Aleksandr Kuprin - La pulsera de granates

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La princesa Vera, la esposa de un noble venido a menos, recibe cartas de amor de un empleado de rango menor que dice amarla incondicionalmente. La pulsera de granates, escrita en 1910 sobre la base de un suceso real, es una historia de amor trágica, quizá una de las más bellas de la literatura rusa, y también el retrato de una aristocracia en decadencia.

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Cerca, en el camino principal, se oyeron los tres tonos familiares de la bocina del automóvil. Llegaba la hermana de la princesa Vera, Anna Nikoláievna Friesse, que ya desde la mañana había prometido por teléfono ayudar a Vera a preparar la casa y recibir las visitas.

A Vera no la engañó su agudo oído. Fue al encuentro. Al cabo de unos minutos, en el portón de la dacha, el elegante carruaje-automóvil se detuvo abruptamente; el chofer saltó con agilidad del asiento y abrió la puertita de par en par.

Las hermanas se besaron. Desde la más temprana infancia las unía una cálida y solícita amistad. Por extraño que fuera, no tenían ningún parecido físico. La mayor, Vera, había salido a la madre, una bella inglesa: figura alta y flexible, rostro tierno, aunque frío y orgulloso, manos hermosas, aunque bastante grandes, y esa encantadora inclinación de hombros que podía encontrarse en las antiguas miniaturas. Por el contrario, la menor, Anna, había heredado la sangre mongola del padre, un príncipe tártaro, cuyo abuelo se había bautizado recién a principios del siglo XIX y cuyo antiguo linaje se remontaba hasta el mismísimo Tamerlán —o LangTemira, como el padre de ella, con orgullo, lo llamaba en tártaro—, aquel gran sanguinario. Era media cabeza más baja que su hermana, algo ancha de hombros, vivaz, frívola y burlona. Su rostro tenía un marcado tipo mongol: pómulos salientes, ojos rasgados que además entornaba por la miopía, una arrogante expresión en la boca, pequeña y sensual, en especial en su grueso labio inferior, ligeramente salido hacia adelante. Este rostro, sin embargo, cautivaba con su inaprensible e indudable encanto, que residía acaso en la sonrisa, acaso en la profunda femineidad de todas las facciones, tal vez en los sugerentes, coquetos y provocativos ademanes. Su grácil fealdad despertaba y atraía la atención de los hombres con mucha más frecuencia e intensidad que la aristocrática belleza de su hermana.

Anna estaba casada con un hombre muy rico y muy tonto que, lisa y llanamente, no hacía nada, pero integraba cierta organización benéfica y tenía el título de Kammerjunker .(1) Ella no lo soportaba, aunque había tenido con él dos hijos —un varón y una niña—; decidió no tener más y no los tuvo. En cambio, Vera anhelaba tener hijos —incluso le parecía que cuantos más, mejor—, pero por alguna razón no podía, y adoraba enfermiza y apasionadamente a los encantadores y anémicos hijos de su hermana menor, siempre prolijos y obedientes, de rostros pálidos como la harina y rizados y duros cabellos de muñeca.

Toda Anna era un conjunto de simpáticas y divertidas incoherencias y, a veces, extrañas contradicciones. Se entregaba con gusto al más atrevido coqueteo en todas las capitales y balnearios de Europa, pero nunca engañaba al marido, al cual, sin embargo, ridiculizaba desdeñosamente en la cara y a sus espaldas; era derrochadora y una apasionada de los juegos de azar, los bailes, las impresiones fuertes, los espectáculos mordaces; frecuentaba en el extranjero cafés de dudosa reputación, pero al mismo tiempo se distinguía por su desinteresada bondad y su profunda y sincera devoción, que la había llevado incluso a adoptar en secreto el catolicismo. Su espalda, pecho y hombros eran de una belleza inusual. En los bailes se exhibía bastante más de lo que la decencia y la moda permitían, pero se rumoreaba que bajo su pronunciado escote llevaba siempre un cilicio.

Vera era dueña de una adusta sencillez, de una fría y algo altanera amabilidad y de una majestuosa calma.

1. Voz del alemán que designaba el título cortesano más bajo en la Rusia zarista y otros países monárquicos. En general, es equivalente a valet de chambre . (N. de las TT.)

III

—¡Dios mío, qué bien se está en su casa! ¡Pero qué bien! —dijo Anna dando pasos cortos y rápidos por el sendero junto a su hermana—. Si podemos, sentémonos un rato en el banquito del acantilado. Hace tanto que no veo el mar. Y qué aire maravilloso: respiras y el corazón se alegra. En Crimea, en Misjor, el verano pasado descubrí algo asombroso. ¿Sabes a qué huele el agua de mar durante la marejada? Imagínate: a planta de reseda.

Vera esbozó una sonrisa cariñosa y condescendiente:

—Tienes mucha fantasía.

—No, no. Recuerdo también esa vez en que todos se rieron de mí cuando dije que había cierto tinte rosado en la luz de la luna. Bueno, hace unos días Boritski, el pintor que me está retratando, dijo que tenía razón y que los pintores lo saben desde hace mucho.

—¿El pintor es tu nueva afición?

—¡Siempre estás inventando! —se echó a reír Anna, y, acercándose de prisa al borde mismo del acantilado, que como un muro caía honda y abruptamente al mar, miró hacia abajo, gritó de repente horrorizada y retrocedió con la cara pálida.

—Uy, ¡qué alto! —dijo con voz débil y temblorosa—. Cuando miro desde una altura semejante siempre siento un dulce y repugnante cosquilleo en el pecho… y un hormigueo en los pies… en los dedos de los pies… Y, sin embargo, me atrae, me atrae…

Quiso inclinarse otra vez sobre el acantilado, pero su hermana la detuvo.

—Anna, querida, ¡por Dios! Hasta yo me mareo cuando te acercas. Por favor, siéntate.

—Bueno, bueno, ya me senté… Solo mira qué belleza, qué alegría; los ojos no se cansan. Si supieras cómo le agradezco a Dios todas las maravillas que ha creado para nosotros.

Ambas quedaron pensativas un momento. Abajo, muy abajo de ellas, descansaba el mar. Desde el banquito no se veía la costa y por eso la sensación de infinitud y grandeza del vasto mar era más intensa. El agua lucía suave, tranquila y de un alegre azul; solo brillaban unas franjas lisas y oblicuas por donde pasaba la corriente; en dirección al horizonte, el agua se tornaba de un azul oscuro y profundo.

Los botes de los pescadores, apenas distinguibles —tan pequeños parecían—, dormitaban inmóviles sobre la superficie del mar, cerca de la costa. Y más allá, como suspendida en el aire y sin moverse hacia adelante, había una embarcación de tres mástiles cubierta de arriba abajo por esbeltas e idénticas velas blancas infladas por el viento.

—Te entiendo —dijo pensativa la hermana mayor—, pero de alguna manera no me pasa lo mismo que a ti. Cuando veo el mar por primera vez después de mucho tiempo, me inquieta, me alegra y me sorprende, como si viera por primera vez un milagro inmenso y solemne. Pero luego, cuando me acostumbro, comienza a agobiarme con su plana vacuidad… Al contemplarlo me aburro y entonces trato de no mirarlo más. Me hastía.

Anna sonrió.

—¿Por qué te sonríes? —preguntó su hermana.

—El verano pasado —dijo Anna con picardía— hicimos una gran cabalgata desde Yalta hasta Uch-Kosh.(2) El lugar se encuentra detrás de un bosque, sobre una catarata. Primero dimos con una nube, había mucha humedad y se veía mal, pero seguimos subiendo entre los pinos por un sendero escarpado. Y de pronto fue como si el bosque se terminara y salimos de la niebla. Imagínate: un estrecho paso en la roca y, ante nuestros pies, el abismo. Abajo los árboles parecen no más grandes que una cajita de fósforos; los bosques y los jardines, una ínfima brizna de hierba. Todo el terreno desciende hacia el mar, como un mapa. Y allí, más adelante, ¡el mar! Unas cincuenta, unas cien verstas adelante. Me sentí suspendida en el aire y a punto de salir volando. ¡Qué belleza, qué levedad! Me doy vuelta y le digo extasiada al guía: «¿Qué tal? ¿Verdad que es bello, Seid-Ogly?». Él se limitó a chasquear la lengua: «Ay, señora, cómo a mí cansa todo esto. Lo vemos todos los días».

—Te agradezco la comparación —se rio Vera—; no, yo solo pienso que nosotros, los siberianos, nunca podremos comprender los encantos del mar. Adoro el bosque. ¿Te acuerdas de nuestro bosque en Egórovskoie?… ¿Acaso puede llegar a aburrir?… ¡Los pinos!… ¡El musgo!… ¡Los hongos amanita! Como de raso rojo y bordados con cuentas blancas de collar. Una calma tan profunda… un frío.

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