Una carreta tirada por un caballo transitaba por la carretera. Tenía dos ruedas y una plataforma con cuatro postes y un toldo; sobre la plataforma, colocado en sentido transversal y envuelto en un paño blanco y rojo, llevaban un cadáver para ser incinerado a orillas del río. Junto al conductor viajaba un hombre, posiblemente un pariente, y debido al traqueteo por el mal estado de la carretera, el cuerpo del difunto saltaba arriba y abajo. Aparentemente venían de algún lugar lejano, porque el caballo estaba sudoroso, y el cuerpo del difunto con las sacudidas a lo largo de todo el viaje, daba la impresión de estar muy rígido. El hombre que vino a vernos unas horas más tarde dijo que era instructor de artillería en la marina de guerra. Parecía muy serio, y llegó acompañado de su esposa y sus dos hijos. Tras saludarnos explicó que deseaba encontrar a Dios. No se expresaba muy bien, probablemente era algo tímido, y aunque sus manos y su rostro denotaban capacidad de trabajo, había cierta dureza en su voz y en su aspecto, porque después de todo, era un instructor en las artes de matar. Dios parecía estar muy lejos de su actividad cotidiana y todo resultaba un tanto extraño; por un lado, allí estaba aquel hombre que afirmaba ser sincero en su búsqueda de Dios, pero, para ganarse la vida, se veía obligado a enseñar a otros diferentes métodos de matar.
Dijo que era una persona religiosa y había seguido varias doctrinas de diferentes hombres que se consideraban santos; debido a que todos lo habían dejado insatisfecho, venía ahora de un largo viaje en tren y autobús para vernos, porque deseaba saber cómo alcanzar ese extraño mundo que hombres y santos han buscado. Su esposa y sus hijos permanecían muy callados, sentados sin moverse y con actitud respetuosa. Afuera, en una rama próxima a la ventana, una paloma de color castaño claro se arrullaba suavemente. El hombre no la miró en ningún momento, y tanto los niños como la madre permanecieron tensos, nerviosos y con semblante serio.
No se puede buscar a Dios; no hay ningún camino que conduzca a él. El hombre ha inventado muchos métodos, muchas religiones, muchas creencias, salvadores y maestros que, según cree, le ayudarán a encontrar una dicha que no sea pasajera. El infortunio de la búsqueda es que conduce a una fantasía, a una visión que la mente proyecta y mide basándose en lo que ya conoce. El comportamiento del ser humano, su forma de vivir, destruye el amor que busca. No es posible llevar un arma en una mano y a Dios en la otra. Dios ha perdido todo su significado, no es más que un símbolo o una palabra, porque las iglesias y los lugares de adoración lo han destruido. Por supuesto, no importa si uno cree o no cree en Dios, ambos sufren y pasan por la agonía de unas vidas vacías y estériles; y la amargura de cada día hace que la vida no tenga ningún sentido. La realidad no está al final de la corriente del pensamiento y, sin embargo, son las palabras del pensamiento las que llenan el corazón vacío. Hemos llegado a ser muy hábiles inventando nuevas filosofías, pero más tarde o más temprano viene la amargura del fracaso. Inventamos teorías para poder alcanzar la realidad suprema, y el devoto acude al templo a fin de perderse en las propias fantasías que su mente elabora. El monje y el santo jamás descubrirán esa realidad, porque ambos forman parte de una tradición, de una cultura, que los reconoce como santos y monjes.
La paloma había emprendido el vuelo, y la belleza de la montaña y las nubes descendía sobre la Tierra –la verdad está aquí, donde nunca miramos.
Era un viejo jardín mogol con muchos árboles enormes. Había grandes panteones, oscuros en su interior y con sepulcros de mármol. La lluvia y la intemperie habían vuelto negra la piedra y más negras aún las bóvedas, las cuales servían de refugio a cientos de palomas, que solían pelearse con los cuervos por un lugar; y en la parte más baja se aposentaban los loros, que llegaban en grupos desde todos partes.
El césped estaba primorosamente cuidado, regado en abundancia y cortado con esmero. Era un lugar tranquilo y sorprendía que no hubiera demasiada gente. Al atardecer, los sirvientes del vecindario llegaban en bicicleta y se sentaban juntos sobre el césped a jugar a las cartas. Era un juego que sólo ellos entendían; para alguien que no sabía, aquello no tenía ni pies ni cabeza. En el parterre que rodeaba otra de las tumbas había grupos de niños jugando.
Uno de los mausoleos era singularmente majestuoso, con grandes arcos de proporciones armónicas. En su parte posterior había una pared asimétrica, hecha de ladrillo, que el Sol y la lluvia habían oscurecido, casi era negra; también había un letrero advirtiendo de la prohibición de arrancar flores, pero la gente hacía caso omiso y a pesar de todo las arrancaba.
Había también una avenida de eucaliptos y, tras ella, un jardín de rosas rodeado de muros ruinosos. Estaba cuidado con gran esmero, sus rosas eran magníficas, y el césped siempre verde y cortado regularmente. Había algunos gitanos entresacando las malas hierbas del césped, pero por lo demás, poca gente venía a este jardín; se podía caminar por todas partes en completa soledad, viendo ponerse el Sol detrás de los árboles y de la bóveda de la tumba. Especialmente al atardecer, a esa hora en que las sombras son largas y oscuras, reinaba una gran paz, lejos del ruido de la ciudad, de la pobreza, y de la ridícula ostentación de la gente rica. En su conjunto era un lugar muy hermoso, pero, poco a poco, el hombre lo estaba deteriorando.
En uno de los rincones más apartados del césped había un hombre sentado con las piernas cruzadas y la que era su bicicleta junto a él; tenía los ojos cerrados y sus labios se movían. Había estado en esa posición más de hora y media, completamente ajeno al mundo, a los transeúntes, y al chirriar de los loros. Su cuerpo permanecía inmóvil, aparte de los labios, sólo se apreciaba el movimiento de los dedos de la mano que sostenían un rosario cubierto con un pedazo de tela. Venía a este lugar todos los días al atardecer, seguramente después del trabajo diario. Parecía ser pobre, estaba bien alimentado, y siempre acudía a ese rincón para desconectarse de todo. Si uno le hubiera preguntado, habría respondido que estaba meditando, repitiendo alguna oración o algún mantra ; para él eso era más que suficiente, porque aquí encontraba el consuelo de la monotonía de la vida diaria. Seguía sentado sobre el césped y detrás de él había un jazmín en flor, el suelo estaba repleto de flores, y la belleza del momento le rodeaba. Era incapaz de ver esa belleza, porque estaba perdido en la belleza que él mismo se había construido.
La meditación no es repetir palabras, no es la experiencia de una visión, ni cultivar el silencio. Es cierto que la palabra y rezar el rosario aquietan la mente charlatana, pero eso no es más que una forma de autohipnosis; es lo mismo que tomarse un somnífero.
Meditar no es centrarse en un patrón de pensamiento o en la fascinación del placer. La meditación no tiene principio y, por tanto, tampoco tiene fin.
Si uno dice: «Empezaré hoy a controlar mis pensamientos, a sentarme muy quieto en posición meditativa, a respirar con ritmo regular,” entonces quedará atrapado en los trucos que se hace a sí mismo. La meditación no consiste en fascinarse con alguna idea o imagen grandiosa, eso sólo aquieta momentáneamente, del mismo modo que un niño fascinado por un juguete se aquieta durante unos momentos, pero en cuanto pierde el interés por el juguete comienzan de nuevo la inquietud y las travesuras.
La meditación no es perseguir un camino invisible que conduce a una dicha imaginaria. La mente meditativa está viendo, observando, escuchando sin palabras, sin comentarios, sin opiniones; está muy atenta al movimiento de la vida en todas sus relaciones a lo largo del día. Y por la noche, cuando el organismo descansa, la mente meditativa no tiene sueños, porque durante todo el día ha estado despierta. Sólo el indolente tiene sueños, únicamente quien vive medio dormido necesita insinuaciones de su propio estado interno; sólo la mente que observa, que escucha el movimiento exterior e interior de la vida, entra en ese silencio que no es producto del pensamiento. No es un silencio que el observador pueda experimentar, porque si el observador lo experimenta, deja de ser silencio. El silencio de la mente meditativa no está dentro de los límites del reconocer, porque ese silencio no tiene límites –únicamente hay silencio, un silencio en el cual cesa el espacio de la separación.
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