Antonio Gargallo Gil - La psicóloga de Medjugorje

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La psicóloga de Medjugorje: краткое содержание, описание и аннотация

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Todas las mañanas, cuando te levantes, pregúntate: ¿tengo paz? Si no la sientes es porque algo tienes que cambiar en tu vida.
Cristina, tras su encuentro con el psicólogo de Nazaret, comienza una nueva vida. Un renacer que le lleva a descubrir su verdadera vocación. Allí, en su fascinante trabajo, recibe la visita de una persona muy especial: Miriam, la psicóloga de Medjugorje. ¿Acaso se trataba de la madre del psicólogo de Nazaret?
Comenzará una trepidante novela donde la realidad superará con creces a la ficción.
Aviso del autor:
¡Cuidado, esta obra puede transformar tu vida!

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Francisco miró su reloj con nerviosismo.

—Me voy a la entrada que van a llamarme para ir a la escuela —expuso con el estómago encogido.

—¿Van mujeres?

—Sí.

—Voy contigo —añadió Julián complaciente y con los ojos desorbitados.

—No puedes —repuso Francisco con el ceño fruncido.

—¿Por qué?

—Porque no estás en las órdenes —musitó—. Tienes que hacer una instancia solicitando entrar en la escuela y dentro de una semana podrás hacerlo.

Sin más explicaciones, aunque con un gesto cordial, Francisco salió disparado del comedor.

Antes de que sonara la bocina, Francisco ya estaba sentado en primera fila. Siempre lamentó no haber descubierto la escuela antes y haber perdido miles de horas muertas que se pasó tirado en el patio como un trozo de papel arrugado que queda obnubilado ante cualquier ráfaga de viento, lugar donde se puede doctorar en el arte de la crítica, y maldecir se convierte en un juego diario adictivo, tan venenoso para el subconsciente como la droga para el cerebro. «Francisco, pareces un trapo viejo, roto y mugriento. ¿Por qué no te apuntas a la escuela? Al menos te ayudará a no pensar y verás chatis», le dijo un día su anterior compañero de celda. Aquella invitación fue como un flotador que se tira desde un barco a un náufrago a la deriva. Sabía que se estaba ahogando entre arenas movedizas, que necesitaba ayuda, pero no sabía ni podía salir de un terreno pantanoso humedecido por la droga, cuyos tentáculos eran tan portentosos que dejaban inocuo cualquier intento de fuga. Una prisión de alta seguridad donde la propia piel se transforma en rejas de acero, impidiendo incluso la entrada a la propia familia, carcomida por la impotencia de ver cómo un ser querido se consume como la llama de una vela. Un ser que se hunde y hunde, sin capacidad de respuesta, con la mente dominada por un monstruo que solo quiere alimentar un placer artificial. ¿Le daría la escuela la oportunidad de despertar de su letargo? Aprender era un deleite y más cuando la profesora era la dulzura personificada con una belleza que enamoraba con tan solo una mirada. Sus clases se habían convertido en el único aliciente del día, no solo para él, sino para la competencia. Igual que él, había muchos otros que estaban locamente enamorados de la profesora y quienes asistían a clase solo para verla.

Desde el primer momento que la conoció sintió algo especial, una química desbordante, pero no sabía si sería recíproca, principalmente porque llevaba un anillo de casada que, al inicio de cada clase, miraba con el deseo ardiente de que al día siguiente dejara de llevarlo porque significaría que habría dejado a su marido y, quizás, juntos podrían alzar el vuelo como tórtolas que recorren en libertad la inmensidad de la atmósfera. Soñaba con ese momento día y noche, pero la fortuna parecía no estar de su parte porque cada nuevo amanecer veía relucir esa pequeña joya de color dorado que se incrustaba en su corazón como una aguja hirviendo.

«Maldición, ¡sigue llevando el anillo!», pensó en cuanto vio a Cristina entrar pocos segundos después de sonar la bocina. Sentimiento apático que desapareció al percatarse de que estaban solos en clase. No había nadie del módulo de respeto, los principales asistentes, probablemente porque algún funcionario habría tenido algún contratiempo y sacaría a los reclusos con retraso. No era común, pero sí una gran oportunidad para abrir su corazón de una vez y para siempre. ¡El destino por fin le sonreía!

—Buenos días, Francisco.

—¡Buenos días! —repuso con nerviosismo ante la mirada imponente de Cristina. Estaba realmente atractiva con aquellos pantalones vaqueros azulados y jersey negro a juego con sus zapatos. Siempre discreta, pero imposible ocultar el atractivo de una mujer madura irresistible a los ojos de cualquier hombre. Al fin y al cabo a él no le importaba la edad, aunque pudiese ser diez o doce años mayor. El amor no entendía de edad y menos si la persona que tenía enfrente conseguía que su corazón vibrase con tan solo una mirada.

—¡Qué raro que no haya nadie!

—En breve llegarán, se habrá retrasado el funcionario.

—Les daremos unos minutos de cortesía, en ese caso —expuso Cristina mientras dejaba su carpeta sobre su escritorio—. ¿Cómo estás?

«¡Me está sonriendo y se está preocupando por mí! ¡Eso es porque le gusto! ¡Lo sabía!».

—No tan bien como usted, porque está guapísima, pero bien.

—Chico, muchas gracias, así da gusto empezar el día.

«Tengo que aprovechar la ocasión, antes de que se presenten los buitres del módulo seis».

—¿Sabe que me dan la libertad en apenas dos semanas?

—Ah, sí, ¡enhorabuena! —repuso Cristina con una sonrisa ladina.

«Venga, es el momento. ¡Ahora o nunca!».

Francisco se rascó la cabeza, cogió aire y se lanzó del avión sin paracaídas, a riesgo de recibir el mayor tortazo de su vida. Si le decía que no, ya nada tendría sentido.

—Si quiere me puede facilitar su número de teléfono y tomamos algo cuando ya esté fuera.

Un silencio sepulcral se hizo en la clase y el temblor volvía a hacer acto de presencia en su castigado cuerpo. ¿Por qué se ponía tan nervioso cuando una chica le gustaba? Tenía la sensación de estar siendo devorado en vida por las termitas y cada segundo que pasaba lo dejaba más indefenso.

Cristina abrió su carpeta y de ella extrajo un folio que entregó a Francisco.

—Bueno, vamos a comenzar la clase, no sea que estemos esperando en balde.

«¿Por qué se hace la estrecha?», se preguntó con un nudo en la garganta.

«Ataca ahora —susurró el coronel de la muerte—, no ves que quiere que insistas».

«Está casada, ¿es que no te das cuenta de que está esquivando tu proposición? Y, por otro lado, deberías respetar ese sacramento sagrado», masculló la suave voz del capitán de la vida.

«Pero ¿no te das cuenta de cómo te sonríe todos los días? ¿No has visto cómo le ha halagado tu piropo? Es ahora o nunca, imbécil. ¿Acaso crees que vas a volver a tener una oportunidad como la de ahora? El destino ha hecho que os encontréis solos», instó el coronel de la muerte.

«Cierto, no volveré a encontrar una ocasión como esta», pensó Francisco ante el devenir de sus pensamientos.

—Sé que no puede facilitar sus datos a ningún interno, pero no se lo diré a nadie… Se lo prometo —espetó Francisco con las cuerdas vocales a ritmo de una lavadora en marcha.

Cristina se sonrojó. Sin apenas darse cuenta estaba metida en un callejón sin salida, rogando que los otros internos llegasen para zanjar un tema en el que ni siquiera quería entrar.

—No creo que le hiciese mucha gracia a mi marido —dijo Cristina buscando ser lo más tajante y clara posible, aunque con la educación suficiente para no herir los sentimientos de aquel joven en cuyas venas veía como circulaba la exasperante soledad—. La verdad es que estoy muy ocupada con mis hijos y ni siquiera puedo quedar con mis amigas.

Las palabras de Cristina atravesaron el corazón de Francisco como flechas infectadas de dolor. La saliva se le convirtió en limón y el aire en plomo, dejándole el más amargo y pesado sentir que había experimentado nunca. La vergüenza le cubría con retales que apenas podía disimular, por ello sus ojos tomaron el brillo de quien desea llorar y no puede.

Un halo de compasión recorrió el cuerpo de la profesora, convertida en espectadora involuntaria de un corazón en llamas que ardía en angustia a través de la mecha de la soledad.

Cristina leyó en los ojos de su alumno el clamor de un alma atormentada, moribunda, enterrada en los valles de la oscuridad. Fue entonces, cuando, de forma súbita, un pensamiento le vino a la mente como un rayo de luz en una noche lóbrega: ¡Francisco era la persona a la que tenía que entregar la tarjeta de la psicóloga de Medjugorje! Idea que le inundó de paz, lo que confirmaba y ratificaba que era la persona idónea.

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