como si escribiera la otra. Ella me escuchaba ahora con suma atención e iba anotando en el reverso de la hoja con esa letra de médico que es imposible de entender.

—Me voy a casa —dijo la amiga de la hija con su pelo hirsuto recogido en un gracioso moñito—. Regreso más tarde para bañar a Robertico.

—¿Con agua caliente? —preguntó el niño sin dejar de jugar.

—Con agua caliente —respondió la regordeta con ese énfasis de quien es tan buena gente que llega un momento en que hace los favores sin que se los pidan.

La hija despidió a la amiga, llegó hasta nosotras y, con los brazos en jarra, dijo que aún no conseguía Jacques le fataliste et son maître, que su profesora de Hermenéutica aconsejaba leer en francés pero esa novela de Diderot solo aparecía en español, que entre el francés, la universidad y para colmo ahora sin los cacatillos sí que se volvía loca. Algo que yo pasé por alto en su discurso hizo que sus ojitos de caramelo se abrieran en la sonrisa más feliz que yo haya visto en mi vida, digo, hubo algo gracioso porque estalló en una felicidad descomunal que la llevó a reírse compulsivamente. Después se rio la madre. Después se rio la abuela, que había acabado de sentarse en el butacón de la sala y había encendido un cabo de tabaco. Después, para mi propia sorpresa, me reí yo. Me reí sin saber de qué coño me reía, me reí a carcajadas y cuando me invadió esa calma neutral de sentirme en casa supe que ya todo estaba perdido. Me reí hasta que la muchachita cerró tras de sí la puerta de su cuarto y fue como si el director de la orquesta hubiera dicho vamos a coda y yo la única estúpida que no lo escuchó. Por suerte ella pasó por alto el incidente. Comenzó a leer otro texto, mucho más poético que el anterior y dedicado a su compañero inseparable de toda la vida, el sofá de su casa.

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