Sebastián Borensztein
El Ruso
Sebastián Borensztein
Capital Intelectual
Índice
ACTO I UN DESTINO ENIGMÁTICO ACTO I UN DESTINO ENIGMÁTICO
ACTO II NAZIS, DROGAS Y ROCK AND ROLL ACTO II NAZIS, DROGAS Y ROCK AND ROLL
ACTO III EL SHOJET
Borensztein, SebastiánEl ruso / Sebastián Borensztein ; coordinación general de Creusa Muñoz ; editado por Jorge Consiglio. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Capital Intelectual, 2020.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineISBN 978-987-614-618-01. Narrativa Argentina. 2. Novelas Históricas. I. Muñoz, Creusa, coord. II. Consiglio, Jorge, ed. III. Título.CDD A863 |
© de la presente edición, Capital Intelectual S.A., 2020.
Director: José Natanson.
Coordinadora de la Colección de libros de Capital Intelectual: Creusa Muñoz.
Editor: Jorge Consiglio.
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Primera edición en formato digital: diciembre de 2020
Versión: 1.0
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ISBN edición digital (ePub): 978-987-614-618-0
Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es.
Jorge Luis Borges
A los amigos
del banquito de Toronto
UN DESTINO ENIGMÁTICO
Aquella noche de abril de 1939 hacía un frío inusual en Buenos Aires. Una bruma espesa cubría el cielo a la altura de las luminarias. Alberto Rosenberg caminaba hacia el bodegón de Carlusi con las manos tan heladas como su alma. Sabía que no había vuelta atrás: estaba decidido a comunicar su retirada. A los treinta y cinco años y con el mundo descreyendo de él como cantante, había llegado la hora de archivar definitivamente la cuestión del tango. Era momento de renunciar a los sueños y dedicarse de lleno a la sedería de su suegro Isaac. El hecho de cantar en antros marginales y de haber sido rechazado tanto por la Odeón como por la RCA Víctor, más las promesas incumplidas en algún caso y el rechazo en otros, por parte de la mayoría de los directores artísticos de las radios en las que se había probado, lo tenían definitivamente desanimado. Para colmo de males, su suegro no dejaba de presionarlo tratándolo como a su propio hijo o, a decir verdad, maltratándolo como a su propio hijo, Ernesto, un muchacho de pocas luces.
Alberto Rosenberg, al que le decían el Ruso –así lo habían bautizado en Mataderos, donde no había otra familia judía más que la suya, lugar al que habían llegado porque su padre era un shojet , un matarife kosher del que dependían casi todos los consumidores judíos de carne–, era un buen tipo, elegante, que cargaba con el peso de una gran frustración; sin embargo, no haber podido triunfar como cantante de tango no significaba que su vida fuera un evento fallido. Tenía suficientes aciertos como para ser catalogada de mucho más que digna, cómoda y bastante apacible, sobre todo si se tenían en cuenta las enormes dificultades que había tenido que atravesar desde la más tierna infancia.
Su matrimonio con Ester le había dado dos hijos: Jaime y Marcos, a quienes los viernes llevaba al templo de la calle Libertad, donde había conocido a su mujer. No era un judío practicante a pesar de sus orígenes, pero iba al templo todos los viernes, más que nada para no sumar conflictos con su suegro Isaac, de quien dependía su economía.
La presión familiar de poner más empeño en la sedería que en su propia pasión había conseguido, finalmente, quebrarle el ánimo. La calidad moral de los sitios en los que se presentaba y el hecho de trabajar de noche eran los reproches más frecuentes de Isaac. Y en la intimidad de su dormitorio, abundaban las opiniones de Ester, mucho más amables que las de su padre, pero igual de mordaces: “Simplemente, tu carrera no existe”, le decía ella. Y cuando el Ruso intentaba cualquier defensa en favor de su pasión, aparecía el lapidario “es mejor dedicarse de lleno a lo que realmente nos da de comer”.
Al Ruso no le quedaba más energía para seguir resistiendo el embate; por eso, al finalizar la presentación de esa noche, les iba a comunicar la decisión de abandonar su carrera a sus compañeros del cuarteto. Después, haría lo propio con su familia. Quería vivir con menos conflictos. La clave estaba en dar vuelta para siempre la página más frustrante de su vida.
William Wilcox tomaba el vino más duro que hubiera pasado por su paladar europeo. Era un hombre delgado y refinado, de no más de cuarenta años. Por su apariencia distinguida, resultaba sumamente extraño verlo en una mesa en el bodegón de Carlusi. Para llegar a aquel antro había que cruzar el Riachuelo, lo que significaba una suerte de expedición a tierras desconocidas, no solo para un extranjero sino para la mayoría de los porteños. Pero el tipo estaba ahí, acodado. Observaba con atención el escenario en que el Ruso y su cuarteto interpretaban el tango El choclo , de Ángel Villoldo.
Wilcox hablaba un castellano aceptable, lo que le permitía entender la letra de un tango cantado con el estilo gardeliano –cambiando eles por erres–; sin embargo, su atención se concentró en la voz y en los movimientos del Ruso. Confirmó lo que ya le habían advertido: el tipo era un cantante óptimo, de voz entonada y correcta, pero le faltaba ese ingrediente que hace a los grandes. Cantar bien es fundamental, pero hay que tener ángel, y algo de suerte también. Incluso, en algunos casos, la suerte puede ser una condición aun superior a la del ángel , pero el Ruso, a juzgar por los resultados que había tenido hasta ese momento, carecía de ambas. Lo cierto es que Wilcox estaba sentado ahí y tenía su mirada clavada en el Ruso. Ese hecho, en apariencia, era producto del azar. Y como consecuencia de esta cuestión fortuita, Alberto Rosenberg, sin saberlo, ocupaba el centro de una escena trascendental por primera vez en su vida.
A comienzos del siglo XX, el barrio de Mataderos se llamaba Nueva Chicago. El nombre provenía de la ciudad norteamericana en la que crecía, imparable, la industria de la carne. Recién unos años después, el barrio cambió de nombre. En esa época, el Ruso ya era un pibe que caminaba sus calles de tierra y se juntaba con otros de su edad, que no eran bien vistos por sus padres.
Su madre, Sara, quería mudarse al centro, a la zona del Abasto, donde otros inmigrantes de origen judío se habían instalado, pero el oficio de su padre impidió el movimiento. A Sara no le gustaba Mataderos, le recordaba a su aldea de origen en Polonia. En este barrio porteño no había persecución de judíos, pero la gente era áspera y, a menudo, de malas costumbres y difícil trato.
La infancia del Ruso transcurrió entre dos liturgias: la de los rituales judíos, que su padre le impuso, y la del barrio marginal. Puertas adentro, imperaba la ley del Talmud; puertas afuera, la da la calle. El Ruso, a pesar de ser hijo de la tradición, se sentía mucho más a gusto a la intemperie. Le encantaba andar suelto y parecerse a los demás chicos. Aprendió rápido los códigos: a diferencia de sus padres, que solo hablaban el ídish , él dominaba el español, y eso lo convirtió en el encargado oficial de vincular a la familia con el mundo. Eso funcionaba como un disparador de excusas para poder estar en la calle más allá del horario escolar y de los juegos. Era el encargado de todos los trámites y los mandados; de esta forma, accedió muy temprano al conocimiento de ese complejo universo que era el barrio de Mataderos. A los doce años tenía más calle que sus padres, que habían atravesado Europa y cruzado el Atlántico. Ellos conservaban el temor impreso en la carne, producto de las persecuciones que habían sufrido, pero Alberto Rosenberg era hijo de otra realidad y el miedo familiar parecía no prender en él.
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