Sebastián Borensztein - El ruso

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Aquella fría noche porteña de abril de 1939 Alberto Rosenberg, el Ruso, había decidido dejar la música: a los 35 años no había logrado que su talento como cantor de tangos fuera reconocido por los grandes estudios ni que las estaciones de radio se interesaran por sus interpretaciones. Hijo de un rabino matarife, tenía una familia que alimentar y un suegro que lo presionaba para que se le uniera en su sedería en el barrio de Once. Sin embargo, esa misma noche desolada el Ruso escucharía la propuesta de su vida: un cazatalentos que hablaba un extraño castellano le proponía trasladarse con su cuarteto a París para presentarse en los mejores cabarets de Europa. La oferta no parecía tener mucha relación con los rechazos que hasta el momento había obtenido, ni con sus actuaciones discretas, y desde el principio parecía esconder algo más. Pero el Ruso, como todo ser humano cuando lo halagan, prefirió no preocuparse.
Del Riachuelo a las calles de una Europa sembrada de espías y contraespías, donde la guerra se siente a cada paso, El Ruso se dejará llevar, primero, y se decidirá a protagonizar, después, esta historia trepidante de nazis, drogas y amores, que lo llevará a los cuarteles de la SS y a la habitación del mismísimo Hitler.
En su primera novela, el reconocido guionista y director de cine Sebastián Borensztein nos ofrece una aventura que nos muestra cómo, puesto frente a una situación excepcional, incluso el hombre más corriente es capaz de acciones extraordinarias.

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El Ruso temió seriamente que el barco naufragara. A lo mejor toda su vida llena de extraños giros no era más que una broma del destino, o de Dios. Era la primera vez que traía a Dios con el pensamiento en mucho tiempo, quizás porque de verdad estaba aterrado. ¿Y si era Dios el que se estaba divirtiendo con él paseándolo a su antojo de acontecimiento absurdo en acontecimiento absurdo, sin ningún objetivo más que su propia diversión? ¿No sería una broma divina el haberlo hecho nacer en Mataderos, convertirlo en huérfano, hacerlo fracasar sistemáticamente y, a la vez, darle el tesón para verlo insistir y al final arrojarlo al fondo del océano? Por asociación, este pensamiento le trajo a la memoria el gato gris que vivía en el orfanato. Ese animal jugaba a su antojo con las polillas que volaban alrededor del farol que iluminaba el patio. Al Ruso le encantaba ver cómo, con una estocada veloz, el gato derribaba una polilla y jugaba con ella: la soltaba para generarle esperanzas y la atrapaba de nuevo. Repetía ese juego una y otra vez hasta que, al final, se metía la polilla en la boca y la masticaba. ¿No seré yo la polilla de Dios?, se preguntó el Ruso mientras una ola enorme ladeaba el barco de manera temeraria. ¿No estará Dios jugando conmigo como juega el gato maula con el mísero ratón?

Finalmente, la tempestad empezó a ceder y, poco a poco, la normalidad se restableció a bordo. De todas formas, el Negro Flores tardó dos días en desprenderse del chaleco salvavidas. Si bien el sol brillaba y el mar estaba en relativa calma, Flores, como buen paranoico, necesitaba un poco más de tiempo para amigarse nuevamente, y con ciertos reparos, con la navegación.

La alegría finalmente volvió al salón del barco y el cuarteto continuó desplegando lo mejor de su repertorio. Los guitarristas, Juan y José Estrada, no podían dejar de comparar este salón con aquellos tugurios en los que solían actuar, en los que no llegaban a tocar un tango completo sin ser interrumpidos por una pelea, que en más de una oportunidad terminaba en batalla campal y, en ciertas ocasiones, con una muerte. Eran antros siniestros, frecuentados por rufianes de todo tipo. Juan Estrada recordaba siempre la noche en que dejó su guitarra parada contra la pared y se la usaron de mingitorio. En comparación, el Commerce de Marseille, al mando del capitán Poulet, era el mismísimo Teatro Colón. Y así, entre tangos, aplausos, champán y guiños cómplices con Will, que parecía muy complacido con la reacción del público a bordo, llegaron al puerto de Nantes.

11

Al bajar del barco, luego de tres semanas de navegación, el Ruso sentía que el piso seguía moviéndose bajo sus pies. Nadie les había advertido ni a él ni a los muchachos acerca del mareo de tierra, algo que afectó particularmente al Negro Flores. Los hermanos Estrada eran a prueba de todo, estaban adaptados a comer lo que hubiese y a dormir donde fuese, pero el Negro era delicado y, además, hipocondríaco: pensó que nunca más recobraría el equilibrio. Como la llegada a Nantes fue al amanecer, tuvieron que esperar tres horas en la estación para abordar el tren que los llevaría a París. Will anotaba cosas en un pequeño cuaderno, mientras el Ruso recorría el andén de punta a punta admirando todo lo que veía. Estaba en Europa y eso le parecía mágico. Solo se escuchaba hablar francés, pero le llamó la atención oír de tanto en tanto alguna voz en español castizo. Eran refugiados españoles que llegaron a Nantes escapando de la guerra en su país, explicó Will.

—Todo el mundo escapa de algo en algún momento de su vida. O por lo menos, lo intenta —fue el comentario que le devolvió el Ruso, y no pudo dejar de asociarlo a la imagen de sus padres. Unos instantes después, un guarda de uniforme azul y dorado empezó a recorrer el andén invitando a los pasajeros a abordar el tren con destino a París.

12

París no había sido jamás un objetivo en la vida del Ruso; sin embargo, ahí estaba, admirado ante la imponencia de la Torre Eiffel, que se dejó ver apenas se alejaron de la puerta del hotel Copernic donde se hospedaron, situado en la calle del mismo nombre.

Will les había dicho que pasaría al día siguiente para llevarlos a conocer Le Petit Carillon , donde se presentarían apenas dos días después. Era un miércoles y debutaban el viernes. Les dejó unos francos y los animó para que salieran a comer.

—Negro, ¿alguna vez te imaginaste que ibas a estar acá? —preguntó el Ruso con cierta nostalgia.

Flores estaba tan emocionado que su primera respuesta fue un suspiro lanzado sin sacar la vista del imponente monumento.

—Nunca, Ruso. Nunca en la puta vida, hermano…

Y lo mismo les pasaba a los Estrada.

Caminaron maravillados por la avenida de los Campos Elíseos en dirección al Arco del Triunfo y, a juzgar por sus rostros, los cuatro debían estar pensando lo mismo: que alguien estaría soñando que ellos caminaban por París y que, ni bien esa persona despertara, ellos desaparecerían. La noche los agarró cruzando el Campo de Marte y decidieron terminar el paseo en un bar que se veía interesante. El ambiente les resultó mágico: risas, gente elegante, humo. Se quedaron en ese lugar casi cuatro horas imaginándose el futuro mucho más allá de lo razonable. Fantasearon, incluso, con la idea de que ellos eran los responsables de continuar la carrera que el incendio del avión en Medellín le había truncado a Gardel. Bien entrada la noche y habiendo comido un suculento cassoulet, el Ruso, el Negro y los Estrada regresaron al hotel exhaustos. Se acostaron a dormir en una cama que, por primera vez en veintiún días, no se movía, aunque a ellos les parecía que sí.

13

Por la mañana, muy temprano, llegaron con Will a Le Petit Carillon. En el interior del local en penumbras aún persistía el aroma del tabaco y del champán de la noche anterior. Las sillas estaban sobre las mesas y un joven limpiaba el piso de madera, para luego encerarlo y dejarlo nuevamente reluciente. En el techo había una enorme garganta circular y del centro colgaba una gran araña con caireles. Las paredes estaban decoradas con boiseries de madera hasta media altura y, de la mitad hacia arriba, las revestía un terciopelo rojo con vivos dorados y tulipas de cristal. Al fondo del salón había un escenario amplio con un piano de un cuarto de cola que aún tenía algunas copas sobre la tapa.

Will le presentó el cuarteto al dueño, un hombre alto y canoso de sonrisa muy amable llamado Pierre, quien los recibió vociferando efusivos elogios.

—Es un honor tenerlos aquí, señores —sentenció Pierre en francés. Y mirando al Ruso dijo—: Mi amigo Will habla maravillas de usted. Estoy ansioso. Quiero que llegue el viernes. Ya están todas las mesas reservadas para esa noche, y para la siguiente también.

Cuando Will les tradujo, el Ruso sintió que todas sus fantasías eran posibles. Había gente que, sin saber de ellos, ya había reservado toda la capacidad del lugar para el primer fin de semana. Recorrieron el local, les convidaron café, hicieron bromas en español entre ellos comparando todo lo que veían con el bodegón de Carlusi, y se fueron al hotel a terminar de definir el repertorio. Pasaron dos días caminando por París. Vieron a mucha gente sin entender lo que decían. En un momento, entraron a un bar. Pidieron sus copas y el Negro Flores salió del lugar para pararse en la vereda y contemplar París. Mientras, los hermanos Estrada intentaban seducir a la camarera, que los miraba sonriente, pero con un gesto de incomprensión en el fondo de sus ojos. El Ruso, en cambio, estaba pendiente de otra cosa: escuchaba a un hombre que hablaba en castellano del general Franco, de la locura de Hitler y de los tambores de guerra que sonaban cada vez más fuerte en toda Europa. La frase que más lo impactó fue: “Si yo fuese judío, no solamente estaría tratando de huir de Alemania sino de Europa en general”. El Ruso sabía de qué hablaba ese hombre: conocía las historias de sus padres. Sabía de Hitler porque leía los diarios en Buenos Aires todas las mañanas y porque su suegro Isaac hablaba permanentemente de su preocupación por los parientes que aún vivían en Polonia. Ese pensamiento le generó un escalofrío que lo recorrió de punta a punta como un relámpago, pero enseguida se dijo que él estaba allí para cantar y seducir al público francés, y que nada de eso tenía que ver con Hitler ni con los nazis, que tanto temor inspiraban en su suegro y en él mismo. Entonces, para dar por terminado ese pensamiento oscuro, salió a la calle y se paró junto al Negro; en el bar quedaron los Estrada con sus intentos de seducción.

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