Aleksandr Kuprin - La pulsera de granates
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Aleksandr Kuprín
La pulsera de granates
{ LA COMPAÑÍA }
Índice
Portada
Portadilla La pulsera de granates { LA COMPAÑÍA }
Legales Kuprín, Aleksandr La pulsera de granates / Aleksandr Kuprín. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : La Compañía de Los Libros, 2021. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga Traducción de: Marina Berri ; Florencia García Brunelli. ISBN 978-987-1802-10-4 1. Narrativa Rusa. I. Berri, Marina, trad. II. García Brunelli, Florencia, trad. III. Título. CDD 891.7 Título original: Гранатовый браслет Traducción del ruso: Marina Berri y Florencia García Brunelli Revisión: Alejandro Ariel González © RCP S.A., 2021 Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723 Diseño de colección: Estudio ZkySky Maquetación: Pablo Alarcón | Cerúleo Primera edición en formato digital: febrero de 2021 Versión: 1.0 Digitalización: Proyecto451
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Traducción de: Marina Berri ; Florencia García Brunelli.
ISBN 978-987-1802-10-4
1. Narrativa Rusa. I. Berri, Marina, trad. II. García Brunelli, Florencia, trad. III. Título.
CDD 891.7
Título original: Гранатовый браслет
Traducción del ruso: Marina Berri y Florencia García Brunelli
Revisión: Alejandro Ariel González
© RCP S.A., 2021
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopias, sin permiso previo del editor y/o autor.
Hecho el depósito que marca la ley 11.723
Diseño de colección: Estudio ZkySky
Maquetación: Pablo Alarcón | Cerúleo
Primera edición en formato digital: febrero de 2021
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
L. van Beethoven. Sonata número 2 en la mayor.
Largo appassionato
I
A mediados de agosto, antes de la luna nueva, el tiempo desmejoró de repente como suele ocurrir en la costa norte del mar Negro. Ora durante días enteros una densa niebla se extendía pesadamente sobre la tierra y el mar y una sirena ensordecedora aullaba día y noche en el faro como un toro rabioso; ora de una mañana a otra caía sin cesar una lluviecita fina, un polvo de agua que convertía los caminos y senderos arcillosos en un espeso y denso lodazal, en el que carros y carretas quedaban atascados largo rato; ora arreciaba desde el noroeste de la estepa un furioso huracán por el cual las copas de los árboles se balanceaban, encorvaban y enderezaban como olas en una tempestad, los techos metálicos de las dachas tronaban por las noches y parecía que alguien con botas herradas corría sobre ellos, los marcos de las ventanas se estremecían, las puertas golpeaban y las chimeneas aullaban salvajemente. Algunos botes pesqueros habían perdido el rumbo en el mar y dos jamás regresaron: recién al cabo de una semana las olas arrojaron los cuerpos de los pescadores en diferentes sitios de la costa.
Los habitantes del balneario ubicado en las afueras —en su mayor parte griegos y judíos, amantes de la vida y recelosos como todos los sureños— se trasladaban apurados a la ciudad. Por el camino deshecho se sucedía un sinfín de carretas abarrotadas de todo tipo de enseres domésticos: jergones, sillones, baúles, sillas, palanganas, samovares. Era penoso, triste y repulsivo contemplar a través de la turbia muselina de la lluvia aquellos lastimosos bártulos que lucían tan raídos, sucios y miserables; a las criadas y cocineras que iban sentadas en carretas sobre lonas húmedas sosteniendo planchas, latas y canastitas, o encima de caballos transpirados y extenuados que a cada paso se detenían con las rodillas trémulas, echando humo por la nariz y respirando pesadamente; a los carreteros, que regañaban a los caballos con voz ronca y se guarecían de la lluvia con mantas de arpillera. Todavía más triste era mirar las dachas abandonadas, que de repente se veían amplias, vacías y desnudas, con los canteros estropeados, los vidrios rotos, los perros librados a su suerte y todo tipo de residuos propios de las casas de verano: colillas, papelitos, pequeños pedazos de vasijas, cajitas y frasquitos de farmacia.
Pero, a principios de septiembre, el tiempo de pronto cambió brusca e inesperadamente. Vinieron enseguida días calmos y despejados, incluso más diáfanos, soleados y cálidos que los de julio. En los campos resecos y segados, sobre las espinosas cerdas amarillas, comenzaron a brillar con destellos de mica las típicas telarañas del otoño. Los árboles, ya serenos, dejaban caer sus hojas amarillas silenciosa y resignadamente.
La princesa Vera Nikoláievna Sheina, esposa del decano de la nobleza, no había podido abandonar la dacha porque en su casa de la ciudad todavía no se habían terminado los arreglos. Y ahora se alegraba mucho por estos días deliciosos, por la calma, la soledad, el aire puro, el gorjeo de las golondrinas que se posaban en los cables del telégrafo y se reunían para migrar, y por la suave y salobre brisa que soplaba débilmente desde el mar.
II
Además, ese día, el diecisiete de septiembre, era su santo. A ella siempre le gustaba ese día por los tiernos y lejanos recuerdos de la infancia, y siempre esperaba de él algo feliz y maravilloso. Antes de irse por la mañana a la ciudad para atender asuntos urgentes, el marido le había dejado en la mesita de luz un estuche con unos hermosos aros de perlas ovaladas. Este regalo la había alegrado aún más.
Estaba sola en la casa. Su hermano soltero Nikolái, ayudante de fiscal, que solía quedarse con ellos, también se había ido a la ciudad, al tribunal. El marido había prometido traer a la hora de la comida algunos conocidos, solo a los más cercanos. Resultaba oportuno que el día del santo coincidiera con la época en la que se quedaban en la dacha. En la ciudad hubiera sido necesario gastar dinero en una gran cena de gala, tal vez incluso en un baile, pero allí, en la dacha, era posible arreglárselas con muy poco. El príncipe, a pesar de su destacada posición social, y posiblemente gracias a ella, apenas podía cubrir sus gastos. La gran hacienda familiar había sido mal administrada por sus antepasados y se encontraba casi completamente en ruinas, y la vida que el príncipe debía llevar estaba por encima de sus medios: brindar recepciones, hacer caridad, vestirse bien, mantener caballos, etc. La princesa Vera, cuyo apasionado amor por el marido hacía ya tiempo que se había convertido en un sentimiento de firme, fiel y sincera amistad, intentaba con todas sus fuerzas ayudar al príncipe a evitar la ruina absoluta. Se privaba de muchas cosas sin que él lo notara y ahorraba todo lo que podía en gastos domésticos.
En ese momento caminaba por el jardín y cuidadosamente, con unas tijeras, cortaba flores para la mesa. Los canteros estaban vacíos y tenían un aspecto descuidado. Terminaban de florecer los claveles de muchos pétalos y también los alelíes —mitad en flor, mitad con finas vainas verdes que olían a col—; los rosales todavía daban, por tercera vez ese verano, brotes y flores, pero ya pequeños, escasos, como marchitos. En cambio, las dalias, las peonías y las ásteres florecían exuberantemente, con su belleza fría y altanera, esparciendo su aroma otoñal, herbáceo y triste por el aire delicado. Las otras flores, luego de su espléndido amor y de su desmedida y abundante maternidad veraniega, derramaban tranquilamente sobre la tierra sus incontables semillas de vida futura.
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