Arthur Conan Doyle - Sherlock Holmes - La colección completa

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Sherlock Holmes: La colección completa: краткое содержание, описание и аннотация

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En Sherlock Holmes, Sir Arthur Conan Doyle creó uno de los personajes literarios más conocidos y más realizados en el mundo. Desde la muerte de Doyle, ha habido un montón de escritores que imitan sus historias. Sin embargo, con raras excepciones la mayoría no ha estado a la altura de los altos estándares establecidos por Doyle en sus mejores sus cuentos de Sherlock Holmes.

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—Es absolutamente imposible —le contesté.

—Sin ayuda, desde luego. Pero supóngase que tuviera aquí arriba un amigo que le echase una buena cuerda resistente, como esa que veo ahí, en el rincón, y afirmase un extremo de la misma en este fuerte gancho que hay en la pared. Entonces, y si usted fuera un hombre emprendedor, podría trepar hasta arriba con su pata de palo y todo. Y se retiraría de idéntica manera. Entonces, su aliado recogería la cuerda, la desataría del gancho, cerraría la ventana, la sujetaría por dentro y saldría, a su vez, por donde había entrado. —Luego, y palpando la cuerda, agregó—: Puede hacerse notar, como detalle secundario, que nuestro amigo de la pata de palo, aunque buen trepador, no es un marinero profesional. No tiene las manos bastante callosas ni mucho menos. Mi lupa descubre más de una mancha de sangre, en especial hacia el extremo de la cuerda, de lo cual deduzco que se deslizó con tal velocidad que se arrancó la piel de las manos.

—Todo eso está muy bien; pese a ello, la cosa se hace más incomprensible que nunca —dije yo—. ¿Qué me dice de ese misterioso aliado? ¿Cómo pudo entrar aquí?

—¡Sí; el aliado! —repitió Holmes, pensativo—. La cuestión de ese aliado presenta detalles interesantes. Eleva el caso por encima de la vulgaridad. No sé por qué, pero me parece que este aliado abre nuevos campos en los anales de la criminalidad en nuestro país, aunque la India nos ofrece casos paralelos y, si no me engaña la memoria, también nos los ofrece Senegambia.

—¿Cómo entró, pues? —insistí—. La puerta está cerrada, la ventana es inaccesible. ¿Se metió por la chimenea?

—La rejilla es demasiado pequeña —contestó—. Ya se me había ocurrido esa posibilidad.

—¿Cómo, entonces?

—Usted se empeña en no aplicar mi precepto —contestó Holmes, moviendo negativamente la cabeza—. ¿Cuántas veces le tengo dicho que, una vez eliminado todo lo que es imposible, la verdad está en lo que queda, por improbable que parezca? Sabemos que no entró ni por la puerta, ni por la ventana, ni por la chimenea. Sabemos también que no pudo estar escondido en la habitación, porque no existe en ella escondite posible. ¿Por dónde entró, pues?

—¡Por el agujero del techo! —exclamé.

—¡Naturalmente que por ahí! No tuvo más remedio que entrar por ahí. Si es usted tan amable de sostenerme la lámpara, extenderemos nuestras pesquisas al cuarto del altillo, al cuarto secreto en el que fue hallado el tesoro.

Trepó por la escalera y, apalancándose con ambas manos sobre una viga, entró en la buhardilla. Hecho esto, tumbándose boca abajo, alargó la mano para alcanzar la lámpara y la sostuvo en alto mientras yo le seguía. La habitación en que ahora nos encontrábamos era de unos tres metros en un sentido por dos en otro. El suelo lo formaban las vigas, unidas entre sí con bovedillas de listones y de yeso, de modo que era preciso ir poniendo, al caminar, los pies sobre las vigas. Todo el armazón terminaba en punta, y era evidentemente la parte interior del verdadero tejado de la casa. No había allí mueble alguno, y el polvo acumulado durante años formaba una espesa capa sobre el suelo.

—Aquí lo tenemos —dijo Holmes apoyando la mano contra el muro en declive—. Por esta trampilla se sale al tejado. La empujo, y aquí está el tejado, que muestra una suave inclinación. Por aquí, pues, entró el Número Uno. Veamos si descubrimos algunas huellas de su persona.

Colocó la lámpara en el suelo, y yo advertí por segunda vez aquella noche en la cara de Holmes una expresión de sobresalto y de sorpresa. Y al seguir la dirección de su mirada sentí que se me enfriaba la piel bajo las ropas. El suelo estaba lleno de pisadas de un pie desnudo. Eran pisadas claras, bien definidas, de perfecta conformación, pero que apenas llegaría a la mitad de los pies de un hombre normal.

—Holmes —le dije cuchicheando—, fue un niño quien hizo esta horrenda faena.

Mi amigo recobró en el acto el dominio de sí mismo, y dijo:

—Al momento, la cosa me sorprendió; pero es perfectamente natural. Me falló la memoria, pues de otro modo habría podido preverlo. Ya nada más podemos ver aquí. Bajemos.

—¿Cuál es, pues, su hipótesis acerca de estas huellas? —le pregunté ansiosamente, una vez que estuvimos de nuevo en el cuarto inferior.

—Intente hacer usted mismo un poco de análisis, mi querido Watson —me contestó con un dejo de impaciencia—. Ya conoce mis métodos. Aplíquelos, y algo aprenderemos al comparar los resultados.

—No tengo idea alguna capaz de abarcar todos los hechos —le dije.

—No tardarán éstos en serle suficientemente claros —dijo, como si pensara en otra cosa—. Creo que ya no hay aquí nada importante, pero echaré una mirada.

Sacó la lupa y una cinta métrica, se arrodilló, y de esta forma recorrió con precipitación el cuarto midiendo, comparando, examinando, con su larga y delgada nariz a pocas pulgadas del entarimado, y con sus ojos de abalorio, hundidos y brillantes como los de un pájaro. Sus movimientos, que se asemejaban a los de un sabueso amaestrado que buscara un rastro, eran tan rápidos, silenciosos y furtivos, que no pude menos de pensar en la clase de criminal temible que habría sido si hubiese aplicado su energía y su sagacidad a luchar contra la ley, en vez de hacerlo en defensa de la misma. Mientras rebuscaba, iba mascullando para sí, hasta que estalló, por fin, en una ruidosa exclamación de satisfacción, y dijo:

—Nos acompaña la suerte, desde luego. De aquí en adelante no deberíamos tener ya dificultades. El Número Uno ha tenido la desgracia de pisar en la creosota. Vea la línea exterior de su pequeño pie aquí, junto a este barro maloliente. La garrafa se ha agrietado, como puede usted observar, y el contenido se ha salido fuera.

—¿Y qué hay con eso? —pregunté.

—Pues que ya es nuestro..., nada más que eso —me contestó—. Conozco un perro capaz de seguir este olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es capaz de seguir por todo un condado del Midlands el olor de un arenque arrastrado por el suelo, ¿hasta dónde no será capaz un sabueso adiestrado de seguir un olor tan penetrante como éste? Es como una regla de tres. El resultado tiene que darnos la... ¡Hola! Ya tenemos aquí a los acreditados representantes de la ley.

Desde la planta baja llegaban ruidos de fuertes pisadas y el clamor de voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un sonoro portazo.

—Antes que lleguen —dijo Holmes— ponga usted la mano aquí, en el brazo, y aquí, en la pierna de este pobre hombre. ¿Qué nota?

—Los músculos están duros como una tabla —contesté.

—Así es. Están en un estado de extremada contracción, que excede con mucho del rigor mortis. Relacione eso con la contorsión de la cara, con la sonrisa hipocrática, o risus sardonicus, como la llamaban los autores antiguos, ¿y qué sugiere todo eso a su imaginación?

—Que la muerte ha sobrevenido por algún fuerte alcaloide vegetal —le contesté—, por alguna sustancia similar a la estricnina y que produce el tétanos.

—Esa fue la idea que se me ocurrió en el mismo instante en que vi los contraídos músculos de la cara. Cuando entré en el cuarto, me puse a buscar el sistema de que se habían servido para introducir el veneno en el organismo. Ya vio usted cómo di con la espina que le habían metido o disparado con no mucha fuerza contra el cuello. Observe que el sitio en que se la clavaron es el que corresponde a la parte de la cabeza que este hombre tendría vuelta hacia el techo, si estaba sentado y erguido en su silla. Y ahora, examine la espina.

La recogí con gran cuidado y la puse a la luz de la linterna. Era larga, aguda y negra, y cerca de la punta se distinguía una parte brillante, como si alguna sustancia mucilaginosa se hubiese secado allí. La punta, embotada, había sido afilada con un cuchillo.

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